“Promover anticonceptivos no reduce embarazos de adolescentes”, Aceprensa, 12.III.02

El gobierno se propuso reducirla a la mitad para el año 2010. Con este fin facilita el acceso de las jóvenes a anticonceptivos, principalmente mediante los centros de planificación familiar. Tal método es “completamente erróneo y descaminado”, según concluye un estudio publicado en la revista Journal of Health Economics (4-III-2002). Los investigadores han descubierto que hay más embarazos de adolescentes donde más se difunden los anticonceptivos.

Pocos días antes, el gobierno publicó la estadística nacional de embarazos precoces correspondiente al año 2000. La tasa total ha bajado de 44,7 embarazos por mil menores de 18 años en 1999 a 43,6 por mil el año siguiente. Pero entre las más jóvenes (menos de 16 años) ha habido una subida del 8,2 al 8,3 por mil.

El estudio anteriormente citado aporta otros matices de interés sobre la cuestión. Realizado durante 14 años en 16 regiones del país, compara la tasa de embarazos y la promoción de anticonceptivos entre las jóvenes. Resulta que entre una y otra cosa hay proporción directa. Por ejemplo, en el noreste el índice anual de visitas a los centros de planificación familiar entre las chicas de 13-15 años es elevado: 45 por mil. Allí, la tasa de embarazos entre las jóvenes de las mismas edades es del 11 por mil, notablemente superior a la media nacional. En cambio, en Oxford las visitas a los centros de planificación están en el 26 por mil anual, y los embarazos, en el 6 por mil.

El profesor David Paton (Nottingham University Business School), coordinador del estudio, ofrece una explicación: “Aunque es posible que la planificación familiar consiga que las adolescentes sexualmente activas tengan menor probabilidad de quedar embarazadas, parece que a la vez favorece un aumento del número de chicas que inician relaciones sexuales” (Daily Telegraph, 4-III-2002). Esto, concluye, arroja serias dudas sobre la eficacia de la política oficial.

Gonzalo Herranz, “Ética médica y píldora del día después”, Diario Médico, 4.IV.01

El autor se refiere al mecanismo de acción de la llamada píldora del día después y se asombra de la nube de ignorancia que rodea a su efecto antinidatorio, precisamente en el tiempo de la medicina basada en la evidencia. En otro artículo que se publicará mañana en la sección de Normativa el profesor Gonzalo Herranz analizará el consentimiento informado en la prescripción de este producto. La reciente aprobación por la Agencia Española del Medicamento de la comercialización del levonorgestrel en la forma farmacéutica de píldora del día después (pdd) es un asunto que plantea problemas ético-médicos y deontológicos nada triviales y merecedores de comentario.

El mecanismo de acción de la pdd incluye un componente de significado ético fuerte: impide la anidación y, con ello, el desarrollo del embrión hu-mano. Sabemos que lo hace, pero ignoramos cuántas veces los hace. En consecuencia, recetar el médico o tomar la mujer la pdd son acciones con fuerte carga de responsabilidad, en las que juegan un papel muy relevante factores de dos órdenes: uno que podríamos asignar al área de la ética biológica; el otro, al de la ética profesional. El factor ético-biológico consiste en saber qué es lo que ocurre en el organismo de la mujer cuando hace uso de la pdd: sólo sabiéndolo no daremos palos de ciego y será posible actuar con conocimiento y racionalidad. El factor ético-profesional consiste en analizar, a la luz de los principios de la deontología médica, qué requisitos -de información no sesgada, de respeto por las personas y sus convicciones morales- habrían de exigirse para que un médico pueda prescribir la pdd.

Mecanismo de acción en la penumbra ¿Qué sabemos de la pdd? Aquí, la pregunta no se refiere primariamente a su eficacia y seguridad, a sus interacciones: de eso sabemos suficiente. Se refiere a su mecanismo de acción, del que necesitamos saber y hablar más.

Es casi rutinario decir que la pdd ejerce un efecto diverso y multifactorial, que depende de la relación temporal que se dé entre el momento de la ingestión del producto y el día del ciclo menstrual o el tiempo transcurrido desde la relación coital. En la versión oficial de los hechos, se dice que la pdd puede inhibir la ovulación o, a través de sutiles perturbaciones de la función del eje hipotálamo-hipófisis-ovario, retrasarla; que puede modificar la textura del moco cervical y volverlo impracticable para los espermios; que puede enlentecer la motilidad tubárica y con ella el transporte de los gametos; que puede debilitar la vitalidad de los espermios y del ovocito y mermar su capacidad de fecundarse; o que, en fin, puede alterar el endometrio y hacerlo refractario o menos receptivo a la implantación del huevo fecundado. Es decir, unos cambios son contraceptivos porque inhiben a la fecundación; otros, en cambio, operan después de ésta y han de ser tenidos como interceptivos o abortivos muy precoces.

Qué parte juega cada uno de esos factores, y particularmente ese último y decisivo efecto antinidatorio de la pdd, en el resultado neto final de que nazcan menos niños, nadie se ha propuesto dilucidarlo. La cosa, importante como es, permanece envuelta en una tenaz nube de ignorancia. Sorprende que una cosa así ocurra en el tiempo de la medicina basada en pruebas, tiempo en que, en farmacología clínica, se hila muy fino y no están bien vistas ni la ignorancia ni la indeterminación. Disponemos sólo de estimaciones indirectas, aunque relativamente fiables, que permiten concluir que, aun dada a tiempo, la pdd no inhibe la ovulación siempre; que, a pesar de los cambios que induce en el moco cervical, la pdd no impide que los espermios pasen en cantidad disminuida, pero suficiente, a la trompa; y que el efecto antinidatorio endometrial juega un papel, decisivo aunque no cuantificado, en la eficacia del tratamiento.

Claridades y ambages Una situación así obliga a actuar en la duda, con menos datos de los necesarios, lo cual crea conflictos. Con razón, quienes profesan un respeto profundo a todos los seres humanos sin excepción, estiman que jamás uno de ellos puede ser expuesto al riesgo próximo de ser destruido, aunque ese riesgo no esté cuantificado. Basta con que la pdd sea de hecho capaz de privar de la oportunidad de vivir al embrión humano para que sea condenable. Quienes no profesan aquel respeto prefieren negar el problema ético valiéndose de ciertos cambios del lenguaje. Para ellos, mudar el nombre de las acciones transmuta su moralidad. Afirma un editorial del New England Journal of Medicine: “…aun cuando la contracepción de emergencia actuara exclusivamente impidiendo la implantación del zigoto, no sería abortiva”. Pero no se nos dice qué es. Quebrar la vida de un ser humano, por minúscula que sea la víctima, es algo que merece ser llamado de alguna manera. Impedir la implantación del embrión humano es un hecho de notable importancia ética que no se puede volatilizar por el fácil expediente de dejarlo sin nombre. Su sustancia moral no desaparece aunque se recurra a la redefinición de gestación y concepción que hace años pactaron la OMS, la ACOG, la FIGO y las multinacionales del control de la natalidad. Pero la tal redefinición no es de recibo: a ella se vienen resistiendo año tras año, con una tenacidad sensata, muchos hombres y mujeres de buena voluntad, las sucesivas ediciones de los diccionarios generales y médicos, y los libros de embriología humana.

De todas formas, aun en medio del ocultamiento y la indeterminación, no faltan quienes, superado todo escrúpulo ético ante el aborto y la contracepción dura, se manifiestan con sincera franqueza. Un par de muestras: en la versión española, pero curiosamente no en la inglesa, de la página del Population Council en internet, se lee: “Lo que hacen las píldoras anticonceptivas de emergencia y las minipíldoras de emergencia es, principalmente, modificar el endometrio (la capa de mucosa que recubre el útero), para así inhibir la implantación de un huevo fecundado”. Y Emile Etienne Baulieu acuñó el concepto de contragestivos para agrupar junto a la RU-486 (la píldora abortiva que él había diseñado) los métodos de control de la fertilidad que son abortivos muy precoces, como los dispositivos in-trauterinos, la contracepción hormonal a base de gestágenos y la contracepción postcoital. “De hecho -afirmó en su discurso al recibir la Medalla Lasker- la interrupción posterior a la fecundación, que tendría que ser considerada como abortiva, es algo que está a la orden del día […] Por esa razón, hemos propuesto el término contragestión, una contracción de contra-gestación, para incluir en él la mayoría de los métodos de control de la fertilidad”.

