Un día una niña estaba sentada observando a su mamá lavar los platos en la cocina. De repente notó que su mamá tenía varios cabellos blancos que sobresalían entre su cabellera oscura. Miró a su madre y le preguntó inquisitivamente, “Porqué tienes algunos cabellos blancos, mamá?”. Ella le contestó: “Bueno, cada vez que haces algo malo y me haces llorar o me pones triste, uno de mis cabellos se pone blanco.” La niña se quedó pensativa unos instantes, y luego dijo: “Mamá, entonces…, ¿por qué TODOS los cabellos de la abuelita están blancos?
Mes: septiembre 2007
Alojzije Stepinac: El resto de su vida en la cárcel por no ceder al chantaje
Stepinac asumió la sede del Arzobispado de Zagreb el 7 de diciembre de 1937, en condiciones sumamente difíciles respecto de la religión, la sociedad, la política y la economía, tanto en Croacia como en todo el mundo. En la vorágine de los hechos bélicos, Stepinac, arriesgando su vida tanto ante los nazis como ante los comunistas, continuó luchando por el valor indudable de su nación croata, y al mismo tiempo se transformó en un luchador intrépido de los derechos fundamentales de cada hombre y cada nación, defensor de la verdad y de la moral, protector de todas las personas amenazadas, sin tener en cuenta su pertenencia nacional y religiosa.
Cuando llegó el nuevo gobierno, Stepinac continuó trabajando en forma impávida, según lo dictaba su conciencia. Los comunistas sabían que no podían acusarlo de nada, por lo que lo dejaron trabajar en las nuevas condiciones. Sin embargo, se decepcionaron cuando vieron que no podían ponerlo de su parte ni convencerle de separar a la Iglesia Católica en Croacia de la Santa Sede, aun después de quince meses de nuevo gobierno.
El 12 de junio de 1946 Stepinac fue detenido. Acusado de colaboracionismo con el régimen ustacha, se le preparó una farsa de juicio. El tribunal popular admitió 58 testigos en contra del acusado y sólo siete a su favor, pese a que la defensa había propuesto 35. Uno de los siete era un serbio ortodoxo, Milutin Radetic, director de la clínica universitaria de Zagreb, a quien, en la guerra, los ustacha habían apresado y condenado a muerte por haber prestado asistencia médica a partisanos. Se salvó de la ejecución por la intervención personal de Stepinac. Su testimonio no fue tenido en cuenta por los jueces, que lo expulsaron de la sala llamándolo “clero fascista”. Parecida suerte corrieron los otros testigos favorables. Poco después, Radetic perdió su puesto en la clínica.
El 11 de octubre Stepinac fue condenado a 16 años de trabajos forzados y cinco de privación de los derechos cívicos. Fue enviado a un campo de prisioneros en Lepoglava. Los carceleros no se atrevieron a imponer al arzobispo los trabajos que mandaba la sentencia: sabían que era un símbolo de la nación croata y cualquier violencia contra él podría provocar una revuelta por parte de los demás presos. Por ello, le mantuvieron encerrado en una celda pequeña, sin apenas ventilación.
En 1951, el arzobispo estaba muy enfermo. La presión internacional logró por fin que fuera dejado bajo arresto domiciliario. Estrechamente vigilado, permaneció recluido en la parroquia de Krasic hasta su muerte.
Aislado, Stepinac consiguió sin embargo hacer llegar su voz a numerosas personas a través de una abundante correspondencia. Durante los ocho años que pasó en Krasic, escribió más de cinco mil cartas. En algunas empleaba un tono especialmente enérgico, cuando tenía que exhortar a sus sacerdotes a resistir las presiones de los mandos políticos para que se sumaran a las asociaciones de clérigos controladas por el régimen. Veía el daño que tales manejos causarían a la catolicidad y unidad de la Iglesia, que para él era lo más sagrado.
Aunque rogaba a los destinatarios que destruyesen sus cartas, algunos las conservaron. Quizá lo más llamativo en la correspondencia de Stepinac está en sus referencias a los guardianes: rezaba por ellos constantemente. El proceso de beatificación ha confirmado que en los escritos del cardenal no se ha encontrado una palabra de resentimiento contra sus perseguidores.
En 1952, Pío XII anunció su decisión de hacer cardenal a Stepinac. El régimen yugoslavo reaccionó rompiendo las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Sin embargo, el Papa hizo efectivo el nombramiento al año siguiente.
