Padre Pío: Una vida a la luz de la fe

El padre Pío nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina (Benevento, Italia), hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue bautizado al día siguiente con el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el Sacramento de la Confirmación y la Primera Comunión.

El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el hábito franciscano y recibió el nombre de Fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y el 27 de enero de 1907 la profesión solemne.

Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció en su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.

Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía. El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.

En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la “Casa del Alivio del Sufrimiento”, inaugurada el 5 de mayo de 1956.

Para el Padre Pío la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”. La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios. Estuvo siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.

El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular: crecer y hacer crecer en la caridad.

Expresó el máximo de su caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a ellos.

Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad.

Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación. Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios, de sus directores espirituales y de la propia conciencia.

Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.

Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. En medio a tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.

Desde la juventud tuvo una salud frágil, que en los últimos años de su vida empeoró rápidamente. La muerte le sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Sus funerales se caracterizaron por una extraordinaria concurrencia de personas.

El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de su muerte, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “¡Mirad qué fama ha tenido, qué multitud ha reunido en torno a sí en todo el mundo! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.

Fama de santidad Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas. En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas. De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a este fiel siervo suyo.

No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. El 18 de diciembre de 1997, en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes. El 2 de mayo de 1999 fue beatificado por Juan Pablo II, estableciendo el 23 de septiembre como fecha de su fiesta litúrgica.

El 16 de junio de 2002 fue canonizado por Juan Pablo II. El pontífice -que le visitó en 1947 en su convento de San Giovanni Rotondo, sur de Italia, cuando era un simple cura polaco que estudiaba en Roma y oró ante su tumba en 1974 cuando era arzobispo de Cracovia y en 1987 ya como Papa- resaltó el orgullo que sentía el Padre Pío por la Cruz, su espiritualidad, el estar siempre disponible para los demás y su vida de oración y penitencia. «El Padre Pío ha sido un generoso distribuidor de la misericordia divina. El ministerio de la confesión, que distinguió su apostolado, atrajo a grandes gentíos hasta San Giovanni Rotondo», dijo el Papa recordando que él mismo se confesó con el fraile, «aquel singular confesor que trataba a los fieles con aparente dureza». Y es que el Padre Pío, de quien se asegura que tenía el don de escrutar en el corazón de las personas, negó muchas veces la absolución a los que se confesaban con él al descubrir que le estaban ocultando pecados. Una vez arrepentidos de verdad, les abrazaba.

Juan Pablo II agregó que a las plegarias e innumerables horas dedicadas a la confesión, el Padre Pío también cultivó la caridad, que se puede ver en la «Casa del Alivio del Sufrimiento», construida en San Giovanni Rotondo para asistir a los más necesitados y que hoy es uno de los más importantes centros sanitarios del sur de Italia. La construcción de esa casa -unido a los fenómenos extraordinarios de los estigmas que registró durante su vida en manos, pies y costado- le costó muchas críticas e incomprensiones por parte de algunos sectores del Vaticano. Ante las numerosas denuncias contra él, el Santo Oficio le abrió en 1931 una investigación y le sometió a una especie de «arresto domiciliario», con la prohibición de contactar con los fieles y con la sola autorización de celebrar misa en privado. El castigo duró casi tres años. Entre las muchas cosas que se dijeron de él, varios enviados del Vaticano escribieron que era un «ignorante», un «psicopático», un «liante» y «uno que se maltrataba físicamente». Se le acusó también de estar detrás de negocios turbios relacionados con la «Casa del Alivio del Sufrimiento», sufragada con el dinero enviado por miles de devotos. Cuando fue beatificado por Juan Pablo II en 1999, el Pontífice recordó los sufrimientos pasados, afirmando que «algunas veces sucede en la historia de la santidad que el elegido es objeto de incomprensiones».

A la ceremonia de la canonización asistieron las dos personas italianas que se curaron gracias a la intercesión del fraile, milagros que le han llevado a los altares y al culto de la Iglesia Universal. Se trata de Consiglia de Martino, que se curó en 1992 de manera inexplicable de una rotura de un vaso linfático que la llevaba irremediablemente a la muerte, y el niño Matteo Colella, que hoy tiene casi diez años y que hace dos entró en coma irreversible por una meningitis fulminante. El niño fue llevado por sus padres a la celda del fraile, en el convento capuchino, donde rezaron desesperadamente por su vida. Matteo curó de forma inexplicable a los pocas horas. Hoy el pequeño recibió la comunión y la bendición papal. A la canonización también acudió Wanda Poltawska, una psiquiatra polaca amiga de Juan Pablo II. En 1963 Karol Wojtyla, envió una carta a Padre Pío para que intercediera por ella, enferma de un cáncer en la garganta. La mujer sanó al poco tiempo de manera inexplicable para la ciencia.

Grupos de oración En la actualidad hay en todo el mundo 2.700 grupos de oración inspirados en la espiritualidad del padre Pío. Nacieron como respuesta al llamamiento hecho por Pío XI para alejar la guerra: “Orad juntos para conmover el corazón de Dios”. El padre Pío formó un pequeño grupo de oración en los años veinte. “Nosotros debemos ser los primeros”. Entonces había todavía en la hospedería del convento un local en el que no había clausura y por lo tanto se podían recibir visitas. La hospedería tenía una chimenea. El padre Pío reunía allí a una decena de mujeres en torno a la chimenea encendida. Era gente sencilla, del pueblo. Les daba catequesis, les leía el Evangelio, les ayudaba a comprender el Antiguo Testamento.

La idea se perfeccionó en los años cuarenta: el padre Pío dictó instrucciones precisas al doctor Gugliemo Sanguinetti, que era el alma del naciente hospital de San Giovanni Rotondo, fundado por el capuchino. Indicó la característica que distingue hoy a su movimiento. Estableció que los grupos fueran dirigidos por un sacerdote nombrado por el obispo local. El motivo lo explicó el mismo padre Pío al dar sus instrucciones: «Queremos evitar todo protagonismo y toda posible desviación por iniciativas personales que podrían falsear los fines». Los fines eran y son rezar «en la Iglesia, con la Iglesia, por la Iglesia».

