Durante décadas distintos historiadores, especialmente de orientación marxista, han insistido en presentar las Cruzadas como un fruto de factores materiales exclusivamente.
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Ignacio Sánchez Cámara, “Clonación y dignidad”, ABC, 1.XII.01
Las reacciones ante la clonación de un embrión humano parecen confirmar el carácter anómalo del debate moral contemporáneo. Especialmente, quizá, en el ámbito de la bioética. Toda discusión moral es estéril si no se remonta a los fundamentos, es decir, a las diferentes concepciones filosóficas de la ética. En caso contrario, todo queda reducido a repetición de tópicos, charla de café o diálogo de sordos. Tampoco cabe encontrar la respuesta en la ciencia, que suministra más los términos del problema que la solución.
Y no se trata sólo de que no lleguemos a un acuerdo, cosa tal vez imposible; es que ni siquiera discutimos sobre los mismos presupuestos. De este modo, con exigua sutileza, unos perciben en los partidarios de la clonación terapéutica a una especie de asesinos en serie, y los otros convierten a sus detractores en entusiastas fundamentalistas de la muerte que se oponen con crueldad a un simple tratamiento médico. Pero algunos defensores de la clonación, y de otras causas semejantes, esgrimen un argumento falaz, que consiste en la atribución a sus oponentes de un planteamiento religioso o confesional, identificando el suyo con la racionalidad y el buen sentido, y les exigen la tolerancia y la exclusión del dogmatismo. Naturalmente, aceptar ese planteamiento es otorgarles de antemano la razón y escamotear el debate.
Si no estoy equivocado, todo depende de la concepción que se defienda sobre la vida humana, sobre su origen, fundamento y dignidad. No pueden pensar lo mismo sobre, por ejemplo, el aborto, la eutanasia o la clonación quienes consideran que la vida es un don de Dios o una realidad misteriosa o trascendente que quienes la entienden como una mera propiedad inmanente de ciertos seres autónomos que pueden disponer libremente de ella, o quienes limitan la existencia de la persona a un cierto estado de madurez, o reducen el deber moral al principio de no causar daño a un ser sensible o consciente. Tampoco pueden pensar lo mismo quienes postulan la existencia de deberes absolutos e incondicionados que quienes limitan el deber a la producción del placer y a la evitación del dolor.
Sin acudir a este ámbito de los fundamentos filosóficos y de la concepción radical del mundo y de la vida, las disputas morales constituyen una pérdida de tiempo y una irresponsabilidad. Si asumimos la primera tesis, es claro que la clonación, incluida la terapéutica, atenta contra el deber moral y contra la dignidad de la vida. Si nos adherimos a la segunda, la conclusión será su licitud en la medida en que puede paliar el sufrimiento de seres conscientes y maduros, aunque sea al precio de manipular y destruir embriones, carentes de toda dignidad. Por eso, no espero nada relevante de un debate sobre la clonación, y, en general, sobre bioética. Poco más que parloteo e incomprensión. Por mi parte, como creo en el sentido trascendente de la vida, considero que la clonación, incluida la terapéutica, es ilícita moralmente. Aliviar el sufrimiento y curar una enfermedad pueden constituir un deber, pero no un deber absoluto e incondicionado. Hay deberes más elevados. Pero también entiendo la posición de los partidarios, aunque creo que parten de una concepción equivocada de vida humana. Lo que no estoy dispuesto a aceptar es que la suya sea la única posición ilustrada y racional. Si es la única moderna y progresista, me importa muy poco. En cualquier caso, no albergo dudas acerca de cuál de las dos concepciones es más favorable a la dignidad de la vida y de la persona. Si no va a haber auténtico debate, lo mejor es guardar silencio, respetar al discrepante, mas no necesariamente sus argumentos, y confiar en que la verdad moral, que no depende del sufragio universal, termine por imponerse.
Jesús Sanz, “La inquina contra la enseñanza de la religión”, PUP, 3.VI.02
Por mucho que lo intente, quien defienda, de palabra o por escrito, que se saque la religión de los centros de enseñanza, no podrá disimular su encono personal contra lo religioso. Todos los argumentos esgrimidos para apoyar semejante postura ceden ante la realidad de la naturaleza del hombre y de varios milenios de cultura. Sólo ignorando todo esto podrían hallar una justificación objetiva.
