Joseph Ratzinger, “Fundamentos espirituales de Europa”, 13.V.2004

Conferencia que pronunció el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la biblioteca del Senado de la República Italiana, el pasado 13 de mayo sobre los fundamentos espirituales de Europa.

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Joseph Ratzinger, “El hombre necesita a Cristo porque tiene deseo del infinito”, Zenit, 16.XII.03

En su último libro «Fe, verdad, tolerancia – El cristianismo y las religiones del mundo» («Fede, verità, tolleranza – Il cristianesimo e le religioni del mondo», editorial Cantagalli), el cardenal Joseph Ratzinger interviene en los principales temas del momento: la relación entre las religiones, los riesgos del relativismo y el papel que el cristianismo puede jugar. Son cuestiones que abordó también en esta entrevista concedida a Antonio Socci, publicada íntegramente en «Il Giornale» el pasado 26 de noviembre.

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Joseph Ratzinger, “Sentido del adviento”, Encuentra, 17.XII.03

«El Adviento y la Navidad han experimentado un incremento de su aspecto externo y festivo profano tal que en el seno de la Iglesia surge de la fe misma una aspiración a un Adviento auténtico: la insuficiencia de ese ánimo festivo por sí sólo se deja sentir, y el objetivo de nuestras aspiraciones es el núcleo del acontecimiento, ese alimento del espíritu fuerte y consistente del que nos queda un reflejo en las palabras piadosas con que nos felicitamos las pascuas. ¿Cuál es ese núcleo de la vivencia del Adviento? Podemos tomar como punto de partida la palabra «Adviento»; este término no significa «espera», como podría suponerse, sino que es la traducción de la palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es decir, presencia comenzada. En la antigüedad se usaba para designar la presencia de un rey o señor, o también del dios al que se rinde culto y que regala a sus fieles el tiempo de su parusía.

Es decir, que el Adviento significa la presencia comenzada de Dios mismo. Por eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en segundo lugar, que esa presencia de Dios acaba de comenzar, aún no es total, sino que esta proceso de crecimiento y maduración. Su presencia ya ha comenzado, y somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de hacerlo presente en el mundo. Es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como él quiere hacer brillar la luz continuamente en la noche del mundo. De modo que las luces que encendamos en las noches oscuras de este invierno serán a la vez consuelo y advertencia: certeza consoladora de que «la luz del mundo» se ha encendido ya en la noche oscura de Belén y ha cambiado la noche del pecado humano en la noche santa del perdón divino; por otra parte, la conciencia de que esta luz solamente puede —y solamente quiere— seguir brillando si es sostenida por aquellos que, por ser cristianos, continúan a través de los tiempos la obra de Cristo.

La luz de Cristo quiere iluminar la noche del mundo a través de la luz que somos nosotros; su presencia ya iniciada ha de seguir creciendo por medio de nosotros. Cuando en la noche santa suene una y otra vez el himno Hodie Christus natus est, debemos recordar que el inicio que se produjo en Belén ha de ser en nosotros inicio permanente, que aquella noche santa es nuevamente un «hoy» cada vez que un hombre permite que la luz del bien haga desaparecer en él las tinieblas del egoísmo (…) el niño ‑ Dios nace allí donde se obra por inspiración del amor del Señor, donde se hace algo más que intercambiar regalos.

Adviento significa presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo comenzada. Esto implica que el cristiano no mira solamente a lo que ya ha sido y ya ha pasado, sino también a lo que está por venir. En medio de todas las desgracias del mundo tiene la certeza de que la simiente de luz sigue creciendo oculta, hasta que un día el bien triunfará definitivamente y todo le estará sometido: el día que Cristo vuelva. Sabe que la presencia de Dios, que acaba de comenzar, será un día presencia total. Y esta certeza le hace libre, le presta un apoyo definitivo (…)».

Alegraos en el Señor (…) «“Alegraos, una vez más os lo digo: alegraos”. La alegría es fundamental en el cristianismo, que es por esencia evangelium, buena nueva. Y sin embargo es ahí donde el mundo se equivoca, y sale de la Iglesia en nombre de la alegría, pretendiendo que el cristianismo se la arrebata al hombre con todos sus preceptos y prohibiciones. Ciertamente, la alegría de Cristo no es tan fácil de ver como el placer banal que nace de cualquier diversión.