Un hombre de oración y de sacrificio El padre Pío era el primero en saber que el «culto del padre Pío» podía derivar en sectarismos, cerrazones y milagrerías. Él lo evitó: si el obispo del lugar no quería el Grupo de Oración –lo cual a veces sucedía, sobre todo al principio–, el Padre Pío lo disolvía.

En estos grupos de oración reina gran libertad. Actualmente, por ejemplo, uno de estos grupos se reúne en un cuartel de carabineros, creado por el comandante con su esposa e hijos. Hay otro en la sede de la FAO (el Fondo de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) en Roma, formado por empleados que se reúnen después de la pausa para comer. ¿Qué hacen? Rezan. Cuatro veces al mes se reúnen para la misa, el rosario, la meditación sobre la Escritura. El padre Pío, para los laicos, se contentaba con “pequeños pasos”. Poco a poco, la oración común se traduce en caridad activa.

Cuando el padre Pío murió había cerca de 700 grupos. Ahora suman 2.300 en Italia y 400 en el resto del mundo. Pero las cifras dicen poco. En Polonia hay 24. En Argentina, 70. Están teniendo un éxito inesperado, pues se basan en una idea sencilla pero decisiva en tiempos de individualismo: orar juntos.

Angel García Prieto, “¿Qué es la ortorexia?”, PUP, 4.VII.03

Hay en la actualidad un buen número de ciudadanos de nuestra sociedad occidental –más mujeres y sobre todo jóvenes- que padecen algún tipo de trastorno de la conducta alimentaria, en especial bulimia y en menor grado anorexia. Y con esta premisa, no es aventurado pensar que en poco tiempo esta cifra se aumente con aquellos que caigan en una nueva patología, que se denomina ortorexia.

En 1996, el médico norteamericano Steven Bratman publicó un libro titulado Yonquis de la comida sana, en el que proponía este término, Ortorexia, -del griego ortos = recto y rexia = apentencia– para designar un cuadro clínico psicopatológico caracterizado por la obsesión de búsqueda de la calidad extrema en los alimentos que se consumen. Se trata de personas que dedican gran parte de su tiempo diario, más de tres horas, en pensar qué comen; que son capaces de recorrer largas distancias, gastar demasiado dinero o hacer importantes sacrificios sólo para garantizar que aquellas cosas que van a ingerir son de indudable calidad natural. Por estos motivos llegan a perder la relación con los demás, a sentir desprecio o rechazo por las personas que no se preocupan como ellos, a no acudir a comidas fuera de su casa, a sufrir ansiedades y depresiones por la obsesión de no conseguir, o perder, esa garantía alimentaria.

Este tipo de trastornos parecen ser de la misma índole que las bulimias y las anorexias, se suelen dar en personas obsesivas, meticulosas, exigentes, rígidas, que tienen preocupaciones previas de tipo hipocondríaco (miedo patológico y exagerado a sufrir enfermedades). Así, se citan anecdóticamente como ejemplos de este tipo de conductas enfermizas a algunas estrellas de Hollywood, que sólo consumen refrescos orgánicos, leche de soja, o que analizan en un laboratorio la composición de los yogures que toman…

Se trata, pues, de otra vuelta de tuerca de las obsesiones en una sociedad del bienestar, que está continuamente bombardeada por eslóganes de seguridad, salud, ecología, belleza en la delgadez y otros tantos valores sacados de quicio y que tienen un eco especial, una sintonía de mucha intensidad, en personas con perfiles demasiado perfeccionista.

Ignacio Sánchez Cámara, “El opio del progre (sobre la asignatura de religión)”, ABC, 28.VI.03

El Consejo de Ministros aprobó ayer, entre otras medidas educativas, la nueva configuración de la asignatura de Religión, en sus dos versiones, confesional y aconfesional, ambas con valor académico. Algunas reacciones a la medida han sobrepasado los límites de la crítica razonable para adentrarse por los vericuetos del desenfreno ideológico. Se ha llegado a hablar de quiebra del consenso constitucional y del principio de aconfesionalidad del Estado. Por el contrario, se trata de la mejor solución adoptada desde la aprobación de la Constitución, absolutamente conforme con ella y respetuosa tanto con el valor educativo de la religión como con la libertad de los padres. Por supuesto que sin el conocimiento de la tradición cristiana no es posible entender ni la historia ni el arte ni, en general, la cultura española. Pero no se trata sólo de esto, con ser bastante, pues esta finalidad podría conseguirse sin una asignatura de carácter confesional. De lo que se trata es de integrar a la religión en el ámbito educativo, como parte esencial de la formación integral de la persona. Si no se trata de una ciencia, tampoco lo son las demás disciplinas humanísticas. Por lo demás, la idea de una asignatura no evaluable es una contradicción en los términos.

El criterio liberal es claro: libertad para elegir. Hace falta asumir los postulados totalitarios para pretender que la educación sea competencia directa y exclusiva del Estado. A éste lo que le corresponde es la garantía del derecho a la educación, no su ejercicio. Sócrates no fue funcionario público y algo enseñó a la humanidad. La neutralidad del Estado no consiste ni en el monopolio de la educación ni en la imposición de una visión materialista de la realidad. Por otra parte, quienes se lamentan de la formación religiosa recibida deben reconocer que no tuvo efectos tan devastadores como para impedirles el dictamen crítico. No faltan en nuestra historia reciente casos de agnósticos que enviaron a sus hijos a colegios religiosos. El anticlericalismo decimonónico puede explicarse, en parte, por los pasados privilegios de la Iglesia, aunque también sufrió persecuciones y expulsiones. Tampoco le han faltado méritos pedagógicos y culturales. Pero los progresistas son esencialmente nostálgicos. Son, más bien, «regresistas».

El Estado debe proteger el pluralismo y el derecho de los padres a elegir la formación de sus hijos, sin más límites que la defensa de los valores constitucionales y el Código penal. Pero no es esto lo que el buen «progre» desea, sino la imposición a todos de una educación materialista. Y el que quiera espiritualidad que se la pague: la religión, a la catequesis o, mejor, a las catacumbas. Pero no es lícito invocar la libertad para imponer una concepción materialista y atea. Sin la dimensión religiosa, queda amputada la visión integral de la realidad. Marx proclamó que la religión es el opio del pueblo. Sus retrógrados renuevos, que se alimentan de tópicos viejos de más de doscientos años, sienten un íntimo desasosiego cuando olfatean la trascendencia. La educación antirreligiosa es el opio del «progre», que adormece la conciencia de sus frustraciones y de sus viejos errores.