El 5 de diciembre de 1959, Stepinac envió una carta al gobierno yugoslavo en la que hacía constar los malos tratos de que había sido objeto. En ella escribió: “Los guardias pueden continuar vigilándome, según vuestras instrucciones, para hacerme la vida imposible. Yo, con la gracia de Dios, seguiré adelante hasta el final, sin odiar a nadie, pero sin miedo de nadie”. Murió dos meses después, el 10-II-1960. Para evitar que se encontraran pruebas que apoyaran los rumores de envenenamiento, se destruyeron las vísceras del cadáver. En 1996, los restos fueron exhumados y analizados por especialistas de la Congregación para las Causas de los Santos, que hallaron restos de veneno en sus huesos. Este descubrimiento fue el motivo de que la Congregación declarara mártir a Stepinac el 11-XI-1997.
El 14 de febrero de 1992, el Parlamento de la nueva Croacia independiente decidió por unanimidad rehabilitar la memoria del Card. Stepinac, junto con los demás condenados en los procesos políticos de aquella época, incluidos comunistas que fueron víctimas de las purgas. Sobre Stepinac, el Parlamento afirmó que el cardenal “fue condenado, pese a ser inocente, porque había rehusado realizar el cisma eclesial que le ordenaban los gobernantes comunistas”, y “porque actuó contra la violencia y los crímenes de los gobernantes comunistas, como había hecho durante la II Guerra Mundial para proteger a los perseguidos, con independencia del origen étnico y de las convicciones religiosas”.
El Cardenal Alojzije Stepinac fue beatificado el 3 de octubre de 1999 por Juan Pablo II, a sólo 38 años de su muerte. Fue un luchador incansable por la paz durante la Segunda Guerra Mundial, además de un valiente defensor de la dignidad del hombre y protector de la Iglesia en Croacia durante el régimen comunista. Juan Pablo II se ha referido a Stepinac llamándolo “baluarte de la Iglesia croata”, que “resistió el yugo del comunismo en nombre de los derechos humanos y de la dignidad cristiana”.
Jesús Sanz, “Lo peor de la pena de muerte “, PUP, 2.X.02
Hemos hablado aquí algunas veces de la pena de muerte como algo superado e innecesario, pero acto de justicia al fin y al cabo, para nada equiparable a actos gratuitos de homicidio como el aborto y la eutanasia. Lo que la hace repulsiva, sin embargo, son algunos usos que suelen rodearla. Tiene mucha razón Claudio Magris, en su reciente y jugoso artículo “Crimen y castigo (quizá)”, cuando afirma que “el brutal uso vigente en Estados Unidos de hacer que asistan a la ejecución de un asesino los parientes de su víctima es una barbarie sin nombre, que transforma la ejecución de una sentencia en una arcaica venganza tribal”. Si algo nos ha sacado de quicio en tantas películas sobre ejecuciones es, más que la muerte en sí del reo, el ver cómo se envilecen los familiares de las víctimas presenciando el acto, sin darse cuenta ellos quizá de su propio envilecimiento. Contemplar la muerte a sangre fría de una persona, por mucho que lo haya merecido, es una humillación añadida que, esa sí, no merece nadie aunque se trate del más despiadado de los asesinos, porque incluso éste sigue conservando su dignidad de ser humano. Hacer contemplar su muerte es como exhibirlo en su desnudez, obligarlo a prostituirse de alguna manera. Siempre recordaré la escena final de una famosa teleserie, donde el “malo” sostenía con frialdad la mirada de su enemigo tras hacerle asesinar por unos sicarios. No puedo evitar recordarlo cada vez que se repite la escena en una cámara de gas o en un patíbulo.
Admiramos a los Estados Unidos por sus conquistas en el terreno de las libertades individuales y los derechos civiles. Los admiraremos aún más cuando hayan superado del todo ciertos resabios de la ley de Lynch. Por lo demás, no se pierdan el artículo de Claudio Magris, mucho más profundo que todo esto. Lo encontrarán en “El País” del 30 de septiembre de 2002.