Eso es hablar claro y sin tapujos. La evolución histórica de la contracepción ha seguido una trayectoria bien definida: de la anovulación a la intercepción, del ovario al endometrio, de antes de la fecundación a después de ella. El modo, lugar y tiempo de su actuación han ido cambiando en los últimos 45 años. Pero se sigue hablando de contracepción, como si nada hubiese ocurrido.

El médico que profesa un profundo respeto a la vida y que no ignora el efecto antinidatorio de la pdd rehusará prescribirla, para lo que no necesita, a la vista de los términos que constan en la reciente autorización del levonorgestrel, recurrir a la objeción de conciencia. Pero, si un día se incluyera la pdd entre las prestaciones de las aseguradoras privadas o del Sistema Nacional de Salud, el médico podría presentar objeción de conciencia a su prescripción, al igual que lo hace ante el aborto de embriones y fetos de mayor edad.

Etica médica y píldora del día después (II) El profesor D. Gonzalo Herranz comentaba ayer en DIARIO MEDICO la nube de ignorancia que rodea al efecto anidatorio de la llamada píldora del día después. En este segundo artículo, el autor destaca la importancia de una información completa en la prescripción de este producto y la obligación deontológica del médico de respetar las convicciones de la paciente, a quien no puede imponer su opinión.

Aunque es altamente cuestionable que la píldora del día después (pdd) pueda considerarse como un medicamento convencional, de momento en España ha de prescribirse y dispensarse como si de un medicamento genuino se tratara. El farmacéutico sólo podrá dispensarla cuando la haya recetado un médico.

Conviene, pues, preguntarse qué normas deontológicas son especialmente pertinentes al caso. Son dos los artículos del vigente Código de Etica y Deontología Médica que, a mi parecer, las contienen.

El artículo 25 del Código de Etica y Deontología Médica dice que “el médico deberá dar información pertinente en materia de reproducción humana a fin de que las personas que la han solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad”. El código declara que la información sobre la reproducción humana es un área privilegiada, especial. En nuestro caso, impone al médico, en especial al ginecólogo y al médico general, el deber de informar sobre la pdd no de modo rutinario, sino cualificadamente, pues la información que dan a quienes le preguntan ha de servirles a éstos para tomar decisiones con conocimiento suficiente y con suficiente responsabilidad. Tal información ha de ser objetiva, inteligible, adecuada.

Información éticamente significativa Con datos parciales, oscuros o sesgados no puede llegarse a decisiones responsables. Es criterio general que el consentimiento del paciente no sería genuino, esto es, ni libre ni informado, si el médico le ocultara información que el paciente tuviera por éticamente significativa. Con respecto a la pdd, quien ha de juzgar es la propia mujer. El artículo 25 reconoce la especial e intransferible responsabilidad de cada uno en materia de reproducción humana que, en el pluralismo ético de hoy, admite diferentes versiones: para unos, se trata de ejercer una maravillosa cooperación con el poder creador de Dios; para otros, se trata de expresar la centralidad que la reproducción humana ocupa en su plan de vida personal; para otros, se trata de ejercer el derecho de transmitir al hijo, a través del material genético, la imagen de la propia identidad.

El médico ha de reconocer que quienes creen que la vida del ser humano comienza con la fecundación actúan con plena racionalidad cuando rechazan un tratamiento que pueda destruir una vida humana naciente, aun cuando la frecuencia absoluta de tal evento fuera baja. Es cierto que, en el proceso de consentimiento informado, el médico no está obligado a referir riesgos muy raros, pero esa norma decae cuando se tengan indicios razonables de que esa rara posibilidad es tenida por el paciente como importante, muy importante. Esos indicios se obtienen informando y preguntando. No hacerlo equivaldría a viciar el consentimiento, que ya no sería informado. Se sabe que se dan efectos psicológicos negativos, sentimientos de engaño, culpabilidad o tristeza, reacciones de rabia o depresión en mujeres que creen que la vida humana comienza con la fecundación y que más tarde se enteran de que la pdd pudo haber eliminado una de esas vidas, sin que se les hubiera informado y dado oportunidad de expresar su voluntad. La falta de consentimiento en un caso así puede exponer al médico a enojosas consecuencias deontológicas y judiciales.

Manifestar opiniones, no imponerlas El artículo 8 del código dice que “en el ejercicio de su profesión, el médico respetará las convicciones de sus pacientes y se abstendrá de imponerles las propias”. Respetar a las personas es respetar sus convicciones. Como es lógico, las convicciones que el médico no puede imponer no son sólo las políticas, ideológicas o religiosas. Son también las técnicas y científicas. El médico ha de manifestar sus opiniones y recomendaciones que hagan al caso, pero ha de hacerlo sin abusar de su posición de poder. Si piensa el médico que el embrión humano es respetable sólo después de haberse implantado o incluso más tarde, esa es su opinión, pero no puede imponerla a quien tiene a la fecundación por comienzo de la existencia humana. No puede olvidar el médico que, para mucha gente, son inaceptables aquellas formas de regulación de la reproducción que permiten la fecundación y provocan luego la pérdida del embrión.

En su relación con el paciente singular, el médico no puede aplicar los criterios asignados por las encuestas sociológicas a las mayorías. Los sondeos de opinión pueden decir que la opinión prevalente es que el embarazo indeseado o inesperado tiene su destino más apropiado en el aborto, o que la pdd es la opción que ha de ofrecerse sin más averiguación a quien solicita contracepción urgente. Pero ésa bien puede no ser la opinión de muchos otros. Incluso puede estar en contradicción con otras estadísticas.

Así, por ejemplo, entre las adolescentes, que constituyen al respecto el grupo más vulnerable, las circunstancias (sociales, culturales, religiosas, familiares) que intervienen en la decisión de abortar o de continuar el embarazo son muy complejas e impredecibles, y obligan a prestar al asunto una atención individual y libre de prejuicios. En todo caso, el más justificado sería el prejuicio a favor de la vida. En efecto, los datos relativos al millón aproximado de adolescentes que anualmente quedan embarazadas en los Estados Unidos suelen mostar con notable constancia que deciden abortar sólo un tercio de ellas (35 por ciento), mientras que los otros dos tercios (65 por ciento) lo continúan, aunque una séptima parte del total (14 por ciento) termina en un aborto espontáneo.

El médico no puede prejuzgar que la persona que tiene delante participa de las mismas convicciones éticas que él. Y menos todavía puede dar por supuesto que esa persona prefiere ignorar o no dar importancia a las implicaciones morales o religiosas del uso de la pdd. Y, dado que hay pruebas que sostienen que la pdd ejerce un efecto antinidatorio y siendo imposible que el médico sepa de antemano si la mujer que le consulta objetará o no a su empleo, no se puede sostener que sea buena práctica médica privar a la mujer de la información imprescindible para que ella preste su autorización. No dar esa información sería a la vez un engaño y un abuso, que expropiaría a la mujer de su autonomía.

La situación definida como contracepción de urgencia no exime de ese diálogo singular y libre de prejuicios entre el médico y la mujer. No pertenece la prescripción de pdd al pequeño número de situaciones de urgencia extremada en las que puede prescindirse del consentimiento informado. En el caso de la presunta prescripción de la pdd no puede prescindirse de entablar con la mujer una relación inteligente, informativa, éticamente respetuosa, que tenga en cuenta sus creencias y valores. La autorización para comercializar la pdd trae a primer plano esos dos aspectos básicos de la ética profesional de la medicina: el respeto a las convicciones del paciente y la comunicación de la verdad. Queden los que no han sido tratados aquí para otra ocasión.

Ética médica y píldora del día después (III) D. Gonzalo Herranz, miembro del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra,se pregunta por el silencio de gran parte de la profesión médica ante un tema con fuerte repercusión en la opinión pública y explica la nueva significación del término concepción,a la que se resisten los libros de embriología y los diccionarios. Concluye que la información que se da a las mujeres es paternalista porque las considera incapaces de asumir sus responsabilidades.

