La silla de ruedas

05:30, oigo el despertador. Uf, ya es hora de levantarse, pero si acabo de acostarme… ¿Por qué tiene que estallar ahora este cacharro? ¿Por qué no puedo esta tan desvelado, como ayer cuando me acosté? Me quedaré cinco minutos mas, luego en la autopista los podré recuperar. Cierro los ojos y me imagino que estoy en la playa tumbado, tomando energía de mi planeta preferido.

Lo que pensé que serían 5 minutos se multiplicaron por 8. Miro al reloj, que me responde con guasa que me he vuelto a quedar dormido. Como un cohete salgo de mi cama hacia la cocina para hacerme un café con la esperanza de que me ayude a abrir los ojos. La autopista no me permite gastar un poco de adrenalina para apaciguar mi tensión, sino que la aumenta cuando me doy cuenta que estoy atascado en ella. Cuando por fin llego a la estación de trenes veo como el tren traga a sus últimos pasajeros cierra las puertas lentamente y desaparece en el horizonte. Como era de esperar llegaré tarde al trabajo.

Después de la aventura que tuve para llegar al trabajo, la motivación se derrumba por completo al pensar en la montaña de trabajo que me está esperando. Después de 8 horas y media de duro trabajo estoy realmente por los suelos.

Mientras estoy esperando el tren para regresar a casa empiezo casi a deprimirme. Pienso lo bien que pudiera estar si tuviera mi propia empresa, podría ganar mucho dinero y ser mi propio jefe. Pienso de lo feliz que sería si conociera y compartiera mi vida con mi alma gemela. Pienso el gozo que sentiría si fuese una gran personalidad que viajara mucho y fuese reconocida y respetada. Sigo pensando y soñando llegando a la conclusión que debo ser la persona más infeliz del planeta.

Justo en este instante paso algo que almacenaré toda mi vida en el baúl de mis recuerdos. No hablé con un ángel, pero un ángel tuvo que haber planeado este encuentro. “Hola señor, me puede ayudar a subir al tren cuando venga”, me dijo una suave y alegre voz que procedía de una adolescente. A pesar de que estaba en una silla de ruedas su rostro resplandecía como un sol al amanecer. “Cómo no, señorita, ¿qué línea de tren va a coger para llegar a su destino?”, le respondí intentando sonreir.

Su tren tardó unos minutos en llegar. Me quedé con las ganas de preguntarle de cómo le era posible estar tan alegre y feliz estando en esa situación. Cómo le iba a preguntar yo, que estaba mil veces mejor que ella. Me puedo mover libremente, puedo ir donde se me antoje sin depender de nadie, puedo practicar cualquier deporte, subir cualquier montaña… Volví a meditar sobre lo infeliz que me sentía antes de encontrar a la chica y empezó a darme vergüenza de haberme sentido así. Sólo estuve preocupándome del mal día que tuve, estuve pensando en lo negativo de mi vida. ¡Que vergüenza! “Ya llega mi tren, señor”. Le ayudé a subir el tren y con una sonrisa (esta vez sincera) le deseé un bonito día. Cuando perdí el tren de vista, empecé a repasar en las cosas positivas que puedo gozar en mi vida. No tardé mucho y empecé a sentirme bien y contento con ganas de disfrutar del presente a pesar de que tuve un mal día.

Hay un proverbio que dice que cuándo los vientos se levantan o cambian rumbo hay gente que empieza a construir muros, pero otros construyen molinos. En la vida encontramos muchos vientos, pero en vez de gastar nuestras energías en construir muros podemos construir molinos y ganar energías de estos vientos. ¿Recordamos a la chica en la silla de ruedas? Si hubiese construido muros para detener los vientos se habría agotado y se hubiese deprimido por no poder controlar los vientos. Sin embargo construyó molinos aceptando su situación y enseñando a los demás a ser positivos. (Carlos Prieto, tomado de www.andaluciaglobal.com/hadaluna)

La trompeta

En una excursión todos nos hallábamos perdidos en el monte. Los niños hacía tiempo dudaban de que los guías supiéramos el camino. El bosque, agreste, no dejaba ver ni una luz que nos guiara. De pronto, se oyó el sonido de una trompeta lejana. Era el cura del pueblo, que nos esperaba y, al ver que no llegábamos, había salido en nuestra búsqueda. José Ramón, el clásico gordito de toda excursión, apretó el paso. Al cabo de un rato la trompeta se fue perdiendo. José Ramón gritó disgustadísimo: si esa trompeta deja de sonar, me siento y ahí me quedo. Esta es una forma de explicar qué es la esperanza: la esperanza es como el sonido de esa trompeta.

La vaquita

Un maestro samurai paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vió a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza del sitio, los habitantes: una pareja y tres hijos, la casa de madera, vestidos con ropas sucias y rasgadas, sin calzado. Entonces se aproximó al señor, aparentemente el padre de familia y le preguntó: “En este lugar no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen usted y su familia para sobrevivir aquí?”. El señor calmadamente respondió: “Amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo y así es como vamos sobreviviendo. “El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, luego se despidió y se fue. En el medio del camino, se volvió hacia su fiel discípulo y le ordenó: “Busque la vaquita, llévela al precipicio de allí enfrente y empújela al barranco.” El joven, espantado, repuso maestro que la vaquita era el medio de subsistencia de aquella familia, pero el maestro insistió y él fue a cumplir la órden, y empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante algunos años. Un día, el joven, agobiado por la culpa, resolvió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar y contarle todo a la familia, pedir perdón y ayudarlos. Así lo hizo, y a medida que se aproximaba al lugar veía todo muy bonito, con árboles floridos, todo habitado, con un coche en el garaje de una gran casa y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia tuviese que haber vendido el terreno para sobrevivir. Aceleró el paso, y al llegar fue recibido por un señor muy simpático. El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años, y el señor respondió que seguían viviendo allí. Entró a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacía algunos años con el maestro. Elogió el lugar y le preguntó al señor (al dueño de la vaquita): “¿Cómo hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?”. El señor respondió: “Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió, de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, así alcanzamos el éxito que sus ojos vislumbran ahora”. La moraleja samurai dice: “Todos nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona alguna cosa básica para nuestra supervivencia, que nos lleva a la rutina y nos hace dependientes de ella, y nuestro mundo se acaba reduciendo a lo que la vaquita nos da. Tú sabes cuál es tu vaquita. No te importe empujarla por el precipicio.

La vasija

Un cargador de agua tenía dos grandes vasijas que colgaban a los extremos de un palo que él llevaba encima de los hombros. Una de las vasijas tenía varias grietas, mientras que la otra era perfecta y conservaba toda el agua al final del largo camino a pie desde el arroyo hasta la casa de su patrón. Cuando llegaba, la vasija rota sólo contenía la mitad del agua. Durante dos años completos esto fue así diariamente. La vasija perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pues se sabía perfecta para el fin para el que fue creada. Pero la pobre vasija agrietada estaba muy avergonzada de su propia imperfección, y se sentía miserable, porque sólo podía hacer la mitad de lo que se suponía que era su obligación. Después de dos años, la tinaja quebrada le habló al aguador diciéndole: “Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo. Porque debido a mis grietas, sólo puedes entregar la mitad de mi carga y sólo obtienes la mitad del valor que deberías recibir”. El aguador le contestó: “Cuando regresemos a casa quiero que te fijes en las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino”. Así lo hizo la tinaja. Y en efecto, vio muchísimas flores hermosas a todo lo largo del camino. Pero de todos modos se sintió apenada porque, al final, sólo quedaba dentro de sí la mitad del agua que debía llevar. El aguador le dijo entonces: “¿Te diste cuenta de que las flores sólo crecen en tu lado del camino? Siempre he sabido de tus grietas y quiero que veas el lado positivo que eso tiene. Sembré semillas de flores a todo lo largo del camino por donde vas, y todos los días las has regado. Por dos años yo he podido recoger estas flores. Si no fueras como eres, no hubiera sido posible crear esa belleza”.

La vida es bella

Un muchacho vivía sólo con su padre, ambos tenían una relación extraordinaria y muy especial. El joven pertenecía al equipo de fútbol americano de su colegio. Habitualmente no tenía oportunidad de jugar. En fin, casi nunca. Sin embargo, su padre permanecía siempre en las gradas haciéndole compañía. El joven era el más bajo de la clase cuando comenzó la secundaria e insistía en participar en el equipo de fútbol del colegio. Su padre siempre le daba orientación y le explicaba claramente que “él no tenía que jugar fútbol si no lo deseaba en realidad”. Pero el joven amaba el fútbol, no faltaba a ningún entrenamiento ni a ningún partido, estaba decidido en dar lo mejor de sí, se sentía felizmente comprometido. Durante su vida en secundaria, lo recordaron como el “calentador de banquillo”, debido a que siempre permanecía allí sentado. Su padre, con su espíritu de luchador, siempre estaba en las gradas, dándole compañía, palabras de aliento y el mejor apoyo que hijo alguno podría esperar. Cuando comenzó la Universidad, intentó entrar al equipo de fútbol. Todos estaban seguros que no lo lograría, pero acabó entrando en el equipo. El entrenador le dio la noticia, admitiendo que lo había aceptado además por cómo él demostraba entregar su corazón y su alma en cada una de los entrenamientos, y porque daba a los demás miembros del equipo mucho entusiasmo. La noticia llenó por completo su corazón, corrió al teléfono más cercano y llamó a su padre, que compartió con él la emoción. Le enviaba en todas las temporadas todas las entradas para que asistiera a los partidos de la Universidad. El joven deportista era muy constante, nunca faltó a un entrenamiento ni a un partido durante los cuatro años de la Universidad, y nunca tuvo oportunidad de participar en ningún partido. Era el final de la temporada y justo unos minutos antes de que comenzará el primer partido de las eliminatorias, el entrenador le entregó un telegrama. El chico lo tomó y después de leerlo quedó en silencio. Tragó muy fuerte y temblando le dijo al entrenador: “Mi padre murió esta mañana. ¿No hay problema de que falte al partido hoy?”. El entrenador le abrazó y le dijo: “Toma el resto de la semana libre, hijo. Y no se te ocurra venir el sábado”. Llegó el sábado, y el juego no iba bien, se acercaba el final del partido e iban perdiendo. El joven entró al vestuario y calladamente se colocó el uniforme y corrió hacia donde estaba el entrenador y su equipo, quienes estaban impresionados de ver a su luchador compañero de regreso. “Entrenador, por favor, permítame jugar… Yo tengo que jugar hoy”, imploró el joven. El entrenador pretendió no escucharle, de ninguna manera él podía permitir que su peor jugador entrara en el cierre de las eliminatorias. Pero el joven insistió tanto, que finalmente el entrenador sintiendo lastima lo aceptó: “De acuerdo, hijo, puedes entrar, el campo es todo tuyo”. Minutos después, el entrenador, el equipo y él publico, no podían creer lo que estaban viendo. El pequeño desconocido, que nunca había participado en un partido, estaba haciendo todo perfectamente brillante, nadie podía detenerlo en el campo, corría fácilmente como toda una estrella. Su equipo comenzó a ganar, hasta que empató el juego. En los segundos de cierre el muchacho interceptó un pase y corrió todo el campo hasta ganar con un touchdown. Las personas que estaba en las gradas gritaban emocionadas, y su equipo lo llevó a hombros por todo el campo. Finalmente, cuando todo terminó, el entrenador notó que el joven estaba sentado callado y solo en una esquina, se acercó y le dijo: “¡Muchacho, no puedo creerlo, estuviste fantástico! ¿Cómo lo lograste?”. El joven miró al entrenador y le dijo: “Usted sabe que mi padre murió. Pero… ¿sabía que mi padre era ciego?”. El joven hizo una pausa y trató de sonreír. “Mi padre asistió a todos mis partidos, pero hoy era la primera vez que él podía verme jugar… y yo quise mostrarle que si podía hacerlo”.

La voluntad de un hombre

Guillaumet era piloto de una línea aérea en los tiempos gloriosos del comienzo de la aviación comercial. Cuenta cómo salió adelante, perdido a seis mil metros de altura en los Andes a consecuencia de un fallo en su avión, del que salió ileso milagrosamente. Caminó y caminó durante muchos días, extenuado y sin alimentos ni ropa de abrigo, subiendo y bajando por aquellos montes de hielo, hasta que -casi más muerto que vivo- lo encontró un pastor, que lo puso a salvo. Al recordar más adelante esa experiencia, reconoce: “Entre la nieve se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, de tres días de marcha, lo único que se desea es dormir. También yo lo deseaba. Pero me decía: mi mujer cree que estoy vivo, que camino. Mis amigos piensan igualmente que sigo andando. Todos ellos confían en mí. Seré un canalla si no lo hago…”. Y añade: “lo que yo hice, estoy seguro, ningún animal sería capaz de hacerlo”. (Saint-Exupéry, Terre des hommes)

Las formas son importantes

Un Sultán soñó que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó llamar a un sabio para que interpretase su sueño. “¡Qué desgracia, mi Señor! –dijo el sabio–, cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad”. “¡Qué insolencia! –gritó el Sultán enfurecido– ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!”. Llamó a su guardia y ordenó que le dieran cien latigazos.

A continuación mandó que le trajesen a otro sabio y volvió a contarle lo que había soñado. Este, después de escuchar con atención al Sultán, le dijo: “¡Excelso Señor! Gran felicidad os ha sido reservada. El sueño significa que sobrevivirás a todos vuestros parientes”. Se iluminó el semblante del Sultán con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas de oro.

Cuando el segundo sabio salía del palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: “¡Es curioso! La interpretación que habéis hecho de los sueños del Sultán es la misma que el primer sabio, y al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro”. “Recuerda bien, amigo mío –respondió el segundo sabio–, que todo depende de la forma en el decir”.

Uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender a comunicarse. De la comunicación depende, muchas veces, la felicidad o la desgracia, la paz o la guerra. Que la verdad debe ser dicha en cualquier situación, de esto no cabe duda, pero la forma con que debe ser comunicada es lo que provoca en algunos casos, grandes problemas. La verdad puede compararse con una piedra preciosa: si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si sabemos envolverla y ofrecerla será aceptada con agrado.

Las ranas

Un grupo de ranas viajaba por el bosque y, de repente, dos de ellas cayeron en un hoyo profundo. Todas las demás ranas se reunieron alrededor del hoyo. Cuando vieron cuan hondo este era, le dijeron a las dos ranas en el fondo que para efectos prácticos, se debían dar por muertas. Las dos ranas no hicieron caso a los comentarios de sus amigas y siguieron tratando de saltar fuera del hoyo con todas sus fuerzas. Las otras seguían insistiendo que sus esfuerzos serian inútiles. Finalmente, una de las ranas puso atención a lo que las demás decían y se rindió, se desplomó y murió. La otra rana continuó saltando tan fuerte como le era posible. Una vez más, la multitud de ranas le gritaba y le hacían señas para que dejara de sufrir y que simplemente se dispusiera a morir, ya que no tenía sentido seguir luchando. Pero la rana saltó cada vez con más fuerzas hasta que finalmente logró salir del hoyo. Cuando salió, las otras ranas le dijeron: “Nos alegra que hayas logrado salir, a pesar de lo que te gritábamos”. La rana les explicó que era sorda, y que pensó que las demás gesticulaban tanto porque le estaban animando a esforzarse más y salir del hoyo.

Moraleja 1) La palabra tiene poder de vida y muerte. Una palabra de aliento compartida con alguien que se siente desanimado puede ayudar a levantarle al finalizar el día. 2) Una palabra destructiva dicha a alguien que se encuentre desanimado puede ser le que acabe por destruir. Tengamos cuidado con lo que decimos. 3) Una persona especial es la que se da tiempo para animar a otros. En la NASA, hay un póster muy simpático de una abeja, que dice así: “Aerodinámicamente el cuerpo de una abeja no está hecho para volar, lo bueno es que la abeja no lo sabe”.

Las tres rejas

El joven discípulo de un sabio filósofo llega a casa de éste y le dice: -Oye, maestro, un amigo tuyo estuvo hablando de ti con malevolencia… -¡Espera! -le interrumpe el filósofo-. ¿Ya has hecho pasar por las tres rejas lo que vas a contarme? -¿Las tres rejas? -Sí. La primera es la verdad. ¿Estás seguro de que lo que quieres decirme es absolutamente cierto? -No. Lo oí comentar a unos vecinos. -Al menos lo habrás hecho pasar por la segunda reja, que es la bondad. Eso que deseas decirme, ¿es bueno para alguien? -No, en realidad no. Al contrario… -¡Ah, vaya! La última reja es la necesidad. ¿Es necesario hacerme saber eso que tanto te inquieta? -A decir verdad, no. -Entonces -dijo el sabio sonriendo-, si no es verdadero, ni bueno, ni necesario, enterrémoslo en el olvido.

Lecho de Procusto

Procusto era el apodo del mítico posadero de Eleusis. Se llamaba Damastes, pero le apodaban Procusto que significa “el estirador”, por su sistema de hacer amable la estancia a sus huéspedes. Deseosos de que los más altos estuvieran cómodos en sus lechos, serraba los pies de quien le sobresalieran de la cama. Y a los bajitos les ataba grandes pesos hasta que alcanzaban la estatura justa del lecho. Menos mal que Teseo, el forzudo atleta, puso fin a las locuras del posadero devolviéndole con creces el trato que dispensaba a sus ingenuos clientes.