———————————— Crimen y castigo (quizá) CLAUDIO MAGRIS En un artículo publicado en Avvenire, Marina Corradi, partiendo de un reciente y clamoroso suceso de crónica negra -un homicidio cuyo autor declaró que no sabía por qué lo había cometido y pidió que se le perdonara-, se detiene en estas crecientes y precipitadas peticiones de perdón, que ocurren casi en el mismo momento del cumplimiento del acto criminal o inmediatamente después. Ya hace unos años, en un artículo publicado en La Stampa, Lorenzo Mondo comentaba con dureza la ansiosa rapidez con la que tantos periodistas se abalanzan sobre los familiares de una víctima, quizá recién asesinada por un criminal aún sin identificar, preguntándoles si perdonan al culpable. Y al plantarles el micrófono delante de la boca, ‘algún pobrecillo, trastornado’, escribe Marina Corradi, ‘dice que sí’.
Cuanto más acostumbrados estamos y más insensibles somos al horror de la violencia, tanto más obligados nos sentimos a ser buenos y condescendientes, igual que las conveniencias sociales obligan a tener amplitud de miras. Matanzas terroristas y represalias se acogen como acontecimientos inevitables, hutus y tutsis se masacraron ante la indiferencia general, las atroces hecatombes de Pol Pot no turbaban a nadie y tampoco la visión de la política internacional con sus alianzas y estrategias; hoy a nadie le interesa saber si se bombardea a alguien en Afganistán o a quién; cualquiera de nosotros -como enseña Buñuel en su obra maestra El discreto encanto de la burguesía- iría tranquilamente a cenar, estrechando sus manos objetivamente manchadas de sangre, con los dirigentes de la fábrica de pesticidas perteneciente a la multinacional norteamericana Union Carbide, que provocó, como recordaba el Corriere el pasado 10 de julio, entre 16.000 y 30.000 muertos en Bhopal, India, negándose a tomar las medidas necesarias previstas por la ley. ¿Es también ésta una forma de inconsciente y apresurado perdón? Quizá habría que releer Los hermanos Karamazov, cuando preguntan a Aliosha, el hombre de la fe en Dios, si Dios puede perdonar al general que ha ordenado a sus perros despedazar a un niño. Él responde desesperado: ‘No, no puede’.
Por otra parte, la creciente insensibilidad ante matanzas masivas se transforma de golpe, ante cualquier caso individual exagerado por los medios de comunicación, en un forzado impulso caritativo. Todos quieren comprender, mostrarse buenos, perdonar: cualquier atracador puede convertirse en el buen ladrón sobre la cruz, que se dispone a ir al cielo, y cualquier oveja descarriada pretende recibir una comida y un tratamiento mejores que los que se reservan a las otras ovejas que se han abstenido de cometer cualquier mala acción.
En esta actitud está la intuición de una profunda verdad y está a la vez su parodia. El pecador derrotado y arrepentido debe interesarnos más que el hombre justo, porque tiene más necesidad de nuestra ayuda, igual que el enfermo la necesita más que el sano. El rescate, físico y moral, de una persona, su resurrección, son lo más importante del mundo; siempre hay que creer que son posibles, aun en las circunstancias más oscuras y contra cualquier evidencia, porque el sentido de nuestra vida, suponiendo que exista alguno, es esperar aun cuando todo parezca inducirnos, con los motivos mejor fundados, a la desesperación. Por eso hay que ayudar a una persona a resucitar, y la mejor ayuda es creer en ella cuando todo impulsa a lo contrario.
Muchos autores de actos criminales parecen inmediatamente después asombrados de haberlos cometido. También este sentimiento, cuando no se usa fraudulentamente para sustraerse a la propia responsabilidad, puede ser verdadera y auténticamente vivido.
El mundo entero, exterior e interior, está en un equilibrio pavorosamente inestable y, como dice el proverbio judío, puede quedar destruido de la noche a la mañana.
Todo puede ocurrir, en cualquier momento. Igual que la muerte física puede abatirse sobre nosotros en un instante, también la espiritual puede cogernos por sorpresa; igual que un conjunto de elementos contribuye a engrosar y hacer que estalle una aorta, así un cúmulo de circunstancias, casualidades, emociones y reacciones hace que salten las bisagras de la razón y de las pulsiones y la mano puede encontrarse golpeando antes de que el cerebro se dé realmente cuenta de haber dado esa orden delictiva.
Semejante conciencia melancólica de nuestra inaudita fragilidad debe alimentar la piedad y la caridad: a Raskolnikov, el protagonista de Dostoievski, hay que entenderle en el drama, a la vez conmovedor y trágicamente estúpido, como cualquier seducción del mal. Pero entender no quiere decir consentir con indulgencia: a través del amor de Sonia, Raskolnikov se arrepiente y acepta, también interiormente, la expiación de su culpa en prisión.