Pero sería falso traducir las palabras: «Alegraos en el Señor» por estas otras: «Alegraos, pero en el Señor», como si en la segunda frase se quisiera recortar lo afirmado en la primera. Significa sencillamente «alegraos en el Señor», ya que el apóstol evidentemente cree que toda verdadera alegría está en el Señor, y que fuera de él no puede haber ninguna. Y de hecho es verdad que toda alegría que se da fuera de él o contra él no satisface, sino que, al contrario, arrastra al hombre a un remolino del que no puede estar verdaderamente contento. Por eso aquí se nos hace saber que la verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo, y que de lo que se trata en nuestra vida es de aprender a ver y comprender a Cristo, el Dios de la gracia, la luz y la alegría del mundo. Pues nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia, imposible de sernos arrebatada por fuerza alguna del mundo. Y toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra vida auténtica.

Así se echa de ver que los dos cuadros laterales del tríptico de Adviento, Juan y María, apuntan al centro, a Cristo, desde el que son comprensibles. Celebrar el Adviento significa, dicho una vez más, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Andando ese camino somos capaces de ver la maravilla de la gracia y aprendemos que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Cristo. El mundo no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el mundo está amparada por una misericordia amorosa, está dominada y superada por la benevolencia, el perdón y la salvación de Dios. Quien celebre así el Adviento podrá hablar con derecho de la Navidad feliz bienaventurada y llena de gracia. Y conocerá cómo la verdad contenida en la felicitación navideña es algo mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una especie de diversión de carnaval».

Estar preparados…

«En el capitulo 13 que Pablo escribió a los cristianos en Roma, dice el Apóstol lo siguiente: “La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz. Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, ni en amancebamientos y libertinajes, ni en querellas y envidias, antes vestíos del Señor Jesucristo…” Según eso, Adviento significa ponerse en pie, despertar, sacudirse del sueño. ¿Qué quiere decir Pablo? Con términos como “comilonas, borracheras, amancebamientos y querellas” ha expresado claramente lo que entiende por «noche». Las comilonas nocturnas, con todos sus acompañamientos, son para él la expresión de lo que significa la noche y el sueño del hombre. Esos banquetes se convierten para San Pablo en imagen del mundo pagano en general que, viviendo de espaldas a la verdadera vocación humana, se hunde en lo material, permanece en la oscuridad sin verdad, duerme a pesar del ruido y del ajetreo. La comilona nocturna aparece como imagen de un mundo malogrado. ¿No debemos reconocer con espanto cuan frecuentemente describe Pablo de ese modo nuestro paganizado presente? Despertarse del sueño significa sublevarse contra el conformismo del mundo y de nuestra época, sacudirnos, con valor para la virtud v la fe, sueño que nos invita a desentendernos a nuestra vocación y nuestras mejor posibilidades. Tal vez las canciones del Adviento, que oímos de nuevo esta semana se tornen señales luminosas para nosotros que nos muestra el camino y nos permiten reconocer que hay una promesa más grande que la el dinero, el poder y el placer. Estar despiertos para Dios y para los demás hombres: he ahí el tipo de vigilancia a la que se refiere el Adviento, la vigilancia que descubre la luz y proporciona más claridad al mundo».

Juan el Bautista y María «Juan el Bautista y María son los dos grandes prototipos de la existencia propia del Adviento. Por eso, dominan la liturgia de ese período. ¡Fijémonos primero en Juan el Bautista! Está ante nosotros exigiendo y actuando, ejerciendo, pues, ejemplarmente la tarea masculina. Él es el que llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar. Quien quiera ser cristiano debe “cambiar” continuamente sus pensamientos. Nuestro punto de vista natural es, desde luego, querer afirmarnos siempre a nosotros mismos, pagar con la misma moneda, ponernos siempre en el centro. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, caminar en la dirección opuesta. Todo ello se ha de extender también a nuestro modo de comprender la vida en su conjunto. Día tras día nos topamos con el mundo de lo visible.