La nueva legislación no se limita al reconocimiento del valor educativo de la religión. También contribuye a recuperar la dignidad de la educación, amenazada por la antipedagogía, y expulsa de nuestro sistema la promoción automática de quienes fracasan y las horas de asueto en las aulas. Aprender no ha de ser tarea odiosa, pero tampoco es un juego divertido.

Joseph Ratzinger, “Si Europa pierde la familia, perderá su identidad”, Zenit, 16.V.04

Discurso en una ceremonia organizada por el Senado italiano Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “Si Europa pierde la familia, perderá su identidad”, Zenit, 16.V.04″

Joseph Ratzinger, “El cristianismo ¿es una religión europea?”, El Corriere della Sera, 3.VII.03

En el debate sobre la historia de la misión cristiana se ha convertido en habitual decir que, con la misión, Europa (Occidente) ha tratado de imponer al mundo su religión. Se ha tratado –se dice– de colonialismo religioso, una parte del más amplio sistema colonial. La renuncia al eurocentrismo tendría por tanto que incluir también la renuncia a la misión. En relación con esta tesis hay algunas cosas que criticar, empezando por el plano histórico. El cristianismo, como es sabido, no nació en Europa, sino en Asia Menor, en el punto geográfico donde se encuentran los tres continentes, asiático, africano y europeo. Un contacto que nunca ha sido solo geográfico, sino de las corrientes espirituales de los tres continentes. Por esta razón, la “interculturalidad” pertenece a la forma originaria del cristianismo. Además, en los primeros siglos, la misión se extendió tanto hacia Oriente como hacia Occidente. El punto focal del cristianismo se encontraba en Asia Menor, en el Oriente Próximo, pero pronto se dirigió también hacia la India; la misión nestoriana llegó hasta China, y numéricamente, el cristianismo asiático equivalía, poco más o menos, al europeo. Solo la difusión del islam ha sustraído al cristianismo del Oriente Próximo gran parte de su fuerza vital, y al mismo tiempo, dejó fuera de los centros de Siria, Palestina y Asia Menor a las comunidades cristianas de India y de Asia, y de este modo ha provocado su desaparición.

En cualquier caso, desde entonces en adelante el cristianismo se convirtió en una religión europea. Sí y no, habría que responder. La herencia del origen, que no había germinado en Europa, seguía siendo la raíz vital de todo, y seguía así siendo también, siempre, criterio y crítica de lo que es puramente europeo. Además, con “europeo” no se indica en realidad un bloque monolítico. Desde el punto de vista cronológico y cultural, se indica una realidad extremadamente estratificada. Se encuentra en primer lugar el proceso de “inculturación” en el mundo griego y romano, al que sigue la “inculturación” entre las distintas poblaciones germánicas, entre las eslavas y neolatinas.

Todas estas culturas, desde la antigüedad a la Edad Media, hasta la época moderna y contemporánea, han recorrido amplios espacios en los que el cristianismo ha tenido siempre que volver a nacer, no subsistía en sí mismo por así decir. Es importante centrar la atención sobre este punto con la ayuda de algunos ejemplos. Para los griegos, el cristianismo, como decía Pablo, era “una estupidez”, es decir, barbarie respecto a la altura de su cultura. El espíritu griego proporcionó a la fe cristiana estructuras esenciales de pensamiento y de razonamiento, pero no sin obstáculos: la comprensión cristiana de las cosas tuvo que sustraerse al espíritu griego empeñándose en ásperos debates que acogieron la herencia griega, pero al mismo tiempo la transformaron profundamente. Fue un proceso de muerte y resurrección.

Es cierto, existe el “Plato christianus”, pero siempre ha existido el “Plato antichristianus”: el platonismo de Plotino hasta sus configuraciones más tardías, opuso la más vehemente resistencia al cristianismo, ha querido constituir el polo opuesto. En el ámbito latino vemos algo similar. Basta recordar la historia de la conversión de Agustín. La lectura del libro de Cicerón Hortensius hizo nacer en él la nostalgia por la belleza eterna, por el encuentro y el contacto con Dios. Por la educación recibida, le resultaba evidente que la respuesta a esta nostalgia, que la filosofía había despertado, podría encontrarse en el cristianismo. Por lo tanto, pasa del Hortensius a la Biblia y vive la experiencia de un shock cultural. Cicerón y la Biblia –dos mundos– chocan entre sí, dos culturas colisionan. ¡Entonces, la respuesta no es esta!, debió de decirse Agustín. La Biblia le parecía como pura barbarie, que no estaba a la altura de las exigencias espirituales que la filosofía romana le había transmitido. Este shock cultural de Agustín puede ser sintomático de la novedad y alteridad del cristianismo, que verdaderamente no provenía del espíritu latino, aunque también en él había una espera de Cristo. Para poder convertirse en cristiano, Agustín –y el mundo greco-romano– tuvo que realizar un éxodo, mediante el cual obtuvo como don aquello que había perdido. El éxodo, la fractura cultural, con su “morir para renacer”, es un rasgo fundamental del cristianismo.

Romano Guardini, “El derecho a la vida antes del nacimiento”

El problema y la norma La cuestión que nos interesa, se suele formular del siguiente modo: ¿es lícito destruir la vida del niño que está madurando en las entrañas de la madre? Esta pregunta surge, en primer lugar, del hecho de que se trata de un ser singular que, sin embargo, influye sobre otros seres igualmente singulares y sobre grupos enteros. Primero, sobre la misma madre; y después, más ampliamente, sobre la familia y sobre el pueblo. La existencia de este ser podría significar la amenaza de un peligro para la madre, la familia y la colectividad. ¿Es lícito matarlo para evitar este peligro? Sin embargo, la cuestión es más amplia. El individuo humano es concebido sin contar con su voluntad. Su desarrollo depende de la madre hasta el momento del nacimiento; después, de la familia y de la sociedad. Así pues, todos los que cooperan a su desarrollo, sobre todo los padres y el Estado, son responsables de él. Siendo así, ¿no deben, quizá, en determinadas circunstancias, representar el interés de un ser que todavía no es independiente, incluso en lo que respecta a su presencia física en el mundo? Si están persuadidos de que la vida de este futuro hombre será desventurada, ¿no es acaso su deber preservarlo de la desventura? Estos problemas han sido siempre actuales, pero durante mucho tiempo fueron resueltos con fe en la divina providencia. Se convirtieron en agobiantes cuando muchos perdieron la conciencia de esta guía celestial y llegaron a una concepción del hombre como dueño y único responsable de su existencia. A la vez, paralelamente a este desarrollo, la sociología y la medicina crearon las premisas que hicieron posible una acción metódica en este campo. Finalmente, en la sociedad de masas de la existencia moderna, se fue perdiendo cada vez más el sentido —antes muy vivo— de la intangibilidad fundamental de la vida humana. Después, he aquí que se agrava la situación externa: alimentación y vivienda, educación y carrera universitaria, asistencia y cuidados médicos, son puestos de tal manera en entredicho, como sucede hoy de hecho, que aquellos problemas aumentan de intensidad de un modo amenazador. Tanto más cuanto que, en los últimos tiempos, el gobierno del estado y la educación del pueblo niegan radicalmente la dignidad del hombre y se han aliado con todo lo que de violento hay en su naturaleza. Estos hechos han ejercido un influjo grande sobre el modo de sentir y de juzgar de la mayoría de las personas. Y conviene —mencionándolo ya desde el principio— no dar por supuesto con demasiada facilidad que, discutiendo problemas como el que ahora nos ocupa, seamos personalmente inmunes a semejantes influencias. Continuar leyendo “Romano Guardini, “El derecho a la vida antes del nacimiento””

Parábolas de los Evangelios

1.- El amigo molesto: Lc 11,5-8 2.- Los amigos del esposo: Mt 9,15 Mc 2, 19-20 Lc 5,34-35 3.- El árbol y el fruto: Mt 7,16-20 Mt 12,33 Lc 6,43-44 4.- La apariencia del cielo: Mt 16, 2 Lc 12,54-57 5.- El ciego conduciendo a otro ciego: Mt 15,14 Lc 6,39 6.- Las águilas y el cuerpo muerto: Mt 24,28 Lc 17,37 7.- El buen pastor: Jn 10,1-6.11-16 8.- El buen samaritano: Lc 10,30-37 9.- El buen árbol y el malo: Mt 7,17-19 10.- La oveja perdida: Mt 18,12-14 Lc 15,3-7 11.- Las ovejas y los cabritos: Mt 25, 32-33 12.- La vid y los pámpanos: Jn 15,1-6 13.- El que edifica la torre: Lc 14,28-30 14.- El acreedor y los deudores: Lc 7, 41-43 15.- El deudor insolvente y sin misericordia: Mt 18,23-35 16.- Los dos amos: Mt 6,24 Lc 16,13 17.- Los dos hijos: Mt 21,28-31 18.- Las diez vírgenes: Mt 25,1-12 19.- La dracma perdida: Lc 15,8-10 20.- El remiendo de paño nuevo en vestido viejo: Mt 9,16 Mc 2,21 Lc 5,36 21.- El hijo pródigo: Lc 15,11-32 22.- El mayordomo infiel: Lc 16,1-8 23.- Los muchachos sentados en la plaza: Mt 11,16-17 Lc 7,32 24.- El espíritu inmundo: Mt 12,43-45 Lc 11,24-26 25.- El fiel y el mal siervo: Mt 24, 45-51 Lc 12,42-48 26.- El festín de las bodas: Mt 22,2-14 27.- La higuera estéril: Lc 13,6-9 28.- La red echada en el mar: Mt 13,47-59 29.- La higuera que brota: Mt 24,32 Mc 13,28 Lc 21,29-30 30.- La gran cena: Lc 14,16-24 31.- El grano que muere: Jn 12,24 32.- El hombre que se marcha lejos: Mc 13,34-37 33.- El hombre fuerte y armado: Mt 12,29 Mc 3,27 Lc 11,21-22 34.- La cizaña: Mt 13,24-30.36-40 35.- Lázaro y el hombre rico: Lc 16,19-31 36.- La lámpara encendida: Mt 5,15 Mc 4,21 Lc 8, 16 Lc 11,33 37.- La levadura y la harina: Mt 13,33 Lc 13,21 38.- La levadura de los fariseos: Mt 16,6.11-12 Mc 8,15 Lc 12,1 39.- La luz del mundo: Mt 5,14 Jn 8,12 Jn 9,5 Jn 12, 35-36.46 40.- La casa edificada sobre piedra y la casa edificada sobre arena: Mt 7,24-27 41.- La casa y el reino divididos: Mt 12,25 Mc 3,24 Lc 11,17 42.- Los malos labradores: Mt 21,33-41 Mc 12,1-9 Lc 20,9-16 43.- La mies es mucha y los obreros pocos: Mt 9,37 Lc 10, 2 Jn 4,35-38 44.- El vino nuevo y los odres nuevos: Mt 9,17 Mc 2,22 Lc 5,37 45.- El ojo, lámpara del cuerpo: Mt 6,22.33 Lc 11,34-36 46.- Las aves y los lirios del campo: Mt 6,26-30 Lc 12,24-28 47.- Los obreros llamados a la viña: Mt 20,1-15 48.- El pan del cielo: Jn 6,32-35.50.51 49.- El pan de los hijos: Mt 15,26 Mc 7,27 50.- El adversario: Mt 5,25-26 Lc 12,58-59 51.- El padre y el hijo: Mt 7,9-11 Lc 11,11-13 52.- El padre de familia que vela: Mt 24,43 Lc 12,39 53.- El padre de familia que posee un tesoro: Mt 13,52 54.- La perla de gran precio: Mt 13, 45-46 55.- Las perlas y los cerdos: Mt 7,6 56.- El fariseo y el publicano: Lc 18,9-14 57.- La planta que será desarragaida: Mt 15,13 58.- La puerta estrecha y el camino estrecho: Mt 7,13-14 Lc 13,24-28 59.- La puerta de las ovejas: Jn 10,7-9 60.- La viga y la mota en el ojo: Mt 7,3-5 Lc 6,41-42 61.- Los primeros asientos en los festines: Lc 14,7-10 62.- Las zorras y las aves del cielo: Mt 8,20 Lc 9,58 63.- El rico necio: Lc 12,16-21 64.- El rey haciendo la guerra: Lc 14,31-32 65.- El sabor de la sal: Mt 5,13 Mc 9,49-51 Lc 14,34-35 66.- El grano de mostaza: Mt 13,31-32 Mc 4,31 Lc 13,19 67.- La simiente que crece insensiblemente: Mc 4,26-29 68.- El sembrador: Mt 13,3-23 Mc 4,3-20 Lc 8,4-15 69.- El siervo que vuelve del campo: Lc 17,7-9 70.- Los siervos que esperan a su señor: Lc 12,36-38 71.- Los talentos y las minas de plata: Mt 25,14-30 Lc 19,12-27 72.- El tesoro escondido: Mt 13,44 73.- El viento que sopla: Jn 3,8 74.- La viuda molesta y el juez inicuo: Lc 13,1-6 Tomado de www.buzoncatolico.com

Un día el demonio habló de la Virgen María

En la instrucción de la beatificación de San Francisco de Sales, declaró como testigo una de las religiosas que le conoció en el primer monasterio de la Visitación de Annecy. Refirió que en una ocasión llevaron ante el obispo de Ginebra (Monseñor Carlos Augusto de Sales, sobrino y sucesor de San Francisco en la sede episcopal) a un hombre joven que, desde hacía cinco años, estaba poseído por el demonio, con el fin de practicarle un exorcismo. Los interrogatorios al poseso se hicieron junto a los restos mortales de San Francisco. Durante una de las sesiones, el demonio exclamó lleno de furia: «¿Por qué he de salir?». Estaba presente una religiosa de las Madres de la Visitación, que al oírle, asustada quizá por el furor demoníaco de la exclamación, invocó a la Virgen: «¡Santa Madre de Dios, rogad por nosotros…». Al oír esas palabras –prosiguió la monja en su declaración– el demonio gritó más fuerte: «¡María, María! ¡Para mí no hay María! ¡No pronunciéis ese nombre, que me hace estremecer! ¡Si hubiera una María para mí, como la que hay para vosotros, yo no sería lo que soy! Pero para mí no hay María». Sobrecogidos por la escena, algunos de los que estaban presentes rompieron a llorar. El demonio continuó: «¡Si yo tuviese un instante de los muchos que vosotros perdéis…! ¡Un solo instante y una María, y yo no sería un demonio!». (Tomado de Federico Suárez, “La pasión de Nuestro Señor Jesucristo”, pág. 219-221).

Lo mismo encontrarás aquí

Una historieta popular del cercano oriente cuenta que un joven llegó al borde de un oasis contiguo a un pueblo y acercándose a un anciano le preguntó: “¿Qué clase de persona vive en este lugar?”. “¿Qué clase de persona vive en el lugar de donde tú vienes?”, preguntó a su vez el anciano. “Oh, un grupo de egoístas y malvados –replicó el joven–; estoy encantado de haberme ido de allí”. A lo cual el anciano contestó: “Lo mismo vas a encontrar aquí”. Ese mismo día, otro joven se acercó a beber agua al oasis y viendo al anciano, preguntó: “¿Qué clase de personas viven en este lugar?”. El viejo respondió con la misma pregunta: “¿Qué clase de personas viven en el lugar de donde tú vienes?”. “Gente magnífica, honesta, amigable, hospitalaria, me duele mucho haberlos dejado”. “Lo mismo encontrarás aquí”, respondió el anciano. Un hombre que había oído ambas conversaciones preguntó al viejo: “¿Cómo es posible dar dos respuestas diferentes a la misma pregunta?”. A lo cual el viejo respondió: “Cada cual lleva en su corazón el medio ambiente donde vive. Aquel que no encontró nada nuevo en los lugares donde estuvo, no podrá encontrar otra cosa aquí. Aquel que encontró amigos allá, podrá encontrar también amigos aquí, porque la actitud mental es lo único en tu vida sobre lo cual puedes mantener control absoluto”. Si tienes una actitud positiva hallarás la verdadera riqueza de la vida.

Kiko Argüello: De ateo contestatario a fundador de uno de las carismas más pujantes

En 1964, un joven madrileño, Kiko Argüello, comenzaba en uno de los barrios más pobres de Madrid el Camino Neocatecumenal, uno de los carismas de la Iglesia católica más pujantes del momento, cuyos Estatutos fueron reconocidos oficialmente el 28 de junio de 2002, momento en el que esta realidad eclesial está difundida en más de 105 naciones en los cinco continentes, con más de 1.500 comunidades distribuidas en 800 diócesis y 5.000 parroquias.

Kiko Argüello era uno de los prototipos contestatarios de los años sesenta. De familia burguesa y católica, estudió Bellas Artes en Madrid. Pronto cayó en el ateísmo. Ganó un Premio Nacional de Pintura. A pesar del éxito profesional, no era feliz: «Había muerto interiormente y sabía que mi fin seguramente sería el suicidio, antes o después –confiesa en una de las pocas entrevistas que ha concedido–. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo mismo: ¿Para qué levantarme? ¿Quién soy yo? ¿Por qué vivimos? ¿Para qué ganar dinero? ¿Para qué casarse? Y así, todo ante mí carecía de sentido».

«Preguntaba a la gente a mi alrededor –añadía en aquellas declaraciones concedidas al diario español La Razón (8-01-2000)–: «Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?» y no sabían qué responder. Se abría un gran abismo dentro de mí. Escapaba de mí mismo. Ese abismo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo».

Un día entró en su cuarto y comenzó a gritar a ese Dios: «¡Si existes, ayúdame, no sé quién eres, ayúdame! Y en aquel momento Dios tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que comencé a llorar. Sorprendido, me preguntaba, ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, como uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: “Quedas libre, gratuitamente quedas libre”».

«Eso fue para mí pasar de la muerte a ver que Cristo estaba dentro de mí, y que alguien dentro de mí me decía que Dios existe, como comenta San Pablo: “El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”».

Siguiendo las huellas del padre Charles de Foucauld, en 1964 deja todo para vivir entre los más pobres, en las barracas de Palomeras Altas, en la periferia de Madrid. En contacto con los pobres, el Señor le lleva a descubrir una síntesis teológica catequética y formará con ellos, por obra del Espíritu Santo, una comunidad que vive celebrando la Palabra de Dios y la Eucaristía.

Aparece el trípode sobre el que se basa el Camino Neocatecumenal: Palabra, Liturgia y Comunidad. Con Carmen Hernández, y con ayuda de algunos sacerdotes, esta experiencia es introducida en algunas parroquias españolas. Nacía así esta una nueva realidad eclesial.

Un acontecimiento muy importante fue la visita de monseñor Casimiro Morcillo, entonces arzobispo de Madrid, a aquella comunidad de Palomeras.

Profundamente conmovido, reconoció la acción de Dios en aquellos pobres y bendijo aquel embrión del Camino Neocatecumenal, el cual, desde aquel día, ha sido llevado adelante por Kiko y Carmen, buscando la comunión con los obispos.

Después Kiko y Carmen fueron llamados a predicar el Evangelio a algunas parroquias de Madrid. Allí, entre gente de clase media y culta, personas de parroquia que, en el fondo, estaban convencidas de ser ya cristianas y que se defendían frente al anuncio de Jesucristo y de la llamada a conversión, apareció poco a poco ante sus ojos el catecumenado como itinerario de iniciación cristiana, gradual y progresivo, por etapas, para llegar a las aguas de la piscina bautismal, y, por lo tanto, la necesidad de un neocatecumenado, de un catecumenado post-bautismal.

¿Qué es el Camino Neocatecumenal? Para Kiko Argüello «el proceso actual de secularización ha llevado a mucha gente a abandonar la fe y la Iglesia. Por eso es necesario abrir de nuevo un itinerario de formación al cristianismo». «El Camino Neocatecumenal no pretende formar un movimiento en sí mismo, sino que trata de ayudar a las parroquias a abrir un camino de iniciación cristiana hacia el bautismo para descubrir lo que significa ser cristiano. Es un instrumento al servicio de los obispos, dentro de las parroquias, para volver a traer la fe a tanta gente que la ha abandonado».

Esta experiencia, como él mismo explica, recupera de la Iglesia primitiva el «kerigma», que es el anuncio de la salvación, al que le sigue un cambio de vida en el catecúmeno y que es sellado posteriormente por la liturgia.

«La renovación –comenta Kiko Argüello– que se ha llevado a cabo en las parroquias, gracias al neocatecumenado, ha provocado de hecho un sorprendente impulso misionero que ha hecho que muchísimos catequistas y familias enteras se ofrezcan para ser enviados a aquellos lugares de la Tierra donde sea necesario evangelizar. Otro fruto importante en la iglesia local es el florecimiento de numerosísimas vocaciones, tanto a la vida religiosa como a la vida sacerdotal. Ha posibilitado el resurgimiento de cuarenta seminarios diocesanos misioneros que puedan acudir en ayuda –en este momento de falta de vocaciones– de tantas diócesis que se encuentran en dificultad».

Testimonio de Kiko Argüello: Soy hijo de una familia normal, burguesa, de Madrid. Mi padre era abogado, Una familia acomodada. Soy primogénito de cuatro hermanos. Mis padres eran católicos. Después de haber terminado el colegio, al ir a la universidad, entré en crisis con mi familia y conmigo mismo, sobre todo por el ambiente en la facultad de Bellas Artes de Madrid, que era completamente ateo, marxista. En seguida me di cuenta de que la formación que yo había recibido, tanto en la familia como en el colegio, no me servía de nada para responder a los problemas que tenía de todo tipo (afectivos, psicológicos, de identidad). Me preguntaba: ¿quién soy yo?, ¿por qué existe la injusticia en el mundo?, ¿por qué las guerras?, etc.” Me fui alejando de la Iglesia hasta dejarla totalmente. Había entrado en una profunda crisis buscando el sentido de mi vida. En Bellas Arte hice teatro. Conocí el teatro de Sartre y milité en esta línea un poco atea. Me dediqué a pintar, a hacer exposiciones…” “Bien, Dios permitió que yo hiciese una experiencia de ateísmo, o, si queréis, una kenosis, un profundo descenso al infierno de mi existencia, una existencia sin Dios. Dios ha permitido que yo cortase todos los lazos con la trascendencia. Me escandalizaba profundamente de la indiferencia de mucha gente. Todas las personas de mi alrededor eran personas que iban a misa, pero en definitiva su vida no era profundamente cristiana… Desde mi familia, en la que mi madre iba a misa todos los días, u mi padre era católico. Pero el dios de mi casa era el dinero. La mayoría de las conversaciones en mi casa eran sobre el dinero. “No estaba Dios en el centro de mi familia ni en el centro de la mentalidad que se tenía en mi casa, y eso era normal. Lo mismo puedo decir de mis tíos, y de todo el ambiente en el que me movía. La religión era un aspecto más, una especie de barniz cultural, que al menos a mí no me convencía. Tal vez porque era pintor, artista, y tenía una profunda sensibilidad y un absoluto deseo de coherencia, de verdad. No aceptaba ser un burgués como mis padres, ni vivir una vida así, como supongo que les habrá sucedido también a tantos jóvenes. Recuerdo que entonces iba a misa el domingo y, con quince años, algunos amigos, estando la iglesia llena, nos quedábamos al fondo -era antes del Concilio- y aguantábamos allí de pie…, íbamos a aquella misa porque no se predicaba, era más breve…, se oía una campanilla y nos poníamos de rodillas, nos levantábamos y esperábamos a que terminase para poder largarnos.” “Yo me daba cuenta de que aquella no era una manera de practicar. Aunque parezca extraño, la misa así de mal vivida fue la situación por la que me iba dando cuenta de que tenía que dejarlo, tenía que buscar otros caminos. Una cosa tenía clara: no podía engañarme a mí mismo. No podía ser un cretino, un estúpido: o creía seriamente en Dios o, si no creía, era mejor dejarlo… y así es como lo dejé todo.” “Entonces intenté ser coherente con un tipo de existencialismo: con el absurdo total de la existencia humana. Y comencé a sufrir mucho porque ante mí todo el mundo se convertía en ceniza: se convertía en ceniza mi existencia, se convertía en ceniza todo. No tenía interés por nada, ni siquiera por pintar. Y tuve la fortuna, o si queréis la desgracia, de ganar un Premio Nacional de pintura muy importante en España. Entonces salí en televisión, en los periódicos, me había abierto camino profesionalmente, y esto ya fue la “última gota”, porque veía que aquello no daba ningún sentido a mi vida.” “Había muerto interiormente y sabía que mi fin seguramente sería el suicidio, antes o después. Y, de hecho, estaba literalmente sorprendido de que la gente fuese capaz de vivir cuando yo no era capaz de vivir. La gente se ilusionaba por el fútbol, por el cine… A mí no me decían nada. El fútbol no me gustaba, y el cine me parecía estúpido. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo mismo: ¡para qué levantarme?, ¿quién soy yo?, ¿para qué ganar dinero?, ¿para qué casarme? Y así todo ante mí carecía de sentido… Recuerdo que sentía cono si el cielo estuviese hecho de cemento, y yo me encontrase bajo una gran cloaca. Tenía esa imagen… El cielo, totalmente cerrado ante mí…” “Preguntaba a la gente a mi alrededor: “Perdona un momento, ¿tú sabes por qué vives?”, y no sabían ni por qué ni para qué vivían, pero vivían… Tal vez tenía que ser así, simplemente, vivir: uno se levanta, va a clase, come, después se va al cine o llama a un amigo… ¡Benditos los que son capaces de vivir así! Yo no lo era. Me refugiaba, escapaba de mí mismo. Se abría un gran abismo dentro de mí. ¡Abismo que en el fondo era una llamada profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo! “Entonces me ayudó mucho -por eso leer es siempre bueno- un filósofo que se llama Bergson. Bergson es el filósofo de la intuición. Dice que la intuición es un método de conocimiento superior a la razón. Dios permitió que ésta fuese para mí la primera chispa que me iluminase un poco, porque me había dado cuenta de que en el fondo yo era un racionalista, que me estaba destruyendo a mí mismo, por que en el fondo de mí algo no podía aceptar el absurdo de todo lo creado. Porque soy un pintor, y entendía la belleza de la naturaleza: el agua, los árboles, los pájaros, las montañas. “Me di cuenta de que para negar que todo tenía un sentido, para negar que Dios existe, se necesitaba tanta fe como para creer que existía. Y yo había dado el paso de aceptar que Dios no existía. Pero era una acción racionalista que chocaba con algo dentro de mí. Y entonces me dije: “Mira que la razón no lo es todo, que en el hombre también está la intuición”. Entonces con la intuición llegaba a reconocer que todo tenía un sentido, que existía Dios, que Él sabía por qué existo yo. Pero no sabía cono encontrarlo.” “Luego leía el Evangelio que dice: no oponer resistencia al malvado…, si alguno te abofetea en la mejilla derecha…, si alguno te roba… Recuerdo que una vez mi padre se enfadó y le dije: “Mira lo que dice aquí. Tú eres católico ¿no?” Y él me dijo que eso eran cosas de los santos, de San Francisco, y no sé de quién… Entonces le contesté: “Este libro, la Biblia, lo puedes tirar por la ventana porque he entendido que no tiene ninguna relación con la realidad. Me niegas que esto se pueda vivir, que las cosas son como son…, que la vida es otra cosa: estudiar, ganar dinero, vencer… Entonces, ¿la Biblia, la fe, para qué os sirve…?” “Entré entonces en mi cuarto, y me puse a gritar a este Dios que no lo conocía. Le gritaba: ¡Ayúdame! ¡No sé quién eres! Y en aquel momento el Señor tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de encuentro con el Señor que me sobrecogió. Recuerdo que lloraba amargamente, me caían las lágrimas, lágrimas a ríos. Sorprendido me preguntaba: ¿por qué lloro? Me sentía como agraciado, cono uno a quien delante de la muerte, cuando le van a disparar, le dijesen: “Quedas libre, gratuitamente quedas libre” y entonces aún no se lo cree y llora por la sorpresa de que le han liberado. Esto fue para mí pasar de la muerte a ver que Cristo estaba dentro de mí y que alguien dentro de mí me ha dicho que Dios existe.” ¿Qué era lo que me había pasado? Fue un toque, un testimonio profundo que me decía no solo que Dios existe, sino que Cristo es Dios. “De hecho me presenté a un sacerdote y le dije que quería hacerme cristiano, y él me dijo: “¿como?, ¿es que no estás bautizado?” “Sí estoy bautizado”, le contesté. “Entonces, ¿qué quieres?, ¿hiciste la primera comunión?”. “¡Si!, pero mira que yo…” “Ah, que quieres confesarte!…” No me entendía. Pero yo sabía que lo que quería era hacerme cristiano, y para eso, ¿ir a confesarme un día y ya está? Yo sabía que hacerse cristiano tenía que ser algo muy serio. Así es como por fin hice Cursillos de Cristiandad, una iniciativa que surgió en España por aquellos años. Y me ayudó. Comencé una verdadera búsqueda del Señor. Iba a la iglesia y decía a los demás: “Ayudadme a hacerme cristiano!”.

“Después , mi pintura cambió. Comencé a pintar arte religioso. Algunos conocéis mis iconos. Al poco tiempo fundamos un grupo de artistas, un movimiento de renovación del arte sagrado para hacer las iglesias más hermosas. Arquitectos, escultores y pintores nos pusimos a reconstruir la Iglesia, un poco como empezó San Francisco. Pero en un cierto momento me di cuenta de que no servía nada reconstruir la iglesia exteriormente cuando tanta gente cono yo me había encontrado, en una terrible situación”. “El Señor me permitió encontrar a una persona que sufría. Entonces lo dejé todo y a todos. También mi prometedora carrera de pintor. Me fui a vivir a las chabolas. En Charles de Foucauld encontré la fórmula para vivir: una imagen de San Francisco, una Biblia -que sigo llevando conmigo porque la leo todos los días- y una guitarra. Entre las chabolas hechas con cartones, muy parecidas a las del Brasil, encontré una barraca que servía para los perros vagabundos y me metí allí. Hacía un frío terrible y venían todos los perros vagabundos a darme calor. Era algo gracioso estar allí con los perros, que de repente se encontraron con un nuevo huésped en su perrera que era yo.” ¿Pero qué hacía allí y en esas condiciones? Dios me quería en las chabolas para empezar un camino de conversión para muchísima gente. Allí en la chabolas ocurrió un milagro. Mis vecinos, la mayoría gitanos, me preguntaban quién era yo. Tenía barba, hablaba de forma distinta a la de ellos, pero hacía la misma vida: pedía limosna, trabajaba ocasionalmente como obrero… Entonces ellos me preguntaban, pero yo no quería hablarles. De Foucauld había aprendido la imagen de la vida oculta de Cristo: estar silenciosamente a los pies del Cristo-desecho de la humanidad, destruido. Ser el último es estar ahí, a sus pies. Pero el Señor empezó a llevarme, en primer lugar, a dos chicos perseguidos por la policía por vender droga, y después a un indigente borracho. Al poco tiempo éramos un grupo de diecisiete personas en mi chabola de tres metros cuadrados. Lleno total. Allí me encontré con la sorpresa de que tenía que hablarles, darles una razón de mi fe. Tomaba la guitarra, cantábamos, abría la Escritura y decía: “¡Señor, ayúdame. Yo no sé predicar, no sé hablar!”, del profeta Ezequiel. He visto que el Señor me daba un significado a la Palabra para poder amarles a ellos, por amor a estos pobres que traían las manos llenas de pecados. Uno había estado siete veces en la cárcel, otra era un vieja fea y prostituta. había ladrones, vagabundos que recogían cartones por la calle y los vendían, gitanos que andaban vagabundos. Tuve muchos problemas y conflictos. Intentaron matarme dos veces… Una historia que es mejor no contar.” “Un día el jefe de un clan de gitanos, que estaba en lucha con otro clan, y que venía mucho a verme para pedirme la guitarra, me preguntó qué decía la Biblia sobre los enemigos. Me contó que, tras un enfrentamiento entre los dos clanes, él había golpeado a la madre del jefe de otro en la cabeza, y que le tuvieron que dar quince puntos. Como entre ellos rige la “ley del Talión”, pasados dos años había llegado el otro con deseos de venganza. Como en ese período la relación entre los dos clanes estaba en calma, decidieron ambos jefes encontrarse solos, y pelearse a bastonazos, hasta hacerse sangrar. Mi joven amigo estaba muy preocupado. Yo abrí la Escritura y le leí el Sermón de la Montaña, donde se invita a no poner resistencia al mal. “¿Entonces, debo dejar que me mate a bastonazos?” Le di el otro único libro que yo llevaba conmigo: “Las Florecillas de San Francisco”. Lo leía y venía todas las tardes a comentármelo. Hemos rezado juntos para buscar una salida, para que pudiese salvar la vida sin necesidad de matar al otro. La única solución era ir sin el bastón en son de paz. El día de la lucha se presentaron antes a mí con el bastón. Al final lo convencí y fue sin él. Yo me puse de rodillas a rezar el rosario para que la Virgen María salvase la vida de aquel chico. El tiempo pasaba. Las dos, las tres de la madrugada. Pensé que habría muerto, cuando le vi llegar. Al verlo sin el bastón, su adversario decidió resolver la disputa económicamente. Me amigo decidió pagarle “un tanto”. Se llama José Agudo. Ahora está en el Camino, y tiene trece hijos”.

“Un día José me llevó a hablar a su tribu. Fue en una cueva enorme llena de gitanos. me dijo: “Háblales”, y no sabía que decir. Así que empecé por el principio, y me puse a hablarles de Adán y Eva, cuando de repente la madre de José Agudo se levantó: “Yo se que en el cielo hay una mano potente, que es Dios. ¿Pero lo de la otra vida, lo del infierno, todas esas cosas de los curas? ¡Yo lo único que sé es que mi padre murió y no ha vuelto a casa! ¡Cuando yo vea a un muerto volver del cementerio creeré!”. Se levantaron todos y se fueron. y yo me quedé allí, bloqueado, atontado, sin saber que hacer. Aquella mujer, sin embargo, sin quererlo, me había dado la clave, porque me había dicho que estaba dispuesta a escucharme cuando yo hubiese encontrado un hombre que hubiese salido del cementerio. Y efectivamente, buscando en la predicación primitiva y en los Hechos de los Apóstoles, se encuentra el testimonio de un pagano de nombre Festo, que le dice a Agripa que había un prisionero -que era San Pablo- que decía cosas muy interesantes. Festo hablaba a menudo con Pablo, pero la única cosa que habían entendido, y se lo decía a Agripa, era esto: “Hay un prisionero que habla de un muerto, que él dice que ha muerto, pero que vive, que ha vuelto de la muerte, ¡que ha vencido a la muerte!” De toda la predicación de San Pablo, Festo recordaba sólo esto. Os cuento esto para deciros en dos pinceladas cómo el Señor me ha hecho ir entrando en este kerigma, en este modo de anunciar la salvación, de dar en el núcleo central.” “Cada vez que me he sentido desalentado, he sentido una voz dentro de mí que me decía. “¡Coraje, Kiko, ánimo, que te quiero!” “¿De verdad que me quieres?” “En serio, ¡te quiero mucho, muchísimo!” Cristo me ha prometido: “Kiko, ¡tú no morirás!” ¡Un bautizado que viva coherentemente la fe ya ha resucitado con Cristo en el bautismo y forma parte del cuerpo de Cristo resucitado! Aquella gitana que me decía: “¿Cuándo has visto tú un hombre venir del cementerio?” Yo ahora le puedo contestar: “Yo he visto a este hombre que ha salido de la tumba y ha venido a decirme: ¡La paz esté con vosotros, yo he vencido al mundo!” Por eso os invito a terminar con un canto. Cantemos un canto de la victoria de Cristo sobre la muerte, cantemos juntos ese canto que hice en las chabolas, que se llama ¡Resucitó!”