Hoy, a menudo, se considera al culpable -que ciertamente también es víctima de sí mismo o de los sufrimientos e injusticias sufridas que le han extraviado- casi como si fuera la única víctima y se le compadece y mima más que a quien ha sufrido su violencia. Hace años era algo bueno y justo llevar a la cárcel en Navidad paquetes de regalo a los asesinos de Aldo Moro y de su escolta, pero no era tan bueno ni tan justo olvidar, en esta hermandad navideña que debería abrazar a todos y por lo tanto a inocentes y culpables, a las familias de los militares asesinados, que no porque sus seres queridos no hubieran asesinado a nadie tenían menos derecho al panettone.
Si el culpable es un hombre al que hay que tratar con dignidad, no lo es menos quien no ha cometido crímenes. Hace muchos años, el autor de un homicidio, arrepentido y que salió enseguida de la cárcel por su preciada obra de colaboración con la justicia, se casó y tuvo, como es justo en este día esencial en la vida de una persona, su ceremonia en la iglesia y su fiesta. Pero me pareció excesivo que celebrando su boda hubiera seis sacerdotes y no uno, igual que ocurre con los comunes mortales sin antecedentes, que no deben ser tratados mejor, pero tampoco peor que quien ha violado la ley. La involuntaria parodia, por otra parte, es cada vez más una característica de nuestra sociedad y a veces es difícil distinguir una exaltación de una tomadura de pelo.
El perdón, escribe Marina Corradi, no puede pedirse ni darse a toda prisa; requiere reflexión, arrepentimiento, conciencia, análisis de las acciones cometidas. Pero sobre todo, el perdón no debe tener nada que ver con la justicia y su proceder.
El perdón concierne a la vida mortal, a la capacidad interior de superar estados y dictados del alma, dolor desgarrador y furioso, rencor: es un proceso espiritual difícil que deben cumplir, para ser real, ambas partes, quien lo pide y quien lo da. Todas estas cosas nobilísimas no tienen nada que ver con la ley, que sólo tiene que comprobar los hechos, encontrar los posibles agravantes, calificarlos jurídicamente y aplicar las correspondientes sanciones previstas por el Código Penal. Estas últimas deben prescindir totalmente del perdón concedido o no por la víctima o, peor aún, por sus parientes: sería una locura que una sentencia dependiera de su ánimo más o menos generoso o rencoroso, de su educación, de su historia noble o mezquina. Mezclar las razones de la ley con las de los sentimientos o los estados de ánimo es una mezcla letal, que envenena la justicia y la vida: es una barbarie mafiosa.
Además, nadie puede perdonar, ni siquiera moralmente, los agravios infligidos a otros, aunque fuera un hijo, porque éste último no es un objeto del que el padre o la madre puedan disponer, igual que se puede perdonar a alguien que nos ha roto un jarrón muy valioso.
Uno puede perdonar al asesino de su hijo sólo por la parte que le compete, por el dolor que esa muerte le ha producido, pero no tiene ningún título para perdonar o no la muerte de su hijo.
Los lazos afectivos son fundamentales en la vida, pero irrelevantes en la ley: el brutal uso vigente en Estados Unidos de hacer que asistan a la ejecución de un asesino los parientes de su víctima es una barbarie sin nombre, que transforma la ejecución de una sentencia en una arcaica venganza tribal.
Perdonar sirve de poco a quien se perdona, que permanece -si aún le queda una pizca de conciencia- con el peso del delito cometido y de su propia debilidad; sirve más a quien perdona y se libera así de esa maraña de rencor, de furia también perjudicial para uno mismo, de obsesión que contamina al alma ansiosa de venganza.
‘Sólo cuando puedes volver a reír’, decía un cartel que vi hace muchos años pegado a la puerta de la catedral de Lima, ‘has perdonado de verdad’.