Hace poco más de un mes envié a DM un par de Tribunas sobre la píldora del día después (pdd), convencido de que iban a provocar un debate necesario y, así lo deseaba, clarificador. Pero ese debate no se ha producido: han ido pasando los días y nadie del campo profesional ha dicho en las páginas de DM esta boca es mía.

Lo curioso es que se trata de un silencio selectivo, intraprofesional. En la calle, los medios de comunicación, con la colaboración de muchos médicos, no han parado de hablar sobre la pdd con ocasión de los diferentes pasos de su camino hacia las farmacias. Y DM mismo se ha hecho eco de una nota, breve y clara, de la Conferencia Episcopal Española.

¿Qué podrá significar ese silencio dentro de la profesión? Podría, en principio, ser expresión de varias actitudes: del aburrimiento de unos por un asunto mil veces tratado y del que decir algo nuevo parece imposible; del desinterés de otros por un problema moral que juzgan superado; del desdén de muchos ante la naturaleza insoluble de un conflicto ético más; de la fatiga de los que empiezan a cansarse de pugnar por unos valores que ya no son compartidos. Pero la cosa no se puede quedar ahí. Es necesario traerla de nuevo a colación: no es bueno que los médicos respondamos con el silencio o la indiferencia a una cuestión que tanto interesa a la gente y que nos implica de lleno.

Jugando con las palabras Quiero tratar aquí de un punto que está en el fondo del problema y que dejé sólo esbozado en una Tribuna de comienzos de abril: me refiero al cambio léxico que permite a los promotores de la pdd afirmar que ésta no es abortiva. Porque no se trata sólo de un cambio léxico: viene a ser la imposición de una ideología.

Refería, en una de las Tribunas de abril, que se había recurrido a cambiar el significado de algunas palabras para hacer más convincente la idea de que la pdd no es abortiva. Creo que es clarificador conocer la historia y la intención de esos cambios.

La transición a una sociedad dominada por el ethos contraceptivo exigía un cambio de pensamiento y de actitudes sobre lo que haya de entenderse por concepción: sólo cambiando el sentido de la palabra podrían cambiar las costumbres sociales. La cosa resultó bastante sencilla: consistió en disociar concepción de fecundación e identificar concepción con implantación terminada.

Veámoslo con algo de detalle. Concepción, en su acepción original, genuina, de uso general no manipulado, es y ha sido siempre equivalente de fecundación: la concepción es la unión del espermatozoide y el óvulo, es el comienzo del nuevo ser, marca el inicio del embarazo. Eso es lo que en mayoría masiva dicen los diccionarios generales de las diferentes lenguas y lo que repiten en mayoría masiva los diccionarios médicos. Pero en el nuevo orden de cosas las cosas son distintas. En el nuevo lenguaje, concepción ya no es ni fecundación ni comienzo del nuevo ser, sino, como antes, el inicio del embarazo, pero marcado por la culminación de la implantación del blastocisto en el endometrio.

Un significado auténtico El cambio no es un mero ejercicio de precisión académica: supone una revolución ideológica. Pero el significado genuino de las palabras -como en Galicia dicen d’os amoriños primeiros- aguanta impertérrito. Los libros de embriología y los diccionarios se han resistido al cambio. Es un ejercicio a la vez absorbente y divertido examinar lo que unos y otros dicen de concepción y fecundación, de embrión y pre-embrión, de cigoto y mórula, de blastocisto y gástrula, de embarazo y aborto, de contraceptivo y abortifaciente.

La incorporación de la nueva ideología ha sido parcial y errática: se adaptan unos conceptos, pero se dejan sin enmendar otros. Todo parece artificial y fabricado. Baste un botón de muestra: el autoritativo Dorland’s. En la entrada “concepción” sigue la redefinición moderna: “concepción, el comienzo del embarazo, marcado por la implantación del blastocisto en el endometrio”. Pero, curiosamente, los revisores se olvidaron de modificar la entrada “embarazo”, que sigue anclada en la vieja tradición: “embarazo, la condición de tener en el cuerpo un embrión o feto en desarrollo, después de la unión de un ovocito y un espermatozoide”. Unas veces el comienzo del embarazo es la implantación; otras veces, la fecundación.

Fascinante.

Las cosas no casan ni pueden casar cuando el lenguaje es torturado y se vuelve loco. Los genetistas que colaboran con los embriólogos clínicos han desarrollado técnicas de diagnóstico génético preconcepcional y preimplantatorio, que le dan la espalda a la nueva nomenclatura. Y se la dan en la práctica profesional también los mismos ginecólogos: en un estudio hecho en 1998, en Estados Unidos, en que se les preguntaba en relación con la información que dan a las mujeres en el proceso de obtener el consentimiento informado, el 73 por ciento respondió que concepción es sinónimo de fecundación y sólo el 24 por ciento indicó que concepción era sinónimo de implantación.

Con la nueva definición de concepción, una cosa queda asegurada: la contracepción no es sólo impedir la concepción, no abarca sólo el conjunto clásico de procedimientos, dispositivos, o sustancias que impiden la reunión del espermatozoide y el oocito y su fertilización. Incluye ahora, y trata de cobijar bajo la calificación ética de contracepción, los procedimientos, dispositivos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión en el tiempo que va de la fecundación al final de la implantación. Lo que hasta ahora era abortivo precoz, conforme al nuevo lenguaje ya no lo es. Sólo merecen el nombre de abortivos o abortifacientes los procedimientos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión ya implantado. Antes de terminada la implantación no se puede hablar de aborto, es incorrecto referirse a una interrupción del embarazo, porque, por la magia de la nueva palabra, el embarazo sólo puede ser interrumpido una vez que ha empezado, y ahora no empieza el día 1, sino un par de semanas más tarde. En el nuevo lenguaje, hablar de abortos de embriones de menos de 14 días es un contrasentido. Eso es lo que nos están diciendo acerca de la pdd algunos representantes de la industria farmacéutica, ciertos agentes sociales y de la Administración, y un sector de médicos.

Ocultar una realidad científica Pero todos sabemos que no estamos ante un juego de palabras, sino ante la cuestión, infinitamente más seria, de nuestras relaciones con los seres humanos más pequeños. Estos, en su inocencia, son destruidos por la pdd.

La manipulación léxica nos dice que no hablemos entonces de abortos, pero no nos dice de qué hemos de hablar. De algún modo habrá que llamar al hecho de privar de la vida a los embriones a los que se impide implantarse en el útero. Los neologismos técnicos de contracepción endometrial, de intercepción postcoital, de efecto antinidatorio sólo describen una parte de la realidad. Ocultan el hecho de que, en muchas ocasiones, según sea el momento del ciclo en que la mujer haya realizado el acto sexual, se impide la supervivencia de un número considerable de embriones humanos.

Eso es lo relevante. Llamarle o no aborto es, en cierta medida, indiferente para la realidad ética subyacente, pero con alguna palabra hay que denominar la acción de eliminar vidas humanas inocentes. Ofuscar a las mujeres diciéndoles que con la pdd nunca pasa nada, en lo biológico y lo ético, es un condenable paternalismo, es tenerlas por incapaces de asumir la responsabilidad de sus acciones, escamotearles la oportunidad de escoger. Deben saber que por efecto de la pdd una vida humana puede ser cercenada, un destino humano cancelado, la promesa de una vida personal anulada. Y esa es una tragedia que no es justo trivializar con juegos de palabras por sugerentes que sean, por inteligentes que parezcan, aunque hayan recibido las bendiciones del ACOG y la FIGO, la OMS o la SEC.

Gonzalo Herranz Departamento de Humanidades Biomédicas Universidad de Navarra

Gonzalo Herranz, “Ética médica y píldora del día después”, Diario Médico, 4.IV.01

El autor se refiere al mecanismo de acción de la llamada píldora del día después y se asombra de la nube de ignorancia que rodea a su efecto antinidatorio, precisamente en el tiempo de la medicina basada en la evidencia. En otro artículo que se publicará mañana en la sección de Normativa el profesor Gonzalo Herranz analizará el consentimiento informado en la prescripción de este producto. La reciente aprobación por la Agencia Española del Medicamento de la comercialización del levonorgestrel en la forma farmacéutica de píldora del día después (pdd) es un asunto que plantea problemas ético-médicos y deontológicos nada triviales y merecedores de comentario.