Tan violentamente penetra en nosotros a través de carteles, la radio, el tráfico y demás fenómenos de la vida diaria, que somos inducidos a pensar que sólo existe él. Sin embargo, lo invisible es, en verdad, más excelso y posee más valor que todo lo visible. Una sola alma es, según la soberbia expresión de Pascal, más valiosa que el universo visible. Mas para percibirlo de forma vida es preciso convertirse, transformarse interiormente, vencer la ilusión de lo visible y hacerse sensible, afinar el oído y el espíritu para percibir lo invisible. Aceptar esta realidad es más importante que todo lo que, día tras día, se abalanza violentamente sobre nosotros. Metanoeite: dad una nueva dirección a vuestra mente, disponedla para percibir la presencia de Dios en el mundo, cambiad vuestro modo de pensar, considerar que Dios se hará presente en el mundo en vosotros y por vosotros. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su pensamiento, del deber de convertirse. ¡Cuán cierto es que éste es también el destino del sacerdote y de cada cristiano que anuncia a Cristo, al que conocemos y no conocemos!».

Tomado de www.encuentra.com

Joseph Ratzinger, “La Eucaristía, antídoto para la amenaza del individualismo”, Zenit, 23.XII.03

CIUDAD DEL VATICANO, 22 diciembre 2003 (ZENIT.org).- Para el cardenal Joseph Ratzinger el mayor peligro actual para la humanidad es el relativismo, que acaba encerrándola en el individualismo.

Por este motivo la Iglesia ha insistido tanto a los católicos en el último año en el lazo que constituye la Eucaristía, reconoció el purpurado bávaro tras haber participado este lunes en el encuentro que todos los años Juan Pablo II mantiene con sus colaboradores de la Curia romana.

El cardenal Ratzinger, en calidad de decano del Colegio de los cardenales, fue el encargado de dirigir las palabras de saludo al pontífice, en las que constató que la encíclica sobre la Eucaristía, publicada el pasado Jueves Santo, es quizá el documento papal más importante de 2003.

El mérito de este documento papal –«Ecclesia de Eucharistia»–, según el purpurado bávaro, es el de reproponer «el lazo indisoluble entre Iglesia y Eucaristía», pues «existía el riesgo de que se perdiera» «en un mundo tan individualista».

El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe explicó después el alcance de esta propuesta en respuesta a las preguntas de «Radio Vaticano».

«Conocemos la fuerza de la violencia en este mundo, las amenazas contra la paz y contra los fundamentos éticos de la humanidad, que se constatan en tantos campos de la legislación, sobre todo en la técnica de la reproducción del hombre, según la cual el hombre se convierte en un producto», explicó.

«De aquí –reconoció–, surge la preocupación de que las fuerzas de la fe estén suficientemente presentes y sean dinámicas para que puedan realmente oponerse a la amenaza de la violencia y creen un clima de perdón, de justicia, como condición para la paz».

«Y para que la fe pueda responder realmente a los desafíos de nuestro tiempo, es importante que sea sólida, es decir, que la fe sobre todo en Cristo sea completa, que comprenda que Cristo es la encarnación del único Dios y el Salvador de todos los hombres», recalcó.

«Por tanto, entre las preocupaciones, se da el gran problema del relativismo: ver a Jesucristo como uno de los reveladores de Dios, en lugar de ver en Él realmente la encarnación del Hijo de Dios», explicó en su respuesta al periodista.

En su encuentro con el Papa el cardenal había aclarado que Cristo presente en «la Eucaristía construye la Iglesia». «Pero es también verdad lo inverso –añadió–: la Iglesia es el espacio vital de la Eucaristía. Nos es posible recibir la eucaristía como un alimento privado para después encerrarse en el propio individualismo».

«Nos une al Señor y en ese sentido nos une entre nosotros –concluyó–. Es vinculante, en el sentido de que nos hace miembros del Cuerpo de Cristo, cuya unidad se constituye en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión».

Tomado de Zenit, ZS03122204

Joseph Ratzinger, “Fe, verdad, toleracia”, Alfa y Omega, 11.IX.03

Nuevo libro del cardenal Ratzinger Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Fe, verdad, toleracia”, Alfa y Omega, 11.IX.03″

Joseph Ratzinger, “La marginación de Dios”, 8.X.01

Análisis del prefecto para la Doctrina de la Fe sobre la crisis religiosa.

Joseph Ratzinger Intervención en el Sínodo de los Obispos, 8.X.01 Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “La marginación de Dios”, 8.X.01″

Joseph Ratzinger, “El espíritu de la liturgia”, Alfa y Omega, 18.X.01

Una de las claves del Concilio Vaticano II fue la renovación litúrgica, pero ésta ha llegado a los cristianos como cambios exteriores más que como un espíritu. En este libro de Ediciones Cristiandad, que será presentado en Madrid el próximo 23 de octubre, el cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hace una introducción rigurosa, de carácter teológico, para revelar el espíritu que anima la liturgia y, mediante ella, a toda la Iglesia. Con el fin de redescubrir toda la belleza de la liturgia y su riqueza oculta, este nuevo libro es una actualización del que, en 1946, escribiera Guardini: Sobre el espíritu de la liturgia. Ofrecemos algunos párrafos: – Podríamos decir que entonces -en 1918- la liturgia se parecía a un fresco que, aunque se conservaba intacto, estaba casi completamente oculto por capas sucesivas. Gracias al Concilio Vaticano II, aquel fresco quedó al descubierto y, por un momento, quedamos fascinados por la belleza de sus colores y de sus formas. Sin embargo, ahora está nuevamente amenazado, tanto por las restauraciones o reconstrucciones desacertadas, como por el aliento de las masas que pasan de largo.

– Dios tiene derecho a una respuesta por parte del hombre, tiene derecho al hombre mismo, y donde este derecho de Dios desaparece por completo, se desintegra el orden jurídico humano, porque falta la piedra angular que le dé cohesión.

– El culto es percatarse de la caída, es, por así decirlo, el instante del arrepentimiento del hijo pródigo, el volver-la-mirada al origen. Puesto que, según muchas filosofías, el conocimiento y el ser coinciden, el hecho de poner la mirada en el principio, constituye también, y al mismo tiempo, un nuevo ascenso hacia él.

– La Eucaristía es, desde la cruz y la resurrección de Jesús, el punto de encuentro de todas las líneas de la Antigua Alianza, e incluso de la historia de las religiones en general: el culto verdadero, siempre esperado y que siempre supera nuestras posibilidades, la adoración en espíritu y verdad.

– El culto cristiano implica universalidad. La liturgia cristiana nunca es la iniciativa de un grupo determinado, de un círculo particular o, incluso, de una Iglesia local concreta. La Humanidad que sale al encuentro de Cristo se encuentra con Cristo que sale al encuentro de la Humanidad.

– Que nadie diga ahora: la Eucaristía está para comerla y no para adorarla. No es, en absoluto, un pan corriente, como destacan, una y otra vez, las tradiciones más antiguas. Comerla es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. Comerlo significa adorarle. Comerlo significa dejar que entre en mí de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran nosotros, de manera que lleguemos a ser uno solo con Él. De esta forma, la adoración no se opone a la comunión, ni se sitúa paralelamente a ella. La comunión alcanza su profundidad sólo si es sostenida y comprendida por la adoración. La presencia eucarística en el tabernáculo no crea otro concepto de Eucaristía paralelo o en oposición a la celebración eucarística, más bien constituye su plena realización. Pues esa presencia la que hace que siempre haya Eucaristía en la Iglesia.

– El domingo es, para el cristiano, la verdadera medida del tiempo, lo que marca el ritmo de su vida. No se apoya en una convención arbitraria, sino que lleva en sí la síntesis única de su memoria histórica, del recuerdo de la creación y de la teología de la esperanza. Es la fiesta de la resurrección para los cristianos, fiesta que se hace presente todas las semanas, pero que no por eso hace superfluo el recuerdo específico de la Pascua de Jesús.

– La ausencia total de imágenes no es compatible con la fe en la encarnación de Dios. Dios, en su actuación histórica, ha entrado en nuestro mundo sensible para que el mundo se haga transparente hacia Él. Las imágenes de lo bello en las que se hace visible el misterio del Dios invisible forman parte del culto cristiano.

– La imagen de Cristo y las imágenes de los santos no son fotografías. Su cometido es llevar más allá de lo constatable desde el punto de vista material, consiste en despertar los sentidos internos y enseñar una nueva forma de mirar que perciba lo invisible en lo visible. La sacralidad de la imagen consiste precisamente en que procede de una contemplación interior y, por esto mismo, lleva a una contemplación interior.

– En la acción por la que nos acercamos, orando, a la participación, no hay diferencia alguna entre el sacerdote y el laico. Indudablemente, dirigir la oratio al Señor en nombre de la Iglesia y hablar, en su punto culminante, con el Yo de Jesucristo, es algo que sólo puede suceder en virtud del poder que confiere al sacramento. Pero la participación es igual para todos, en cuanto que no la lleva a cabo hombre alguno, sino el mismo Señor y sólo Él.

– Tu nombre será una bendición había dicho Dios a Abrahán al principio de la historia de la salvación. En Cristo, hijo de Abrahán, se cumple esta palabra en su plenitud. Él es una bendición, para toda la creación y para todos los hombres. La cruz, que es su señal en el cielo y en la tierra, tenía que convertirse, por ello, en el gesto de bendición propiamente cristiano. Hacemos la señal de la cruz sobre nosotros mismos y entramos, de este modo, en el poder de bendición de Jesucristo. Hacemos la señal de la cruz sobre las personas a las que deseamos la bendición. Hacemos la señal de la cruz también sobre las cosas que nos acompañan en la vida y que queremos recibir nuevamente de la mano de Dios. Mediante la cruz podemos bendecirnos los unos a los otros. Personalmente, jamás olvidaré con qué devoción y con qué recogimiento interior mi padre y mi madre nos santiguaban, de pequeños, con el agua bendita. Nos hacían la señal de la cruz en la frente, en la boca, en el pecho, cuando teníamos que partir, sobre todo si se trataba de una ausencia particularmente larga.

– Existen ambientes, no poco influyentes, que intentan convencernos de que no hay necesidad de arrodillarse. Dicen que es un gesto que no se adapta a nuestra cultura (pero ¿cuál se adapta?); no es conveniente para el hombre maduro, que va al encuentro de Dios y se presenta erguido. (…) Puede ser que la cultura moderna no comprenda el gesto de arrodillarse, en la medida en que es una cultura que se ha alejado de la fe, y no conoce ya a aquel ante el que arrodillarse es el gesto adecuado, es más, interiormente necesario. Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central.

– La religiosidad popular es el humus sin el cual la liturgia no puede desarrollarse. Desgraciadamente muchas veces fue despreciada e incluso pisoteada por parte de algunos sectores del Movimiento Litúrgico y con ocasión de la reforma postconciliar. Y, sin embargo, hay que amarla, es necesario purificarla y guiarla, acogiéndola siempre con gran respeto, ya que es la manera con la que la fe es acogida en el corazón del pueblo, aun cuando parezca extraña o sorprendente. Es la raigambre segura e interior de la fe. Allí donde se marchite, lo tienen fácil el racionalismo y el sectarismo.

Joseph Ratzinger, “La misión del obispo”, Zenit, 29.X.01

El Sínodo de los obispos clausurado este 27 de octubre en Roma constituye el final de una serie de encuentros eclesiales marcados por la división tras el Concilio Vaticano II. Esta es la conclusión que saca el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en esta entrevista concedida al padre Bernardo Cervellera, director de la agencia Fides.

–Eminencia, ¿nos puede dar un juicio personal? Ha sido un Sínodo muy tranquilo y cordial. Quizás no ha habido grandes intuiciones y sorpresas: las ideas y los problemas son conocidos, no ha habido nada sorprendente. Sin embargo, da la impresión de que esto es posible gracias a un gran entendimiento y a una profunda colegialidad, formados en estos últimos veinte años.

He participado en los Sínodos desde 1977 y he vivido Sínodos con tensiones muy fuertes. Haciendo una comparación entre este Sínodo y el fermento de los años que inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II, se nota mucha más tranquilidad y esto demuestra que nos encontramos en una nueva generación que ha asimilado el Concilio y busca los caminos para una nueva evangelización.

La primera impresión es, por tanto, la de una verdadera cordialidad y gran entendimiento. Ya no necesitamos discutir muchas cosas organizativas, o también interpretativas. Es tiempo de mostrar al mundo el rostro de Cristo y mostrar a Dios. Sin grandes sorpresas, el efecto esencial (de este Sínodo) es para mí esta nueva y profunda unidad del cuerpo episcopal a la hora de anunciar juntos el Evangelio a un mundo que necesita un nuevo anuncio de Dios y de Cristo.

–En su intervención en el aula, usted habló de una auto-secularización de los obispos, de una polarización de la Iglesia en sus asuntos internos, «mientras que el mundo tiene sed de Dios»…

Esto, gracias a Dios, no se ha realizado en este Sínodo. Se podía temer que nos entretuviéramos en la relación entre Curia romana y obispos, en los poderes del Sínodo, en las estructuras de las Conferencias intercontinentales y nacionales. De este modo, se podía estrangular verdaderamente la vida de la Iglesia, discutiendo siempre sobre las cosas penúltimas y olvidando las cosas últimas.

Este fue el peligro en un cierto período del período posterior al Concilio, con las grandes reestructuraciones acaecidas en ese tiempo. Sustancialmente eran útiles, pero la Iglesia se ocupaba casi exclusivamente de sí misma.

Una realidad que no produce frutos «para los demás» y sólo piensa en sí misma es inútil. Deseo expresarme verdaderamente contra este peligro. Si la Iglesia se ocupa sólo de sí misma, se olvida de que sólo está al servicio de algo más grande: tiene que ser la ventana a través de la cual se ve a Dios; tiene que ser el espacio abierto en el que aparece la Palabra de Dios y se hace presente en nuestra realidad.

Existe también el peligro de otro tipo de secularismo: al comprometernos tanto en los problemas de este mundo, lleno de sufrimientos, podríamos convertirnos sólo en agentes sociales, olvidando que el primer servicio que hay que prestar, también en el mundo social, es hacer que Dios sea conocido.

Así, pues, el peligro era un falso auto-encerramiento de las Iglesias en sí mismas y un horizontalismo que piensa sólo en cosas materiales, relegando a Dios a un papel secundario.

Gracias a Dios, superando estos dos peligros, se ha prestado verdadera atención al «primum necessarium»: la primera necesidad del mundo es conocer a Dios. Si no lo conoce, todo lo demás deja de funcionar, como demuestran los grandes sistemas ateos del siglo pasado.

–Al escuchar las proposiciones que presentó el Sínodo, se diría que se trata de una larga serie de «deberes», de actividades, que un Obispo debería realizar: compromiso con los sacerdotes, religiosos, jóvenes, en el ecumenismo, en la justicia social, etc. ¿No se corre el riesgo de pedir a los Obispos demasiadas cosas que después no se pueden aplicar? Este es siempre el peligro de todos los Sínodos que quieren realizar algo completo y se convierten en una especie de manual, en lugar de sacar a la luz algunos imperativos importantes. Las diversas indicaciones hechas por los Padres sinodales sobre la reforma del método de los Sínodos van precisamente en esta dirección: no hacer más manuales, sino limitarnos a algunos imperativos de gran importancia. En todo caso, se puede esperar que el documento post-sinodal no sea un largo manual, sino que nos confronte con algunos elementos esenciales, algo así como el modelo que representa la «Novo Millennio Ineunte» [carta apostólica de Juan Pablo II al concluir el Jubileo], que es un documento que habla al corazón y a las situaciones.

–Al escucharse las discusiones y documentos finales, el obispo parecería ser el amo de la Iglesia: el obispo hace esto, y lo de más allá… No hay un momento en el que el obispo se reconozca hijo de la Iglesia y no sólo padre y maestro… Usted dijo una vez que «la Iglesia es femenina»…Quizás usted señala un peligro real. Subrayando todos los deberes del obispo y toda la riqueza de la función sacramental episcopal, se olvida que el obispo es creyente y servidor. Es hijo de la Iglesia y sólo así puede ser también un padre. Con todas las buenas intenciones de indicar todo lo que el obispo recibe en el sacramento, todas sus responsabilidades, hemos olvidado esta última humildad, que es también una gran gracia: en último término, nuestro compromiso no depende de nosotros, pero podemos dejar todo en las manos del Señor.

Tomado de Zenit, ZS01102904

Joseph Ratzinger, “La abolición del hombre”, Le Figaro, 17.XI.01

Entrevista en la que ofrece un punto de vista acerca de las cuestiones fundamentales de nuestra época. La Iglesia y la tolerancia, Occidente y el Islam, la ciencia y el futuro. Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “La abolición del hombre”, Le Figaro, 17.XI.01″

Joseph Ratzinger, “Veinte años en Roma”, Zenit, 23.XI.01

El trabajo diario al frente de uno de los cargos más importantes de la Iglesia católica; la relación con Juan Pablo II; su infancia transcurrida en Alemania… El cardenal Joseph Ratzinger ha dejado espacio a las confidencias en una entrevista concedida a corazón abierto a Radio Vaticano.