Angel García Prieto, “Dedicación y transmisión de valores a los chicos”, PUP, 7.III.02
Una de las razones que se pueden aportar al debate que plantea el problema de la conducta de los jóvenes en las escuelas y en la calle, es que los chicos se sienten cada vez más solos. Se han hecho múltiples estudios sociológicos en países muy adelantados y una de las causas que se esgrimen es que los padres, por razones laborales o de otro tipo, tienden a dedicar menos tiempo a sus hijos y que los chicos se sienten solos. Diversos estudios norteamericanos, hechos con poblaciones de niños y jóvenes entre los años 1980 y 1990 ven aumentos de cifras de fracaso escolar, delincuencia juvenil, embarazos precoces, a pesar de que los ingresos económicos del hogar por niño aumentaron. Se alcanzaron cifras record de malestar infantil, que despertaron la preocupación social. Así, una encuesta publicada en 1991 por la revista “Time”, afirmaba que al 60% de los jóvenes estadounidenses le gustaría dedicar a sus hijos más tiempo del que ellos recibieron de sus padres, pues, como afirmaba el profesor Louv en “La niñez del futuro”, la autonomía de que disponían los niños, “más que a la educación en la libertad, se acercaba al abandono”.
Los hijos requieren una dedicación, un consejo, un apoyo, una seguridad y necesitan saber que tienen la retaguardia asegurada. Y que en un momento determinado, cuando tengan dudas o problemas de algún tipo, hay alguien querido y cercano que les ayude a sobrellevarlos. Esto es absolutamente fundamental, pues es imprescindible la función de la familia, aunque ésta sea vicaria, porque la familia no siempre puede ser el padre y la madre; y hay familias monoparentales por viudedad o por separación… Es muy importante siempre que las personas se puedan sentir valoradas en su justa medida, lo que adquiere característica de auténtica necesidad durante la adolescencia, en la que la inseguridad producida al abandonar la niñez determina una vivencia de precariedad que puede llegar a ser agobiante y muy destructiva. El peor de los chicos tiene un valor enorme como persona que es, y eso hay que dejárselo siempre muy claro.
En el ambiente enmarcado dentro de la “Década de Niño”, como fue el de los años noventa y tras la convocatoria de las Naciones Unidas de la “Cumbre Mundial de la Infancia”, una comisión de personalidades políticas, médicas, educativas y empresariales, de los Estados Unidos publicaron un “Código Azul” en el que se dicen muchas cosas sobre la situación de la juventud de aquel país. Con los datos de ese informe, Willian J. Bennett, entonces secretario de Educación, pronunció un discurso en la Universidad de Notre Dame (Indiana) en el que entre otras muchas cosas dijo que “la crisis no se limita, como algunos creen, a comunidades azotadas por la pobreza y el crimen sino que afecta a millones de adolescentes de todos los barrios a lo largo de la nación”. Para ilustrarlo apuntaba estadísticas: una de cada diez adolescentes embarazadas, con más de 400,000 abortos anuales, duplicación de suicidios y un número treinta veces mayor de muchachos detenidos en comparación con las cifras de tres décadas anteriores. “Demasiados chicos norteamericanos son víctimas del fracaso parcial de nuestra cultura, de nuestros valores y de nuestras normas morales: drásticas alteraciones en la composición de la familia, un diálogo escaso y débil entre la gente joven y los adultos, degradación de los vecindarios tradicionales y así sucesivamente.” –decía.
Su discurso no era un lamento, pues apuntó soluciones, como éstas: “En los últimos años hemos hecho un trabajo razonablemente bueno enseñando a nuestros hijos virtudes delicadas como la tolerancia, la comprensión, la propia estima y la sensibilidad. Y eso está muy bien. Pero creo que todavía nos perdemos en discusiones inútiles sobre la necesidad de enseñar virtudes fuertes como la disciplina y el dominio de sí, la responsabilidad individual y cívica, la perseverancia y la laboriosidad. Y añadía: “Así es como se configura el carácter de una sociedad: mediante la moralidad individual, que acumula un capital social de generación en generación, en beneficio de nuestros hijos. Las convicciones privadas son una condición del espíritu público. Pero hay que renovar continuamente la inversión en convicciones privadas: han de hacerlo los adultos. Esa es nuestra misión”.
Angel García Prieto, “Vencer el sufrimiento, no conseguir la inmortalidad”, PUP, 18.V.01
La investigación médica de los últimos tiempos está consiguiendo resultados diagnósticos y terapéuticos magníficos y todavía es mayor la esperanza que se abre para el futuro casi inmediato. Prácticamente se han erradicado la mayoría de las infecciones, se han logrado avances enormes en las enfermedades cardíacas e incluso el hasta ahora inexpugnable cáncer está experimentando un cambio sustancial, con curaciones que superan ya la mitad de los casos.