No puede pretenderse, a estas alturas de la historia, que la religión es una simple cuestión de vida privada o de preferencias personales, como lo sería el optar por un color de pantalones o un determinado corte de pelo. La religión es algo que pertenece a nuestra constitución como personas, y eso tanto si se considera que existe una naturaleza humana como si se piensa que el hombre es sólo historia o cultura. Y esto no depende de que haya una “religión oficial” o aceptada por todos. Nuestra época es la de la libertad religiosa y la del surgimiento del ateísmo. Pues, aun así, el pensamiento y la literatura de este tiempo no se entienden sin la referencia religiosa. No hablo sólo de los creyentes (Chesterton, Bernanos, Marcel, Maritain, Claudel, Papini, Greene) sino de los que dudan (Unamuno, Machado, Kafka, Thomas Mann, Ingmar Bergman, Hermann Hesse, Broch) o incluso los que optan por la negación (Camus, Sartre, Joyce).
Por eso, cuando burdamente se identifica la religión con la superstición, como hace, por ejemplo, “El Roto” en su viñeta del viernes, sólo cabe pensar que quien lo hace acaba de caer en el mundo o trata, por razones inconfesables, de hacerse creer a sí mismo lo que sabe que es falso. Desde una posición personal de duda, lo más razonable es lo que planteaba Amando de Miguel hace tiempo: estamos ante una institución que ha durado veinte siglos soportando lo increíble, y que tiene a su servicio un contingente envidiable de profesionales que distan de ser ingenuos o ignorantes, que la sirven con lealtad inquebrantable… ¿Será que la religión católica es la verdadera?
Ignacio Sánchez Cámara, “El desarreglo del alma”, ABC, 15.V.02
En 1913, elogiando el libro «Ideas» para una concepción biológica del mundo, del barón Von Uexküll, escribió Ortega y Gasset: «No conozco sugestiones más eficaces que las de este pensador para poner orden, serenidad y optimismo sobre el desarreglo del alma contemporánea». Magnífica fórmula: «desarreglo del alma contemporánea». Y el desarreglo no ha hecho sino desarreglarse aún más. Por eso, nada hace quizá tanta falta hoy como el orden, la serenidad y el optimismo. Creo advertir las raíces de este desorden en anomalías que operan en el fondo de las creencias y de las ideas filosóficas vigentes, en el subsuelo donde se asienta nuestra concepción del mundo. La filosofía es ocupación seria y minoritaria que no puede ni debe aspirar a mandar, pero de la que depende, en medida mayor de la que se imagina, el nivel intelectual y moral de los hombres y de las sociedades.
En nuestros días, no existe una filosofía vigente y las que gozan de una moda o un éxito pasajeros, o no son filosofía o lo son de un modo deficiente o fraudulento. Vivimos instalados en tópicos filosóficos erróneos y, lo que es quizá aún peor, extemporáneos, arcaicos, propios del siglo pasado y aún del XIX. No es posible vivir en forma en el siglo XXI con ideas y creencias viejas de doscientos años. El examen de las polémicas en torno a la modernidad confirman, a mi parecer, este melancólico diagnóstico. Unos se obstinan en vivir de un racionalismo utópico de raíz cartesiana incapaz de aportar soluciones a la altura del tiempo. Otros, conscientes de este fracaso, levantan acta de defunción de la razón y se refugian en el nihilismo o la extravagancia o también en un «pensamiento débil», contradicción en los términos, pues si algo ha de ser fuerte es el pensamiento. Y no faltan quienes nos invitan a un viaje imposible al pasado, pues éste es siempre lo que no puede volver. ¿Es que estamos acaso condenados a elegir entre el materialismo y la irracionalidad? Lo uno y lo otro es, además de falso, anticuado e inservible. Y lo más descorazonador es que las ideas filosóficas que podrían salvarnos del marasmo existen y han sido pensadas a lo largo del siglo XX. En realidad, nos basta con tomar posesión de ellas y continuar la labor. Pero esto requiere inteligencia y modestia, extrañas virtudes que suelen transitar juntas, y no ignorancia y petulancia, extendidos vicios que también suelen viajar en fraterna comunión.