Nacido en Baviera el 26 de abril de 1927, Ratzinger se convirtió en uno de los teólogos más escuchados en la Iglesia católica tras participar como perito en el Concilio Vaticano II de 1962 a 1965. Tras haber sido Vicerrector de la Universidad de Ratisbona de 1969 a 1977, Pablo VI le nombró arzobispo de Munich y Freising el 24 de marzo de 1977.

Juan Pablo II le llamaría a Roma para ser prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe el 25 de noviembre de 1981. En estos veinte años el cardenal se ha caracterizado por defender el «capital» más precioso de la Iglesia católica: la verdad de fe, en coherencia con la revelación de Cristo, encarnada en el tiempo presente.

Así es como comenta Ratzinger su delicado papel.

–¿Cómo es posible tener hoy día autoridad en cuestiones de fe? –Cardenal Ratzinger: Es ciertamente una tarea difícil, en parte porque ya no existe el concepto de autoridad. El hecho de que una autoridad pueda decidir algo parece hoy incompatible con la libertad para hacer lo que uno quiera. Es difícil también porque muchas tendencias generales de nuestra época se oponen a la fe católica: se busca una simplificación de la visión del mundo. De este modo, Cristo no podría ser Hijo de Dios, sino un mito, una gran personalidad humana, pues Dios no puede haber aceptado el sacrificio de Cristo, Dios no sería un Dios cruel… En definitiva, hay muchas ideas que se oponen al cristianismo y habría que replantear muchas verdades de fe para que se adecuaran al hombre de hoy. Pero tengo que decir que muchas personas también agradecen el que la Iglesia siga siendo una fuerza que expresa la fe católica y ofrece un fundamento sobre el que se puede vivir y morir. Y esto es para mí algo consolador.

–Sus veinte años en la Congregación vaticana han quedado íntimamente a este pontificado. ¿Cuáles son sus recuerdos más intensos? –Cardenal Ratzinger: Los recuerdos más intensos están ligados a los encuentros con el Papa en los grandes viajes y al gran drama de la teología de la liberación, donde buscamos el camino justo. Después viene el compromiso ecuménico del Santo Padre: esa búsqueda de una gran apertura de la Iglesia en la que al mismo tiempo no pierda su identidad.

Los encuentros ordinarios con el Papa son quizá la experiencia más enriquecedora, pues se habla de corazón a corazón y constatamos la común intención de servir al Señor. Vemos cómo el Señor nos ayuda también a encontrar compañía en nuestro camino, pues yo no hago nada solo. Esto es muy importante: no hay que tomar decisiones personales solo, sino con gran colaboración. Y esto siempre en la senda de la comunión con el Papa, que tiene una gran visión de futuro. Él me confirma y me guía en mi camino.

–Pero, ¿cómo es el Papa? ¿No tiene algún adjetivo que sirva para hacerle más familiar? –Cardenal Ratzinger: El Papa es sobre todo muy bueno. Es un hombre que tiene un corazón abierto. Es también un hombre chistoso, con el que se puede hablar con gran alegría y tranquilidad. No estamos todo el tiempo subidos en las nubes; estamos en esta vida… Esta bondad personal del Papa me convence una y otra vez. No hay que olvidar tampoco su gran cultura, su normalidad, y el hecho de que tiene los pies sobre la tierra.

–¿Podría describirse a sí mismo? –Cardenal Ratzinger: Es imposible hacer un autorretrato; es difícil juzgarse a sí mismos. Puedo decir sólo que provengo de una familia muy sencilla, muy humilde, y por eso más que un cardenal me siento un hombre sencillo.

Tengo mi casa en Alemania, en un pequeño pueblo, con personas que trabajan en la agricultura, en la artesanía, y allí me siento en mi ambiente. Trato de ser así también en mi trabajo: no sé si lo logro, no me atrevo a juzgarme.

Recuerdo siempre con gran cariño la profunda bondad de mi padre y de mi madre, y naturalmente para mí bondad significa la capacidad para decir «no», pues una bondad que deje hacerlo todo no hace bien al otro.

En ocasiones bondad significa tener que decir «no» y correr así el riesgo de la contradicción. Estos son mis criterios, este es mi origen; lo demás deberían juzgarlo los demás.

Tomado de Zenit, ZS01112307