La investigación sobre el genoma humano abre unas perspectivas muy luminosas, hasta el punto de que merezca comentarios tan eufóricos como el de William Haseltine , presidente del Human Genoma Sciencies, que manifestaba: “la muerte es una serie de enfermedades evitables”. Nadie dice que la inmortalidad es el objetivo de la medicina – ya Zeus castigó con la muerte al gran médico Asclepío (o Esculapio), hijo de mujer y del dios Apolo, por pretender la eternizar la vida de sus enfermos -, pero si parece influir en los planes de la ciencia médica. La idea de un progreso indefinido se enfrenta a la valoración de los cuidados paliativos de los enfermos crónicos o terminales. No hay que olvidar que en determinadas situaciones la medicina tiene que cuidar y no pretender erradicar la muerte.
“La comunidad científica debería ver su enemigo en la muerte prematura, no en la muerte en sí. El objetivo no debe ser aumentar la longevidad indefinidamente, sino permitir una vida suficientemente larga, que abarque desde la infancia hasta la vejez. Después, la prioridad ha de ser cuidar, no curar”, dice Daniel Callahan, del Hastings Center -institución de investigación bioética – el Internacional Herald Tribune del 6 de abril pasado.
Impedir la muerte no es una meta razonable. Lo sensato es luchar contra la enfermedad crónica, las deficiencias psíquicas y físicas y la invalidez. Estos son los grandes enemigos. La muerte tiene que llegar y la medicina debe ayudar al hombre a enfrentarse a ella en unas condiciones físicas mejores, cuidando a la persona para dar ese último paso en la vida de una manera que pueda afrontarse con la madurez y dignidad más propias del hombre.
Angel García Prieto, “Un 30% de las niñas de 10 años adopta medidas para perder peso”, PUP, 20.IV.01
Ni siquiera han traspasado el umbral de la adolescencia y ya están pensando en tener un cuerpo perfecto. Un estudio publicado en la última edición de la revista “Journal of Health Promotion” acaba de poner de manifiesto cómo las niñas de tan sólo 10 años interiorizan el culto al cuerpo, aún presente en los medios de comunicación, y deciden hacer dietas, incluso aunque estén en su peso normal. Como es sabido, los trastornos de la conducta alimentaria – la anorexia y la bulimia sobre todo – son una procupación social por su extensión entre los adolescentes. Estas dos enfermedades afectan mucho más a las chicas que a los varones, aunque éstos en una mínima parte también pueden ser víctimas activas del trastorno.
Son varios los factores que hacen de estas afecciones una auténtica epidemia, entre ellos cabe destacar la moda y la exageración de la estética corporal. Por eso, en la misma línea psicopatológica – aunque en el fondo pueda haber otros factores biológicos que los diferencien- comienza a aparecer entre los chicos una obsesiva actitud ante el propio cuerpo, que lleva a una actividad atlética desenfrenada y a la percepción equivocada de su corporalidad.
Se trata de lo que se comienza a denominar “vigorexia”. Un afán morboso de conseguir fuerza, vigor, formas atléticas, a costa incluso de otras cosas mucho más importantes, como la relación con los demás, el rendimiento laboral o escolar, la salud…Conformando un cuadro clínico en todo similar a la anorexia, en el que el enfermo se ve enclenque, a pesar de su normalidad o incluso de su inmejorable estado físico. Y esto le lleva al uso inmoderado de la gimnasia, los anabolizantes y, en general, unos hábitos de vida desmesurados y patológicos, en los que un afán obsesivo de perfección lo tiñe todo.
Como para la anorexia y la bulimia, enseñar a los chicos, en la familia y en la escuela, a afrontar con actitudes críticas esos inadecuados modelos actuales de delgadez en las jóvenes y de culturismo en los muchachos será siempre una de las mejores medidas de prevención.