Mientras no se ponga orden, serenidad y optimismo en este desarreglo del alma contemporánea, todo marchará a trompicones y patas arriba. Aristóteles decía que el temperamento intelectual oscila entre el entusiasmo y la melancolía. Incluso de esta última cabe sacar fuerzas para el optimismo.
Ignacio Sánchez Cámara, “Religión y escuela”, ABC, 6.V.02
De la vieja cuestión escolar sólo queda, en parte, pendiente la solución del problema de la enseñanza de la Religión en la escuela pública. En la etapa de la transición, la cosa había quedado más o menos resuelta con la consideración de la Religión católica como asignatura evaluable y de la Ética como optativa. Esta solución planteaba el problema del erróneo entendimiento de la Ética cívica como alternativa a la Religión y su consiguiente supresión para los alumnos que optaran por la enseñanza religiosa. Pero, al menos, era respetuosa con la Constitución, con los acuerdos entre el Estado y la Santa Sede y con la consideración de la Religión como asignatura evaluable. Luego vino la extravagante profusión de alternativas lúdicas a la Religión y la supresión de su condición de asignatura evaluable para el currículo de los alumnos, es decir, el escamoteo de su condición de auténtica asignatura.
Al parecer, estamos ahora a punto de alcanzar un acuerdo entre el Ministerio y la Iglesia que ponga fin a una situación anómala. La solución, según las informaciones disponibles, consiste en la recuperación de la Religión como asignatura obligatoria y evaluable y con la probable alternativa de una asignatura de Historia de las Religiones o de Religión y Cultura que contemple el fenómeno religioso desde la perspectiva cultural. No obstante, no se descarta la posibilidad, que desnaturalizaría este tratamiento, de que la calificación carezca de consecuencias académicas. Pero una asignatura sin consecuencias académicas es cualquier cosa menos una verdadera asignatura. La solución más razonable sería la existencia de una asignatura de Religión como fenómeno cultural y unas optativas de enseñanza religiosa confesional. Sin la dimensión religiosa la formación integral no es posible, y sin el conocimiento de la tradición cristiana no cabe entender la civilización occidental ni la historia universal. La oposición a esta solución razonable sólo puede ser fruto de una extravagante animadversión hacia el cristianismo y de un erróneo entendimiento del imperativo constitucional que no aboga por el laicismo sino por el carácter aconfesional del Estado. Éste último es compatible con la aceptación y el respeto del catolicismo como religión mayoritaria en España y con la consideración del cristianismo como elemento constitutivo esencial de nuestra civilización. Con demasiada frecuencia se olvida que la escuela pública no ha de ser una escuela laica sino la escuela de todos, y que la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia obligan a respetar la libertad religiosa, que es cosa muy distinta de la exclusión de la Religión de la escuela pública. Esta exclusión no sólo atentaría contra el derecho de los padres y de los alumnos a una formación religiosa en la escuela pública, que es la de todos, no sólo la de los agnósticos y los ateos, sino también contra la Constitución y los acuerdos entre el Estado y la Iglesia.
José Luis Martín Descalzo, “Veinticuatro maneras de amar”
Cuando a la gente se la habla de que “hay que amarse los unos a los otros” son muchos los que se te quedan mirando y te preguntan: ¿y amar, qué es: un calorcillo en el corazón? ¿Cómo se hace eso de amar, sobre todo cuando se trata de desconocidos o semiconocidos? ¿Amar son, tal vez, solamente algunos impresionantes gestos heroicos? Un amigo mío, Amado Sáez de Ibarra, publicó hace muchos años un folleto que se titulaba “El arte de amar” y en él ofrecía una serie de pequeños gestos de amor, de esos que seguramente no cambian el mundo, pero que, por un lado, lo hacen más vividero y, por otro, estiran el corazón de quien los hace.
Siguiendo su ejemplo voy a ofrecer aquí una lista de 24 pequeñas maneras de amar: – Aprenderse los nombres de la gente que trabaja con nosotros o de los que nos cruzamos en el ascensor y tratarles luego por su nombre.
– Estudiar los gustos ajenos y tratar de complacerles.
– Pensar, por principio, bien de todo el mundo.
– Tener la manía de hacer el bien, sobre todo a los que no se la merecerían teóricamente.
– Sonreír. Sonreír a todas horas. Con ganas o sin ellas.
– Multiplicar el saludo, incluso a los semiconocidos.
– Visitar a los enfermos, sobre todo sin son crónicos.
– Prestar libros aunque te pierdan alguno. Devolverlos tú.
– Hacer favores. Y concederlos antes de que terminen de pedírtelos.
– Olvidar ofensas. Y sonreír especialmente a los ofensores.
– Aguantar a los pesados. No poner cara de vinagre escuchándolos.
– Tratar con antipáticos. Conversar con los sordos sin ponerte nervioso.
– Contestar, si te es posible, a todas las cartas.
– Entretener a los niños chiquitines. No pensar que con ellos pierdes el tiempo.
– Animar a los viejos. No engañarles como chiquillos, peros subrayar todo lo positivo que encuentres en ellos.
– Recordar las fechas de los santos y cumpleaños de los conocidos y amigos.
– Hacer regalos muy pequeños, que demuestren el cariño pero no crean obligación de ser compensados con otro regalo.
– Acudir puntualmente a las citas, aunque tengas que esperar tú.
– Contarle a la gente cosas buenas que alguien ha dicho de ellos.
– Dar buenas noticias.
– No contradecir por sistema a todos los que hablan con nosotros.
– Exponer nuestras razones en las discusiones, pero sin tratar de aplastar.
– Mandar con tono suave. No gritar nunca.
– Corregir de modo que se note que te duele el hacerlo.
La lista podría ser interminable y los ejemplos similares infinitos. Y ya sé que son minucias. Pero con muchos millones de pequeñas minucias como éstas el mundo se haría más habitable.
Joseph Ratzinger, “La nueva evangelización”, Roma, 10.XII.00
Conferencia pronunciada el Congreso de catequistas y profesores de religión, Roma, 10.XII.00.
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Ignacio Sánchez Cámara, “La barbarie, contra la religión”, ABC, 8.X.01
La barbarie del 11 de septiembre, y el fundamentalismo fanático del que se nutre, ha servido para cargar las baterías de los enemigos de la religiosidad.
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Joseph Ratzinger, “Sobre algunos aspectos de la teología moral”
Entrevista a Joseph Ratzinger. Extractada de “Ser cristiano en la era neopagana”, Editorial Encuentro.
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Joseph Ratzinger, “Testigos de la luz de Dios”, La Razón, 23.IV.01
He leído recientemente las afirmaciones de un intelectual alemán que en relación con la «cuestión de Dios» se profesaba agnóstico, a la vez que añadía que no se puede ni probar ni excluir totalmente la existencia de Dios, de modo que el problema siempre queda abierto. Sin embargo, se declaraba firmemente convencido de la existencia del infierno: le bastaba encender la televisión para constatarlo sin sombra de duda.
Si la primera parte de esta afirmación corresponde de lleno al sentir moderno, la segunda parece extravagante, al menos en un primer examen. ¿Cómo es posible creer en el infierno si Dios no existe? Sin embargo, si las consideramos con un poco más de atención, esas palabras encarnan una lógica. El infierno –tal es su definición– es vivir en la ausencia de Dios. Donde no está Dios, allí está el infierno. Seguramente la prueba no nos la da tanto el espectáculo diario de la televisión, cuanto la mirada al siglo que hemos concluido y que nos ha dejado palabras como «Auschwitz» o «Archipiélago Gulag», y nombres como Hitler, Stalin, Pol Pot. Estos infiernos fueron construidos para preparar un mundo futuro de hombres autosuficientes que no tenían necesidad alguna de Dios. Donde Dios no está, surge el infierno, y el infierno persiste, simplemente, a través de la ausencia de Dios. Se puede llegar a este extremo incluso a través de formas sutiles, que casi siempre afirman que lo que se busca es el bien de los hombres. Hoy, cuando se comercia con órganos humanos, cuando se fabrican fetos para disponer de órganos de repuesto o para progresar en la investigación y en la prevención médicas, muchos consideran implícito el carácter humano de estas prácticas. Pero el desprecio por el hombre que supone el cómo se usa y abusa del ser humano, conduce, se quiera o no, al descenso a los infiernos. Esto no quiere decir que no pueda haber o que no haya ateos con un gran sentido ético. De todos modos, me atrevo a afirmar que dicha ética se basa en aquella luz emanada un día desde el Monte Sinaí, y que sigue brillando: la luz de Dios. Nietzsche tenía razón al subrayar que cuando la noticia de la muerte de Dios fuera conocida por todo el mundo, que cuando su luz se hubiera apagado definitivamente, que ese momento, tendría que ser terrorífico.
El cristianismo no es una filosofía complicada y envejecida con el pasar del tiempo; no es un amasijo inmenso de dogmas y preceptos; la fe cristiana consiste en ser tocados por Dios y ser sus testigos. Entonces podemos decir: la Iglesia existe para que Dios, el Dios viviente, sea anunciado para que el hombre pueda aprender a vivir con Dios, bajo su mirada y en comunicación con él. La Iglesia existe para evitar el avance del infierno sobre la tierra y para hacer que ésta sea más habitable a la luz de Dios. Gracias a Él y solamente gracias a Él, la tierra será humana. Aunque sólo fuera por este motivo, la Iglesia debe seguir existiendo, porque un posible venir a menos arrastraría a la Humanidad al torbellino de las tinieblas, de la oscuridad, incluso a la destrucción de lo que le hace hombre. Por eso la Iglesia debe medirse consigo misma y también con la manera en que se viven en ella la presencia de Dios, el conocimiento y la aceptación de su voluntad. Cuantas más vueltas dé la Iglesia sobre sí misma y no tenga ojos más que para buscar los objetivos de su supervivencia, en esa misma medida se convertirá en superflua y se debilitará, aunque disponga de grandes medios y utilice hábiles técnicas directivas y de gestión. Si no vive en ella el primado de Dios, no puede vivir ni dar fruto.
Una serie de valores ha tomado hoy el puesto del desaparecido concepto de Dios y es, al mismo tiempo, la fórmula unificadora que, por encima de todas las diferencias, podría, por un lado, conducir a una cohesión universal de los hombres de buena voluntad (¿alguien se opone?) y, por otro, llevarnos a un mundo realmente mejor. Parece seductor. En ese momento, ¿Dios habría llegado a ser algo superfluo? ¿Pueden suplantarlo estos valores? Pero, ¿cómo hacemos para saber lo que es útil para conseguir la paz? ¿De dónde tomamos la medida de la justicia y la distinción entre el bien y el mal? Y, por último, ¿cómo discernimos el momento en el que la técnica responde a las exigencias de la creación de aquel en que la está destruyendo? Quien se aferra a estos valores no puede ignorar que en seguida se convierten en el teatro de las ideologías y que no resisten la ausencia de unos criterios coherentes y repuestos de la realidad misma de la creación y del hombre. Los valores no pueden sustituir la verdad, no pueden remplazar a Dios, de quien no son más que una pálida figura, y sin cuya luz no están bien definidos. Regresamos al inicio: sin Dios, el mundo no se puede iluminar. La Iglesia sirve al mundo haciendo que Dios viva en ella, siendo transparente para Él, estando lista para llevarlo a la humanidad. Llegamos así a un problema de orden práctico: ¿Cómo lograrlo? ¿Cómo podemos reconocer a Dios y llevarlo a los demás? La misión que yo veo más urgente para la Iglesia en nuestro siglo es la de luchar por una nueva presencia de la inteligencia de la fe. La fe tiene necesidad del amplio espacio de la razón, tiene necesidad de apertura, de confesar a Dios creador. Sin tal profesión de fe, la misma cristología se volvería árida, y sólo hablaría de Dios de una manera indirecta, refiriéndose a una experiencia religiosa particular y a la fuerza limitada. Una experiencia más entre otras.
Una gran tarea de la Iglesia es reclamar la razón. Cuando la fe y la razón se dividen, sufren ambas. La razón pierde sus criterios, se hace cruel puesto que ya no tiene nada por encima de ella. Entonces, el intelecto limitado del hombre decide por sí solo cómo continuar la creación, decide por sí solo quien tiene el derecho de vivir y quien debe quedar excluido de la mesa de la vida: llegados a este punto se abre el camino del infierno. Pero la fe también puede enfermarse sin una ayuda de la razón. No es casualidad que en el Apocalipsis se presente la religión enferma que ha roto con la grandeza de la fe en la creación, como el verdadero poder del Anticristo.