El mecanismo de acción de la pdd incluye un componente de significado ético fuerte: impide la anidación y, con ello, el desarrollo del embrión hu-mano. Sabemos que lo hace, pero ignoramos cuántas veces los hace. En consecuencia, recetar el médico o tomar la mujer la pdd son acciones con fuerte carga de responsabilidad, en las que juegan un papel muy relevante factores de dos órdenes: uno que podríamos asignar al área de la ética biológica; el otro, al de la ética profesional. El factor ético-biológico consiste en saber qué es lo que ocurre en el organismo de la mujer cuando hace uso de la pdd: sólo sabiéndolo no daremos palos de ciego y será posible actuar con conocimiento y racionalidad. El factor ético-profesional consiste en analizar, a la luz de los principios de la deontología médica, qué requisitos -de información no sesgada, de respeto por las personas y sus convicciones morales- habrían de exigirse para que un médico pueda prescribir la pdd.

Mecanismo de acción en la penumbra ¿Qué sabemos de la pdd? Aquí, la pregunta no se refiere primariamente a su eficacia y seguridad, a sus interacciones: de eso sabemos suficiente. Se refiere a su mecanismo de acción, del que necesitamos saber y hablar más.

Es casi rutinario decir que la pdd ejerce un efecto diverso y multifactorial, que depende de la relación temporal que se dé entre el momento de la ingestión del producto y el día del ciclo menstrual o el tiempo transcurrido desde la relación coital. En la versión oficial de los hechos, se dice que la pdd puede inhibir la ovulación o, a través de sutiles perturbaciones de la función del eje hipotálamo-hipófisis-ovario, retrasarla; que puede modificar la textura del moco cervical y volverlo impracticable para los espermios; que puede enlentecer la motilidad tubárica y con ella el transporte de los gametos; que puede debilitar la vitalidad de los espermios y del ovocito y mermar su capacidad de fecundarse; o que, en fin, puede alterar el endometrio y hacerlo refractario o menos receptivo a la implantación del huevo fecundado. Es decir, unos cambios son contraceptivos porque inhiben a la fecundación; otros, en cambio, operan después de ésta y han de ser tenidos como interceptivos o abortivos muy precoces.

Qué parte juega cada uno de esos factores, y particularmente ese último y decisivo efecto antinidatorio de la pdd, en el resultado neto final de que nazcan menos niños, nadie se ha propuesto dilucidarlo. La cosa, importante como es, permanece envuelta en una tenaz nube de ignorancia. Sorprende que una cosa así ocurra en el tiempo de la medicina basada en pruebas, tiempo en que, en farmacología clínica, se hila muy fino y no están bien vistas ni la ignorancia ni la indeterminación. Disponemos sólo de estimaciones indirectas, aunque relativamente fiables, que permiten concluir que, aun dada a tiempo, la pdd no inhibe la ovulación siempre; que, a pesar de los cambios que induce en el moco cervical, la pdd no impide que los espermios pasen en cantidad disminuida, pero suficiente, a la trompa; y que el efecto antinidatorio endometrial juega un papel, decisivo aunque no cuantificado, en la eficacia del tratamiento.

Claridades y ambages Una situación así obliga a actuar en la duda, con menos datos de los necesarios, lo cual crea conflictos. Con razón, quienes profesan un respeto profundo a todos los seres humanos sin excepción, estiman que jamás uno de ellos puede ser expuesto al riesgo próximo de ser destruido, aunque ese riesgo no esté cuantificado. Basta con que la pdd sea de hecho capaz de privar de la oportunidad de vivir al embrión humano para que sea condenable. Quienes no profesan aquel respeto prefieren negar el problema ético valiéndose de ciertos cambios del lenguaje. Para ellos, mudar el nombre de las acciones transmuta su moralidad. Afirma un editorial del New England Journal of Medicine: “…aun cuando la contracepción de emergencia actuara exclusivamente impidiendo la implantación del zigoto, no sería abortiva”. Pero no se nos dice qué es. Quebrar la vida de un ser humano, por minúscula que sea la víctima, es algo que merece ser llamado de alguna manera. Impedir la implantación del embrión humano es un hecho de notable importancia ética que no se puede volatilizar por el fácil expediente de dejarlo sin nombre. Su sustancia moral no desaparece aunque se recurra a la redefinición de gestación y concepción que hace años pactaron la OMS, la ACOG, la FIGO y las multinacionales del control de la natalidad. Pero la tal redefinición no es de recibo: a ella se vienen resistiendo año tras año, con una tenacidad sensata, muchos hombres y mujeres de buena voluntad, las sucesivas ediciones de los diccionarios generales y médicos, y los libros de embriología humana.

De todas formas, aun en medio del ocultamiento y la indeterminación, no faltan quienes, superado todo escrúpulo ético ante el aborto y la contracepción dura, se manifiestan con sincera franqueza. Un par de muestras: en la versión española, pero curiosamente no en la inglesa, de la página del Population Council en internet, se lee: “Lo que hacen las píldoras anticonceptivas de emergencia y las minipíldoras de emergencia es, principalmente, modificar el endometrio (la capa de mucosa que recubre el útero), para así inhibir la implantación de un huevo fecundado”. Y Emile Etienne Baulieu acuñó el concepto de contragestivos para agrupar junto a la RU-486 (la píldora abortiva que él había diseñado) los métodos de control de la fertilidad que son abortivos muy precoces, como los dispositivos in-trauterinos, la contracepción hormonal a base de gestágenos y la contracepción postcoital. “De hecho -afirmó en su discurso al recibir la Medalla Lasker- la interrupción posterior a la fecundación, que tendría que ser considerada como abortiva, es algo que está a la orden del día […] Por esa razón, hemos propuesto el término contragestión, una contracción de contra-gestación, para incluir en él la mayoría de los métodos de control de la fertilidad”.

Eso es hablar claro y sin tapujos. La evolución histórica de la contracepción ha seguido una trayectoria bien definida: de la anovulación a la intercepción, del ovario al endometrio, de antes de la fecundación a después de ella. El modo, lugar y tiempo de su actuación han ido cambiando en los últimos 45 años. Pero se sigue hablando de contracepción, como si nada hubiese ocurrido.

El médico que profesa un profundo respeto a la vida y que no ignora el efecto antinidatorio de la pdd rehusará prescribirla, para lo que no necesita, a la vista de los términos que constan en la reciente autorización del levonorgestrel, recurrir a la objeción de conciencia. Pero, si un día se incluyera la pdd entre las prestaciones de las aseguradoras privadas o del Sistema Nacional de Salud, el médico podría presentar objeción de conciencia a su prescripción, al igual que lo hace ante el aborto de embriones y fetos de mayor edad.

Etica médica y píldora del día después (II) El profesor D. Gonzalo Herranz comentaba ayer en DIARIO MEDICO la nube de ignorancia que rodea al efecto anidatorio de la llamada píldora del día después. En este segundo artículo, el autor destaca la importancia de una información completa en la prescripción de este producto y la obligación deontológica del médico de respetar las convicciones de la paciente, a quien no puede imponer su opinión.

Aunque es altamente cuestionable que la píldora del día después (pdd) pueda considerarse como un medicamento convencional, de momento en España ha de prescribirse y dispensarse como si de un medicamento genuino se tratara. El farmacéutico sólo podrá dispensarla cuando la haya recetado un médico.

Conviene, pues, preguntarse qué normas deontológicas son especialmente pertinentes al caso. Son dos los artículos del vigente Código de Etica y Deontología Médica que, a mi parecer, las contienen.

El artículo 25 del Código de Etica y Deontología Médica dice que “el médico deberá dar información pertinente en materia de reproducción humana a fin de que las personas que la han solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y responsabilidad”. El código declara que la información sobre la reproducción humana es un área privilegiada, especial. En nuestro caso, impone al médico, en especial al ginecólogo y al médico general, el deber de informar sobre la pdd no de modo rutinario, sino cualificadamente, pues la información que dan a quienes le preguntan ha de servirles a éstos para tomar decisiones con conocimiento suficiente y con suficiente responsabilidad. Tal información ha de ser objetiva, inteligible, adecuada.

Información éticamente significativa Con datos parciales, oscuros o sesgados no puede llegarse a decisiones responsables. Es criterio general que el consentimiento del paciente no sería genuino, esto es, ni libre ni informado, si el médico le ocultara información que el paciente tuviera por éticamente significativa. Con respecto a la pdd, quien ha de juzgar es la propia mujer. El artículo 25 reconoce la especial e intransferible responsabilidad de cada uno en materia de reproducción humana que, en el pluralismo ético de hoy, admite diferentes versiones: para unos, se trata de ejercer una maravillosa cooperación con el poder creador de Dios; para otros, se trata de expresar la centralidad que la reproducción humana ocupa en su plan de vida personal; para otros, se trata de ejercer el derecho de transmitir al hijo, a través del material genético, la imagen de la propia identidad.

El médico ha de reconocer que quienes creen que la vida del ser humano comienza con la fecundación actúan con plena racionalidad cuando rechazan un tratamiento que pueda destruir una vida humana naciente, aun cuando la frecuencia absoluta de tal evento fuera baja. Es cierto que, en el proceso de consentimiento informado, el médico no está obligado a referir riesgos muy raros, pero esa norma decae cuando se tengan indicios razonables de que esa rara posibilidad es tenida por el paciente como importante, muy importante. Esos indicios se obtienen informando y preguntando. No hacerlo equivaldría a viciar el consentimiento, que ya no sería informado. Se sabe que se dan efectos psicológicos negativos, sentimientos de engaño, culpabilidad o tristeza, reacciones de rabia o depresión en mujeres que creen que la vida humana comienza con la fecundación y que más tarde se enteran de que la pdd pudo haber eliminado una de esas vidas, sin que se les hubiera informado y dado oportunidad de expresar su voluntad. La falta de consentimiento en un caso así puede exponer al médico a enojosas consecuencias deontológicas y judiciales.

Manifestar opiniones, no imponerlas El artículo 8 del código dice que “en el ejercicio de su profesión, el médico respetará las convicciones de sus pacientes y se abstendrá de imponerles las propias”. Respetar a las personas es respetar sus convicciones. Como es lógico, las convicciones que el médico no puede imponer no son sólo las políticas, ideológicas o religiosas. Son también las técnicas y científicas. El médico ha de manifestar sus opiniones y recomendaciones que hagan al caso, pero ha de hacerlo sin abusar de su posición de poder. Si piensa el médico que el embrión humano es respetable sólo después de haberse implantado o incluso más tarde, esa es su opinión, pero no puede imponerla a quien tiene a la fecundación por comienzo de la existencia humana. No puede olvidar el médico que, para mucha gente, son inaceptables aquellas formas de regulación de la reproducción que permiten la fecundación y provocan luego la pérdida del embrión.

En su relación con el paciente singular, el médico no puede aplicar los criterios asignados por las encuestas sociológicas a las mayorías. Los sondeos de opinión pueden decir que la opinión prevalente es que el embarazo indeseado o inesperado tiene su destino más apropiado en el aborto, o que la pdd es la opción que ha de ofrecerse sin más averiguación a quien solicita contracepción urgente. Pero ésa bien puede no ser la opinión de muchos otros. Incluso puede estar en contradicción con otras estadísticas.

Así, por ejemplo, entre las adolescentes, que constituyen al respecto el grupo más vulnerable, las circunstancias (sociales, culturales, religiosas, familiares) que intervienen en la decisión de abortar o de continuar el embarazo son muy complejas e impredecibles, y obligan a prestar al asunto una atención individual y libre de prejuicios. En todo caso, el más justificado sería el prejuicio a favor de la vida. En efecto, los datos relativos al millón aproximado de adolescentes que anualmente quedan embarazadas en los Estados Unidos suelen mostar con notable constancia que deciden abortar sólo un tercio de ellas (35 por ciento), mientras que los otros dos tercios (65 por ciento) lo continúan, aunque una séptima parte del total (14 por ciento) termina en un aborto espontáneo.

El médico no puede prejuzgar que la persona que tiene delante participa de las mismas convicciones éticas que él. Y menos todavía puede dar por supuesto que esa persona prefiere ignorar o no dar importancia a las implicaciones morales o religiosas del uso de la pdd. Y, dado que hay pruebas que sostienen que la pdd ejerce un efecto antinidatorio y siendo imposible que el médico sepa de antemano si la mujer que le consulta objetará o no a su empleo, no se puede sostener que sea buena práctica médica privar a la mujer de la información imprescindible para que ella preste su autorización. No dar esa información sería a la vez un engaño y un abuso, que expropiaría a la mujer de su autonomía.

La situación definida como contracepción de urgencia no exime de ese diálogo singular y libre de prejuicios entre el médico y la mujer. No pertenece la prescripción de pdd al pequeño número de situaciones de urgencia extremada en las que puede prescindirse del consentimiento informado. En el caso de la presunta prescripción de la pdd no puede prescindirse de entablar con la mujer una relación inteligente, informativa, éticamente respetuosa, que tenga en cuenta sus creencias y valores. La autorización para comercializar la pdd trae a primer plano esos dos aspectos básicos de la ética profesional de la medicina: el respeto a las convicciones del paciente y la comunicación de la verdad. Queden los que no han sido tratados aquí para otra ocasión.

Ética médica y píldora del día después (III) D. Gonzalo Herranz, miembro del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra,se pregunta por el silencio de gran parte de la profesión médica ante un tema con fuerte repercusión en la opinión pública y explica la nueva significación del término concepción,a la que se resisten los libros de embriología y los diccionarios. Concluye que la información que se da a las mujeres es paternalista porque las considera incapaces de asumir sus responsabilidades.

Hace poco más de un mes envié a DM un par de Tribunas sobre la píldora del día después (pdd), convencido de que iban a provocar un debate necesario y, así lo deseaba, clarificador. Pero ese debate no se ha producido: han ido pasando los días y nadie del campo profesional ha dicho en las páginas de DM esta boca es mía.

Lo curioso es que se trata de un silencio selectivo, intraprofesional. En la calle, los medios de comunicación, con la colaboración de muchos médicos, no han parado de hablar sobre la pdd con ocasión de los diferentes pasos de su camino hacia las farmacias. Y DM mismo se ha hecho eco de una nota, breve y clara, de la Conferencia Episcopal Española.

¿Qué podrá significar ese silencio dentro de la profesión? Podría, en principio, ser expresión de varias actitudes: del aburrimiento de unos por un asunto mil veces tratado y del que decir algo nuevo parece imposible; del desinterés de otros por un problema moral que juzgan superado; del desdén de muchos ante la naturaleza insoluble de un conflicto ético más; de la fatiga de los que empiezan a cansarse de pugnar por unos valores que ya no son compartidos. Pero la cosa no se puede quedar ahí. Es necesario traerla de nuevo a colación: no es bueno que los médicos respondamos con el silencio o la indiferencia a una cuestión que tanto interesa a la gente y que nos implica de lleno.

Jugando con las palabras Quiero tratar aquí de un punto que está en el fondo del problema y que dejé sólo esbozado en una Tribuna de comienzos de abril: me refiero al cambio léxico que permite a los promotores de la pdd afirmar que ésta no es abortiva. Porque no se trata sólo de un cambio léxico: viene a ser la imposición de una ideología.

Refería, en una de las Tribunas de abril, que se había recurrido a cambiar el significado de algunas palabras para hacer más convincente la idea de que la pdd no es abortiva. Creo que es clarificador conocer la historia y la intención de esos cambios.

La transición a una sociedad dominada por el ethos contraceptivo exigía un cambio de pensamiento y de actitudes sobre lo que haya de entenderse por concepción: sólo cambiando el sentido de la palabra podrían cambiar las costumbres sociales. La cosa resultó bastante sencilla: consistió en disociar concepción de fecundación e identificar concepción con implantación terminada.

Veámoslo con algo de detalle. Concepción, en su acepción original, genuina, de uso general no manipulado, es y ha sido siempre equivalente de fecundación: la concepción es la unión del espermatozoide y el óvulo, es el comienzo del nuevo ser, marca el inicio del embarazo. Eso es lo que en mayoría masiva dicen los diccionarios generales de las diferentes lenguas y lo que repiten en mayoría masiva los diccionarios médicos. Pero en el nuevo orden de cosas las cosas son distintas. En el nuevo lenguaje, concepción ya no es ni fecundación ni comienzo del nuevo ser, sino, como antes, el inicio del embarazo, pero marcado por la culminación de la implantación del blastocisto en el endometrio.

Un significado auténtico El cambio no es un mero ejercicio de precisión académica: supone una revolución ideológica. Pero el significado genuino de las palabras -como en Galicia dicen d’os amoriños primeiros- aguanta impertérrito. Los libros de embriología y los diccionarios se han resistido al cambio. Es un ejercicio a la vez absorbente y divertido examinar lo que unos y otros dicen de concepción y fecundación, de embrión y pre-embrión, de cigoto y mórula, de blastocisto y gástrula, de embarazo y aborto, de contraceptivo y abortifaciente.

La incorporación de la nueva ideología ha sido parcial y errática: se adaptan unos conceptos, pero se dejan sin enmendar otros. Todo parece artificial y fabricado. Baste un botón de muestra: el autoritativo Dorland’s. En la entrada “concepción” sigue la redefinición moderna: “concepción, el comienzo del embarazo, marcado por la implantación del blastocisto en el endometrio”. Pero, curiosamente, los revisores se olvidaron de modificar la entrada “embarazo”, que sigue anclada en la vieja tradición: “embarazo, la condición de tener en el cuerpo un embrión o feto en desarrollo, después de la unión de un ovocito y un espermatozoide”. Unas veces el comienzo del embarazo es la implantación; otras veces, la fecundación.

Fascinante.

Las cosas no casan ni pueden casar cuando el lenguaje es torturado y se vuelve loco. Los genetistas que colaboran con los embriólogos clínicos han desarrollado técnicas de diagnóstico génético preconcepcional y preimplantatorio, que le dan la espalda a la nueva nomenclatura. Y se la dan en la práctica profesional también los mismos ginecólogos: en un estudio hecho en 1998, en Estados Unidos, en que se les preguntaba en relación con la información que dan a las mujeres en el proceso de obtener el consentimiento informado, el 73 por ciento respondió que concepción es sinónimo de fecundación y sólo el 24 por ciento indicó que concepción era sinónimo de implantación.

Con la nueva definición de concepción, una cosa queda asegurada: la contracepción no es sólo impedir la concepción, no abarca sólo el conjunto clásico de procedimientos, dispositivos, o sustancias que impiden la reunión del espermatozoide y el oocito y su fertilización. Incluye ahora, y trata de cobijar bajo la calificación ética de contracepción, los procedimientos, dispositivos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión en el tiempo que va de la fecundación al final de la implantación. Lo que hasta ahora era abortivo precoz, conforme al nuevo lenguaje ya no lo es. Sólo merecen el nombre de abortivos o abortifacientes los procedimientos o sustancias que impiden el desarrollo del embrión ya implantado. Antes de terminada la implantación no se puede hablar de aborto, es incorrecto referirse a una interrupción del embarazo, porque, por la magia de la nueva palabra, el embarazo sólo puede ser interrumpido una vez que ha empezado, y ahora no empieza el día 1, sino un par de semanas más tarde. En el nuevo lenguaje, hablar de abortos de embriones de menos de 14 días es un contrasentido. Eso es lo que nos están diciendo acerca de la pdd algunos representantes de la industria farmacéutica, ciertos agentes sociales y de la Administración, y un sector de médicos.

Ocultar una realidad científica Pero todos sabemos que no estamos ante un juego de palabras, sino ante la cuestión, infinitamente más seria, de nuestras relaciones con los seres humanos más pequeños. Estos, en su inocencia, son destruidos por la pdd.

La manipulación léxica nos dice que no hablemos entonces de abortos, pero no nos dice de qué hemos de hablar. De algún modo habrá que llamar al hecho de privar de la vida a los embriones a los que se impide implantarse en el útero. Los neologismos técnicos de contracepción endometrial, de intercepción postcoital, de efecto antinidatorio sólo describen una parte de la realidad. Ocultan el hecho de que, en muchas ocasiones, según sea el momento del ciclo en que la mujer haya realizado el acto sexual, se impide la supervivencia de un número considerable de embriones humanos.

Eso es lo relevante. Llamarle o no aborto es, en cierta medida, indiferente para la realidad ética subyacente, pero con alguna palabra hay que denominar la acción de eliminar vidas humanas inocentes. Ofuscar a las mujeres diciéndoles que con la pdd nunca pasa nada, en lo biológico y lo ético, es un condenable paternalismo, es tenerlas por incapaces de asumir la responsabilidad de sus acciones, escamotearles la oportunidad de escoger. Deben saber que por efecto de la pdd una vida humana puede ser cercenada, un destino humano cancelado, la promesa de una vida personal anulada. Y esa es una tragedia que no es justo trivializar con juegos de palabras por sugerentes que sean, por inteligentes que parezcan, aunque hayan recibido las bendiciones del ACOG y la FIGO, la OMS o la SEC.

Gonzalo Herranz Departamento de Humanidades Biomédicas Universidad de Navarra

Ignacio Sánchez Cámara, “Clonación y dignidad”, ABC, 1.XII.2001

Las reacciones ante la clonación de un embrión humano parecen confirmar el carácter anómalo del debate moral contemporáneo. Especialmente, quizá, en el ámbito de la bioética. Toda discusión moral es estéril si no se remonta a los fundamentos, es decir, a las diferentes concepciones filosóficas de la ética. En caso contrario, todo queda reducido a repetición de tópicos, charla de café o diálogo de sordos. Tampoco cabe encontrar la respuesta en la ciencia, que suministra más los términos del problema que la solución. Y no se trata sólo de que no lleguemos a un acuerdo, cosa tal vez imposible; es que ni siquiera discutimos sobre los mismos presupuestos. De este modo, con exigua sutileza, unos perciben en los partidarios de la clonación terapéutica a una especie de asesinos en serie, y los otros convierten a sus detractores en entusiastas fundamentalistas de la muerte que se oponen con crueldad a un simple tratamiento médico. Pero algunos defensores de la clonación, y de otras causas semejantes, esgrimen un argumento falaz, que consiste en la atribución a sus oponentes de un planteamiento religioso o confesional, identificando el suyo con la racionalidad y el buen sentido, y les exigen la tolerancia y la exclusión del dogmatismo. Naturalmente, aceptar ese planteamiento es otorgarles de antemano la razón y escamotear el debate. Si no estoy equivocado, todo depende de la concepción que se defienda sobre la vida humana, sobre su origen, fundamento y dignidad. No pueden pensar lo mismo sobre, por ejemplo, el aborto, la eutanasia o la clonación quienes consideran que la vida es un don de Dios o una realidad misteriosa o trascendente que quienes la entienden como una mera propiedad inmanente de ciertos seres autónomos que pueden disponer libremente de ella, o quienes limitan la existencia de la persona a un cierto estado de madurez, o reducen el deber moral al principio de no causar daño a un ser sensible o consciente. Tampoco pueden pensar lo mismo quienes postulan la existencia de deberes absolutos e incondicionados que quienes limitan el deber a la producción del placer y a la evitación del dolor. Sin acudir a este ámbito de los fundamentos filosóficos y de la concepción radical del mundo y de la vida, las disputas morales constituyen una pérdida de tiempo y una irresponsabilidad. Si asumimos la primera tesis, es claro que la clonación, incluida la terapéutica, atenta contra el deber moral y contra la dignidad de la vida. Si nos adherimos a la segunda, la conclusión será su licitud en la medida en que puede paliar el sufrimiento de seres conscientes y maduros, aunque sea al precio de manipular y destruir embriones, carentes de toda dignidad. Por eso, no espero nada relevante de un debate sobre la clonación, y, en general, sobre bioética. Poco más que parloteo e incomprensión. Por mi parte, como creo en el sentido trascendente de la vida, considero que la clonación, incluida la terapéutica, es ilícita moralmente. Aliviar el sufrimiento y curar una enfermedad pueden constituir un deber, pero no un deber absoluto e incondicionado. Hay deberes más elevados. Pero también entiendo la posición de los partidarios, aunque creo que parten de una concepción equivocada de vida humana. Lo que no estoy dispuesto a aceptar es que la suya sea la única posición ilustrada y racional. Si es la única moderna y progresista, me importa muy poco. En cualquier caso, no albergo dudas acerca de cuál de las dos concepciones es más favorable a la dignidad de la vida y de la persona. Si no va a haber auténtico debate, lo mejor es guardar silencio, respetar al discrepante, mas no necesariamente sus argumentos, y confiar en que la verdad moral, que no depende del sufragio universal, termine por imponerse.

José Luis Martín Descalzo, “Veinticuatro maneras de amar”

Cuando a la gente se la habla de que “hay que amarse los unos a los otros” son muchos los que se te quedan mirando y te preguntan: ¿y amar, qué es: un calorcillo en el corazón? ¿Cómo se hace eso de amar, sobre todo cuando se trata de desconocidos o semiconocidos? ¿Amar son, tal vez, solamente algunos impresionantes gestos heroicos? Un amigo mío, Amado Sáez de Ibarra, publicó hace muchos años un folleto que se titulaba “El arte de amar” y en él ofrecía una serie de pequeños gestos de amor, de esos que seguramente no cambian el mundo, pero que, por un lado, lo hacen más vividero y, por otro, estiran el corazón de quien los hace.

Siguiendo su ejemplo voy a ofrecer aquí una lista de 24 pequeñas maneras de amar: – Aprenderse los nombres de la gente que trabaja con nosotros o de los que nos cruzamos en el ascensor y tratarles luego por su nombre.

– Estudiar los gustos ajenos y tratar de complacerles.

– Pensar, por principio, bien de todo el mundo.

– Tener la manía de hacer el bien, sobre todo a los que no se la merecerían teóricamente.

– Sonreír. Sonreír a todas horas. Con ganas o sin ellas.

– Multiplicar el saludo, incluso a los semiconocidos.

– Visitar a los enfermos, sobre todo sin son crónicos.

– Prestar libros aunque te pierdan alguno. Devolverlos tú.

– Hacer favores. Y concederlos antes de que terminen de pedírtelos.

– Olvidar ofensas. Y sonreír especialmente a los ofensores.

– Aguantar a los pesados. No poner cara de vinagre escuchándolos.

– Tratar con antipáticos. Conversar con los sordos sin ponerte nervioso.

– Contestar, si te es posible, a todas las cartas.

– Entretener a los niños chiquitines. No pensar que con ellos pierdes el tiempo.

– Animar a los viejos. No engañarles como chiquillos, peros subrayar todo lo positivo que encuentres en ellos.

– Recordar las fechas de los santos y cumpleaños de los conocidos y amigos.

– Hacer regalos muy pequeños, que demuestren el cariño pero no crean obligación de ser compensados con otro regalo.

– Acudir puntualmente a las citas, aunque tengas que esperar tú.

– Contarle a la gente cosas buenas que alguien ha dicho de ellos.

– Dar buenas noticias.

– No contradecir por sistema a todos los que hablan con nosotros.

– Exponer nuestras razones en las discusiones, pero sin tratar de aplastar.

– Mandar con tono suave. No gritar nunca.

– Corregir de modo que se note que te duele el hacerlo.

La lista podría ser interminable y los ejemplos similares infinitos. Y ya sé que son minucias. Pero con muchos millones de pequeñas minucias como éstas el mundo se haría más habitable.

Ignacio Sánchez Cámara, “Religión y escuela”, ABC, 6.V.02

De la vieja cuestión escolar sólo queda, en parte, pendiente la solución del problema de la enseñanza de la Religión en la escuela pública. En la etapa de la transición, la cosa había quedado más o menos resuelta con la consideración de la Religión católica como asignatura evaluable y de la Ética como optativa. Esta solución planteaba el problema del erróneo entendimiento de la Ética cívica como alternativa a la Religión y su consiguiente supresión para los alumnos que optaran por la enseñanza religiosa. Pero, al menos, era respetuosa con la Constitución, con los acuerdos entre el Estado y la Santa Sede y con la consideración de la Religión como asignatura evaluable. Luego vino la extravagante profusión de alternativas lúdicas a la Religión y la supresión de su condición de asignatura evaluable para el currículo de los alumnos, es decir, el escamoteo de su condición de auténtica asignatura.

Al parecer, estamos ahora a punto de alcanzar un acuerdo entre el Ministerio y la Iglesia que ponga fin a una situación anómala. La solución, según las informaciones disponibles, consiste en la recuperación de la Religión como asignatura obligatoria y evaluable y con la probable alternativa de una asignatura de Historia de las Religiones o de Religión y Cultura que contemple el fenómeno religioso desde la perspectiva cultural. No obstante, no se descarta la posibilidad, que desnaturalizaría este tratamiento, de que la calificación carezca de consecuencias académicas. Pero una asignatura sin consecuencias académicas es cualquier cosa menos una verdadera asignatura. La solución más razonable sería la existencia de una asignatura de Religión como fenómeno cultural y unas optativas de enseñanza religiosa confesional. Sin la dimensión religiosa la formación integral no es posible, y sin el conocimiento de la tradición cristiana no cabe entender la civilización occidental ni la historia universal. La oposición a esta solución razonable sólo puede ser fruto de una extravagante animadversión hacia el cristianismo y de un erróneo entendimiento del imperativo constitucional que no aboga por el laicismo sino por el carácter aconfesional del Estado. Éste último es compatible con la aceptación y el respeto del catolicismo como religión mayoritaria en España y con la consideración del cristianismo como elemento constitutivo esencial de nuestra civilización. Con demasiada frecuencia se olvida que la escuela pública no ha de ser una escuela laica sino la escuela de todos, y que la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia obligan a respetar la libertad religiosa, que es cosa muy distinta de la exclusión de la Religión de la escuela pública. Esta exclusión no sólo atentaría contra el derecho de los padres y de los alumnos a una formación religiosa en la escuela pública, que es la de todos, no sólo la de los agnósticos y los ateos, sino también contra la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia.

Ignacio Sánchez Cámara, “El desarreglo del alma”, ABC, 15.V.02

En 1913, elogiando el libro «Ideas» para una concepción biológica del mundo, del barón Von Uexküll, escribió Ortega y Gasset: «No conozco sugestiones más eficaces que las de este pensador para poner orden, serenidad y optimismo sobre el desarreglo del alma contemporánea». Magnífica fórmula: «desarreglo del alma contemporánea». Y el desarreglo no ha hecho sino desarreglarse aún más. Por eso, nada hace quizá tanta falta hoy como el orden, la serenidad y el optimismo. Creo advertir las raíces de este desorden en anomalías que operan en el fondo de las creencias y de las ideas filosóficas vigentes, en el subsuelo donde se asienta nuestra concepción del mundo. La filosofía es ocupación seria y minoritaria que no puede ni debe aspirar a mandar, pero de la que depende, en medida mayor de la que se imagina, el nivel intelectual y moral de los hombres y de las sociedades.

En nuestros días, no existe una filosofía vigente y las que gozan de una moda o un éxito pasajeros, o no son filosofía o lo son de un modo deficiente o fraudulento. Vivimos instalados en tópicos filosóficos erróneos y, lo que es quizá aún peor, extemporáneos, arcaicos, propios del siglo pasado y aún del XIX. No es posible vivir en forma en el siglo XXI con ideas y creencias viejas de doscientos años. El examen de las polémicas en torno a la modernidad confirman, a mi parecer, este melancólico diagnóstico. Unos se obstinan en vivir de un racionalismo utópico de raíz cartesiana incapaz de aportar soluciones a la altura del tiempo. Otros, conscientes de este fracaso, levantan acta de defunción de la razón y se refugian en el nihilismo o la extravagancia o también en un «pensamiento débil», contradicción en los términos, pues si algo ha de ser fuerte es el pensamiento. Y no faltan quienes nos invitan a un viaje imposible al pasado, pues éste es siempre lo que no puede volver. ¿Es que estamos acaso condenados a elegir entre el materialismo y la irracionalidad? Lo uno y lo otro es, además de falso, anticuado e inservible. Y lo más descorazonador es que las ideas filosóficas que podrían salvarnos del marasmo existen y han sido pensadas a lo largo del siglo XX. En realidad, nos basta con tomar posesión de ellas y continuar la labor. Pero esto requiere inteligencia y modestia, extrañas virtudes que suelen transitar juntas, y no ignorancia y petulancia, extendidos vicios que también suelen viajar en fraterna comunión.

Mientras no se ponga orden, serenidad y optimismo en este desarreglo del alma contemporánea, todo marchará a trompicones y patas arriba. Aristóteles decía que el temperamento intelectual oscila entre el entusiasmo y la melancolía. Incluso de esta última cabe sacar fuerzas para el optimismo.

J. Adelman y A. Kuperman, “Persecución a los cristianos en Oriente Medio”, ACI, 7.I.02

Un análisis publicado por el Denver Post y elaborado por los profesores Jonathan Adelman y Agota Kuperman, dos expertos en Islam, revela el dramático proceso por el cual los cristianos del Medio Oriente, cuya historia se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, vienen desapareciendo bajo la presión del fundamentalismo islámico.

“En la siguiente década, más o menos en ese periodo de tiempo de acuerdo a lo que se da en el presente, habrán, si es que hay, muy pocos cristianos viviendo en Belén, lugar donde nació Jesús. Lo mismo en Nazaret, donde Jesús creció, y hasta en Jerusalén, donde cerca de 600 iglesias históricas existen todavía”, afirma el estudio y explica que “los cristianos en el territorio palestino han caído del 15 por ciento de la población árabe en 1950, a tan solo 2 por ciento de hoy. Belén y Nazaret, que han sido pueblos abrumadoramente cristianos, tienen ahora una fuerte mayoría musulmana”.

El análisis explica que “hoy, tres cuartos del total de los cristianos de Belén viven fuera, y más de los cristianos de Jerusalén viven en Sydney, Australia, que en el lugar de su nacimiento. Hoy, los cristianos comprenden sólo el 2.5% de Jerusalén, aunque en ellos todavía se incluye a algunos de los que nacieron en la vieja ciudad cuando los cristianos todavía constituían una mayoría”.

“¿Qué ha sucedido? ¿Por qué han habido tantos, y tan pocos reportados cristianos exiliados del Medio Oriente, con alrededor de 2 millones huyendo en los últimos 20 años? ¿Por qué es que de repente la mitad de todos los cristianos iraquíes emigraron clandestinamente en los últimos 10 años?”, se preguntan los autores.

El informe responde que “la única gran causa es la presión de los radicales musulmanes. Para estar seguros, también han habido otras razones para estos exilios. Los cristianos educados del medio oriente algunas veces se han ido por razones económicas, otros para evitar el inicio de violentos conflictos”.

Sin embargo, “un grupo entero de cristianos no abandona la tierra en donde sus ancestros han vivido cerca de 2000 años simplemente por buscar una sociedad más próspera. Esa gente ha tenido que ser presionada para salir. Y eso es precisamente lo que los radicales islámicos tratan de hacer”.

El estudio desarrolla algunos de los casos más importantes: “En Egipto, muchas leyes o costumbres favorecen a los musulmanes y su constitución proclama al Islam como la religión del estado. Es casi imposible construir o restaurar iglesias al tiempo que muchos miles de nuevos edificios musulmanes han sido aprobados por el estado. Las leyes prohiben las conversiones de musulmanes al cristianismo.

En Arabia Saudita, todos los ciudadanos deben ser musulmanes, es ilegal importar, fabricar o poseer materiales cristianos o no musulmanes, y los cristianos son encarcelados y deportados por esa causa.

Sudán ha seguido los códigos islámicos desde 1983 y se declaró a si mismo como país islámico en 1991.

Una brutal guerra civil emprendida por los musulmanes de Arabia del norte contra los cristianos y los africanos negros animistas del sur ha matado más de 2 millones de personas.

En Afganistán la aplicación rigurosa de las leyes islámicas ha sembrado tal odio hacia los cristianos que no hubieron más iglesias abiertas ni números significativos de cristianos reunidos en el país.

En Irán, los cristianos forman el 0.4 por ciento de la población. La pequeña población cristiana es tratada como una “segunda clase”. La literatura cristiana es ilegal, los conversos del Islam a otra religión son perseguidos de muerte y la mayoría de la iglesias evangélicas son subterráneas”.

Jonathan Adelman y Agota Kuperman, ACI, 7.I.02

Generosidad y egoísmo

Dice una antigua leyenda china, que un discípulo preguntó al Maestro: “¿Cuál es la diferencia entre el cielo y el infierno?”. El Maestro le respondió: “Es muy pequeña, sin embargo tiene grandes consecuencias. Ven, te mostraré una imagen de cómo es el infierno”. Entraron en una habitación donde un grupo de personas estaba sentado alrededor de un gran recipiente con arroz, todos estaban hambrientos y desesperados, cada uno tenía una cuchara tomada fijamente desde su extremo, que llegaba hasta la olla. Pero cada cuchara tenía un mango tan largo que no podían llevársela a la boca. La desesperación y el sufrimiento eran terribles. Ven, dijo el Maestro después de un rato, ahora te mostraré una imagen de cómo es el cielo. Entraron en otra habitación, también con una olla de arroz, otro grupo de gente, las mismas cucharas largas… pero, allí, todos estaban felices y alimentados. “¿Por qué están tan felices aquí, mientras son desgraciados en la otra habitación, si todo es lo mismo? Como las cucharas tienen el mango muy largo, no pueden llevar la comida a su propia boca. En una de las habitaciones están todos desesperados en su egoísmo, y en la otra han aprendido a ayudarse unos a otros.

Un pequeño gusano

Un pequeño gusano caminaba un día en dirección al sol. Muy cerca del camino se encontraba un saltamontes. “¿Hacia dónde te diriges?”, le preguntó. Sin dejar de caminar, la oruga contestó: “Tuve un sueño anoche: soñé que desde la punta de la gran montaña yo miraba todo el valle. Me gustó lo que vi en mi sueño y he decidido realizarlo”. Sorprendido, el saltamontes dijo mientras su amigo se alejaba: “¡Debes estar loco! ¿Cómo podrás llegar hasta aquel lugar? ¡Tú, una simple oruga! Una piedra será una montaña, un pequeño charco un mar y cualquier tronco una barrera infranqueable”. Pero el gusanito ya estaba lejos y no lo escuchó, y su diminuto cuerpo no dejó de moverse. De pronto se oyó la voz de un escarabajo: “¿Hacia dónde te diriges con tanto empeño?”. Sudando ya el gusanito, le dijo jadeante: “Tuve un sueño y deseo realizarlo; subir a esa montaña y desde ahí contemplar todo nuestro mundo”. El escarabajo soltó una carcajada y dijo: “Ni yo, con patas tan grandes, intentaría realizar algo tan ambicioso”. Y se quedó en el suelo tumbado mientras la oruga continuó su camino, habiendo avanzado ya unos cuantos centímetros. Del mismo modo, la araña, el topo, la rana y la flor le aconsejaron desistir: “¡No lo lograrás jamás!”. Pero en el interior del gusanito había un impulso que le obligaba a seguir. Ya agotado, sin fuerzas y a punto de morir, decidió parar a descansar y construir con su último esfuerzo un lugar donde pernoctar. “Estaré mejor”, fue lo último que dijo, y murió. Todos los animales del valle fueron a mirar sus restos. Ahí estaba el animal más loco del pueblo, que había construido como su tumba un monumento a la insensatez. Ahí estaba un duro refugio, digno de uno que murió por querer realizar un sueño irrealizable. Una mañana en la que el sol brillaba de una manera especial, todos los animales se congregaron en torno a aquello que se había convertido en una advertencia para los atrevidos. De pronto quedaron atónitos, aquella concha dura comenzó a quebrarse y con asombro vieron unos ojos y una antena que no podía ser la de la oruga que creían muerta, poco a poco, como para darles tiempo de reponerse del impacto, fueron saliendo las hermosas alas arco iris de aquel impresionante ser que tenían frente a ellos. Una mariposa, no hubo nada que decir, todos sabían lo que pasaría, se iría volando hasta la gran montaña y realizaría su sueño, el sueño por el que había vivido, por el que había muerto y por el que había vuelto a vivir. Todos se había equivocado. Dios nos ha creado para realizar un sueño; pongamos la vida en intentar alcanzarlo, y si nos damos cuenta que no podemos, quizá necesitemos hacer un alto en el camino y experimentar un cambio radical en nuestras vidas y entonces lo lograremos. El éxito en la vida no se mide por lo que has logrado, sino por los obstáculos que has tenido que superar en el camino.