Angel García Prieto, “Un mapa de la felicidad matrimonial”, PUP, 8.I.01
La prestigiosa revista norteamericana Newsweek, en su número de 26.IV.99, publica un reportaje sobre los estudios que está llevando a cabo John Gottman, psicólogo del laboratorio de Investigación de la Familia de la Universidad de Washington. Este investigador lleva años buscando las claves del éxito conyugal y ha publicado un libro – The Seven Principles for Making Marriage Work – que explica el resultado de los estudios y es un mapa científico de la felicidad matrimonial. Golttman, para su estudio, partió de la consideración de que los trabajos psicológicos sobre los matrimonios casi siempre se establecían en torno al análisis de los fracasos y problemas. Y decidió lanzarse a la investigación de los motivos que hacen que las parejas vayan bien. El psicólogo – de 56 años de edad – reconoce que sus resultados no tienen la categoría de datos empíricos sólidos, pero sirven para entender las conductas y ayudan a otras parejas a encontrar su felicidad matrimonial. Insiste en la idea de que la construcción de “una casa con buenos cimientos matrimoniales” pasa por apreciar lo mejor del otro, compartir las obligaciones domésticas y el cuidado de los hijos. Las parejas felices son las que saben, además de ser esposos, ser padres y vivir compartiendo las obligaciones hacia ellos. Aceptar los rasgos de carácter que no van a cambiar nunca en el otro y amarse por lo que tienen en común y lo que les hace complementarios, es otra de las fórmulas magistrales que aporta. Las riñas no son las razones principales del enfriamiento conyugal. Los auténticos demonios son la indiferencia, el desprecio, la crítica, el encerramiento en sí mismo y la actitud defensiva frente al otro. Gottman señala, además, que hay dos épocas delicadas durante el matrimonio, pues existe un elevado número de divorcios después de una media de 5,2 años de matrimonio y otro pico estadístico después de pasados 16 a 20 años. Otra apreciable observación es que las parejas felices se esfuerzan en no dejarse desbordar por los conflictos que siempre surgen. El sentido del humor, la distensión momentánea ante la riña, son muy útiles para evitar entrar en una dinámica de discusión de complicada salida. Tampoco se debe caer en el tópico de aceptar que la relación entre el hombre y la mujer debe partir de mundos emocionales muy distintos. Según sus estudios, estas diferencias de género puede contribuir a que haya problemas, pero no son su causa. Prácticamente el mismo número de mujeres que de hombres entrevistados estuvieron de acuerdo en que la amistad dentro de la pareja es el factor más importante de satisfacción matrimonial.
Ignacio Sánchez Cámara, “La autonomía contra la vida”, ABC, 22.VII.02
El Tribunal Constitucional ha concedido amparo a unos padres, testigos de Jehová, que habían sido condenados por no oponerse a la negativa de su hijo de trece años a aceptar una transfusión de sangre, decisión que le costó la vida. El Tribunal estima que se ha violado el derecho fundamental a la libertad religiosa. Los legos en Derecho, a pesar de todo mayoría, tienden a extremar las consecuencias de las sentencias, pues, aunque éstas sientan jurisprudencia, sólo lo hacen para los casos semejantes al juzgado. El Tribunal no ha fundamentado un derecho a dejar morir por razones religiosas sino sólo ha concedido el amparo a unos padres cuyo hijo se negaba a recibir la transfusión. En general, es fácil compartir la idea de que alguien no vaya a la cárcel por obrar conforme a sus creencias religiosas, y la de elevar a tan alto rango el valor de la religión, aunque tal vez algo disfrazado de autonomía individual, concesión a los tiempos, y también su negativa a convertir la vida en valor absoluto. Aunque la aplaudan algunos progresistas, la sentencia quizá sea poco progresista. Mejor para ella.
La decisión parece estimar que la libertad religiosa se encuentra por encima del deber de proteger la vida. Considera que, ante la decisión del menor de no recibir la transfusión, la conducta de los padres no es ilícita. Este planteamiento resulta difícil de conciliar con el Código Penal y sitúa la autonomía del menor en un rango excesivamente alto, pues si puede decidir acerca de su vida, no resultará muy fácil excluir la posibilidad de que, por ejemplo, elija el tipo de educación que debe recibir o disfrute de otras muchas facultades que le niega el Derecho. La sentencia parece fascinada por el principio de autonomía. Precisamente por eso, puede abrir la puerta a la tolerancia de prácticas antijurídicas, pero exigidas por algunas religiones. ¿Qué argumentos podremos oponer a la ablación del clítoris de una menor tolerada por la víctima o a los sacrificios humanos consentidos? Máxime cuando la sentencia, no sin cierta extravagancia, incluye la negativa a la transfusión dentro de las facultades que confiere el derecho a la integridad física. La tolerancia frenética termina por devorarse a sí misma y el progresismo exacerbado suele conducir a posiciones retrógradas. Por otra parte, ¿qué medidas cabrá adoptar en defensa de un menor, pero en contra de su voluntad, después de una sentencia que sitúa su autonomía por encima de la protección de su vida? Cuando un deber choca con un derecho, el primero suele prevalecer sobre el segundo. Y en este caso ha prevalecido el derecho, de un menor, a la libertad religiosa, sobre el deber de conservar su vida.
Ignacio Sánchez Cámara, “Vida y libertad religiosa”, ABC, 27.VII.02
El lunes pasado publiqué en estas páginas un comentario sobre la sentencia del Tribunal Constitucional que concedía el amparo a unos padres, testigos de Jehová, que no habían autorizado la transfusión de sangre a su hijo menor, que falleció como consecuencia. El día siguiente, el «Diario Médico» publicaba una información que desmentía la interpretación general que se había hecho de la sentencia. Temiendo que mi comentario hubiera podido resultar sesgado por esa interpretación dominante, analicé el texto de la sentencia. Después de la lectura, mantengo en líneas generales, y salvo algún matiz, la tesis fundamental de mi artículo. Pienso que la sentencia del Constitucional concede un valor excesivo a la autonomía de un menor, incluye la negativa a la transfusión dentro del contenido del derecho a la integridad física y, sobre todo, hace prevalecer de hecho la libertad religiosa de los padres sobre el derecho a la vida y a la salud del menor y permite exceptuar la aplicación de preceptos del Código Penal por motivos de conciencia.
El argumento decisivo, si no me equivoco, parte de que los padres no se opusieron a la transfusión cuando fue ordenada por el juez, aunque tampoco la autorizaron ni obligaron a su hijo a someterse a ella. Esta circunstancia, dada la condición de testigos de Jehová de los padres y del hijo, y el hecho de que éste se opusiera, inclinan al Tribunal a estimar el amparo, pues obligar a los padres a algo más habría violentado su derecho a la libertad religiosa. Es verdad que no se trata, pues, de una preferencia sin más de la libertad religiosa sobre el derecho a la vida. El conflicto se da entre la condición de los padres de garantes de los derechos del menor y su derecho a la libertad religiosa. Pero esto, con ser verdad, no rebasa la condición de mera estratagema jurídica, pues la consecuencia del amparo es que prevalece la libertad religiosa sobre el deber de garantizar el derecho a la vida del hijo, con lo que, en definitiva, prevalece la libertad religiosa sobre la vida del menor. Si no, ciertamente, en general, sí en el caso juzgado.
El titular del «Diario Médico» afirma: «El TC no ha supeditado la vida del menor a la libertad religiosa». De la lectura de la sentencia cabe deducir que, en general, no, pero sí en el caso juzgado, pues los padres, por ser testigos de Jehová, no estarían obligados a forzar a su hijo a aceptar la transfusión. El Constitucional estima que no pueden ser condenados por el delito de homicidio por omisión ya que acataron la orden judicial de practicar la transfusión, pero, a la vez, hay que recordar que, antes de ella, se habían opuesto y después se negaron a convencer y a obligar al menor. Lo decisivo es que si los padres no hubieran sido testigos de Jehová, sí habrían sido condenados. Es el hecho de profesar una determinada creencia religiosa lo que, según el Constitucional, les hace acreedores al amparo. Algo que para cualquier persona sería delito, deja de serlo para un testigo de Jehová. Me temo que el principio de legalidad penal y el valor del derecho a la vida se resientan algo en una sentencia que, por otra parte, recoge una tesis anterior del mismo Tribunal que afirma que «el derecho fundamental a la vida tiene un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte». Al parecer, uno no tiene derecho a matarse, pero sí a dejarse morir, aunque se tengan trece años. Pido disculpas al lector por la insistencia, pero creo que el asunto lo merece.
Juan Manuel de Prada, “Misioneros”, ABC, 26.III.01
A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que, después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y las epidemias más feroces, para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas, como alumbradas por unas convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto. Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro duros y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y consuelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan. También habían velado la agonía de muchos niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto? «Un día descubrí que Dios no era invisible –recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras–. Su rostro asomaba en el rostro de cada hombre que sufre». Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino: «Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo». Y así se fueron al África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban extenuando sus últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía ligeras de equipaje, para llevarse tan sólo su envoltura carnal, porque su alma acérrima y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían entregado su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una partida de guerrilleros incontrolados.
Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio, enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo.