Juan Manuel de Prada, “Hermanos de sangre”, ABC, 13.III.2004

«El que no ama permanece en la muerte. Quien aborrece a su hermano es un homicida, y ya sabéis que todo homicida no tiene en sí la vida eterna. En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos». Las palabras de San Juan, pronunciadas desde el púlpito, resuenan en mi memoria y me ayudan a mantener la entereza en estas horas aciagas. Hacía mucho tiempo que la religión no me proporcionaba un consuelo tan vigoroso como el que me brindó en la tarde del jueves, en la misa que se ofició en La Almudena, en sufragio por las víctimas de la vesania terrorista. Luego, al comulgar, sentí que por primera vez en mi vida entendía plenamente el misterio de la Eucaristía: en aquel diminuto fragmento de pan ácimo estaba Dios, y también los doscientos hermanos que acababan de ser inmolados. Fue una experiencia mística, íntima y a la vez solidaria, que me descubría el verdadero sentido de la caridad fraterna y me aliviaba la infinita tribulación de aquellas horas.

Quizá las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan hallen impertinente esta confidencia, por introducir consideraciones de tipo religioso en una tragedia de naturaleza humana. Pero la religión consiste, sobre todo, en descubrir a Dios en el rostro de cada hombre que sufre (Mt, 25, 31-46); y creo que las muestras de espontánea efusión que los madrileños están protagonizando en estos días trágicos constituyen otras tantas manifestaciones religiosas, en el sentido más primigenio de la palabra. A fin de cuentas, como escribió el mismo San Juan, «a Dios nunca le vio nadie; pero si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros, y su amor es en nosotros perfecto». Esas colas de hermosos madrileños que esperaban turno para regalar su sangre; esos voluntariosos vecinos de Atocha y Santa Eugenia y El Pozo del Tío Raimundo que salieron a la calle con mantas, para socorrer a las víctimas aprisionadas entre un amasijo de hierros; esos taxistas que ofrecieron sus coches para transportar a los heridos hasta los hospitales; esos médicos, enfermeras, asistentes sanitarios, policías, bomberos que trabajaron hasta la extenuación en las labores de rescate y salvamento; esos psicólogos y sacerdotes que se juntaron en la improvisada morgue de Ifema, para reconfortar a los familiares de los asesinados… ¿no han confirmado acaso que son capaces de ofrecer la vida por sus hermanos? En cada uno de sus gestos abnegados -muestras de perfecto amor- se cobija un sacramento, una renovada eucaristía. Dios permanece en nosotros, gracias a ellos.

Seguramente, muchos de estos madrileños que han entregado lo mejor de sí mismos ni siquiera sean conscientes de su hazaña. Esta nueva hermandad que han fundado seguramente haya nacido dentro de ellos de un impulso espontáneo, ingobernable, necesario como el aire que se renueva en sus pulmones. Pero, aunque sean inconscientes del tamaño de su generosidad, aunque crean que se han limitado a cumplir con una obligación, todos ellos han demostrado que poseen una reserva de gasolina espiritual que permanecía escondida en algún secreto depósito, esperando la chispa que la incendiase. El dolor del prójimo ha sido esa chispa; por eso escribía antes que en su donación existe un impulso de naturaleza religiosa, un deseo de religarse con el sufrimiento ajeno y hacerlo propio, de amar más estrechamente, más ensimismadamente. Las alimañas que sembraron el horror en Madrid jamás podrán extirparnos ese amor, jamás podrán arrastrarnos a su bando, donde «permanece la muerte». Por eso, hoy más que nunca, saborean la derrota: porque, al matarnos, nos han dado más vida, nacida de una hermandad de la sangre.

Juan Manuel de Prada, “La pasión de Mel Gibson”, ABC, 28.II.2004

Dos sambenitos se han arrojado sobre La Pasión de Cristo, la película de Mel Gibson, antes incluso de que fuera estrenada: su presunto antisemitismo y su regodeo en la crueldad. Ambos reproches, por supuesto, se han aderezado de muy virulentas invectivas contra el realizador, en las que se caricaturizan sus creencias religiosas. Cuando para denostar una obra artística se recurre a argumentos tan cochambrosos, debemos desconfiar de las intenciones del denostador. La animadversión o simpatía que puedan suscitarnos un creador no deben contaminar el juicio que nos merece su obra; quien recurre a una mistificación tan tosca, no consigue sino descalificarse a sí mismo. Por lo demás, estoy completamente seguro de que si Mel Gibson mostrara a Cristo amancebado con María Magdalena, o renegando de su misión redentora, quienes lo han tachado de antisemita y tremendista aplaudirían con fruición su película. Pues lo que solivianta a estos nuevos inquisidores disfrazados con los ropajes de la beatería laica es que un artista emplee su dinero y su talento en la proclamación de su fe; lo que fastidia es que esta película, condenada al éxito, vaya a fortificar a muchos en sus convicciones, y seguramente también a remover el escepticismo de otros tantos. ¡Con lo que nos ha costado -bramarán los inquisidores- que la gente se olvide de Cristo, para que ahora llegue este sujeto y nos desmonte el quiosco! La película de Gibson jode mogollón; así que habrá que arremeter contra ella, empleando las coartadas más burdas y torticeras. La acusación de antisemitismo proferida contra Gibson, por ejemplo, no se sostiene en pie. Un deber de verosimilitud histórica obliga al director australiano a mostrar, en efecto, a Jesús ajusticiado por la autoridad romana, con la anuencia del pueblo judío, que vocifera: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Pero en el mismo Evangelio de San Mateo en el que se recogen estas palabras hemos leído antes que Jesús derramará su sangre «por todos los hombres para remisión de sus pecados». El pueblo judío, sin saberlo, ratifica con sus palabras el misterio de la Redención: la sangre que cae sobre ellos y sobre sus hijos (sobre la humanidad entera, sin distinción de credos o razas) no clama venganza, sino que salva y purifica. Comprendo que este misterio resulte impenetrable para quienes no profesen la fe cristiana; pero al menos podrían abstenerse de interpretarlo de forma reduccionista. El sacrificio de Jesús, voluntariamente asumido, es de naturaleza expiatoria.

El otro reproche lanzado contra Gibson resulta de una mentecatez aplastante. Las imágenes de su película muestran sin tapujos las sevicias que Jesucristo padeció durante su suplicio; son, al parecer, imágenes de extrema explicitud. Paradójicamente, su contemplación provoca incomodidades en una época que ha encumbrado la exhibición gratuita de violencia a un rango artístico. Dudo mucho que Gibson exceda en truculencias a Tarantino o Kitano, tan idolatrados por el gusto contemporáneo. ¿Por qué la violencia enfática, hiperbólica, de esos cineastas fascina, mientras que la de Gibson provoca rasgamientos de vestiduras? Por una razón evidente: porque no es gratuita, porque interpela al espectador, porque lo obliga a enfrentarse al dolor en estado puro. Nos hemos acostumbrado a una violencia banal, coreográfica, meramente esteticista, que hace del hiperrealismo una forma sublimada de irrealidad; no podemos soportar, en cambio, la violencia catártica que estimula nuestro horror y nuestra piedad, que nos hace partícipes de un sufrimiento sobrehumano y nos ayuda a entender en toda su magnitud un sacrificio que remueve nuestra capacidad de comprensión.

Quizá la película de Gibson sea, a la postre, un bodrio. Pero los argumentos hasta ahora empleados en su demolición dan grima.

Alfonso Aguiló, “Hacerse adulto”, Hacer Familia nº 120, 1.II.2004

Y entonces a Emily le sucedió un acontecimiento de importancia considerable. De repente se dio cuenta de quién era. No había motivos claros para comprender por qué no le sucedió eso cinco años antes o cinco después; y tampoco era fácil saber por qué le ocurrió precisamente aquella tarde.

Cada vez que movía un brazo o una pierna, este sencillo movimiento le producía una impresión de divertida sorpresa al observar lo pronto que le obedecían sus miembros. La memoria le decía que siempre le habían obedecido, pero no se había dado cuenta nunca de lo sorprendente que resultaba.

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Juan Manuel de Prada, “Viejos desechables”, ABC, 19.I.2004

He detectado un cierto tufillo farisaico en la conmoción social causada por esa sentencia judicial que impone a los familiares de una viejecita que había sido abandonada en la vía pública una multa ínfima. Y esa hipocresía ha alcanzado su clímax cuando se ha comparado la citada sentencia con otra que castigaba más severamente a los dueños de un perro por dejarlo tirado en similares circunstancias. Pues, no nos engañemos, hoy por hoy un perro es mucho más digno de protección que un anciano. Cierto progresismo ambiental ha enarbolado como vindicación prioritaria los llamados «derechos de los animales»; en cambio, se acepta que la vejez sea una edad excedente, una prolongación ignominiosa de la vida que conviene recluir y esconder, para que no nos recuerde la inminencia de la muerte. Quienes defienden la eutanasia activa (con frecuencia, los mismos que vindican los «derechos de los animales») habrían considerado a esa viejecita octogenaria y aquejada de Alzheimer una víctima (perdón, una beneficiaria) idónea de la muerte dulce que predican, pues, según sus presupuestos, una vida humana de la que emigrado la consciencia no merece la pena ser vivida; no así una vida animal, que merece prolongarse aunque nunca haya sido consciente. La viejecita de la sentencia, náufraga en las nieblas de la desmemoria, se había convertido ya en un cachivache desechable. El novio de una de sus nietas lo ha expresado expeditivamente: «Si no participamos en la herencia, ¿por qué teníamos que limpiarle el culo?».

Y al chavalote, de retórica tan abrupta como menesterosa, le ha faltado añadir que, a fin de cuentas, no hicieron con la abuela nada más de lo que nuestra época les ha enseñado. La vejez se ha convertido en la lepra más abominable: nos esforzamos patéticamente en rehuir su imperio recurriendo a disfraces indumentarios bochornosos, aferrándonos al cultivo de aficiones juveniles, incluso rectificando nuestras arrugas en un quirófano. Vanos y desesperados intentos de interrumpir el curso de la mera biología, que sin embargo se explican si consideramos que la vejez constituye un baldón social. No sólo la desdeñamos como depositaria de una sabiduría ancestral, también nos esforzamos por segregarla de nuestra vida: así, encerramos a los viejos en lazaretos apartados de las ciudades, para no presenciar su decrepitud; nuestras empresas se desprenden de sus trabajadores más veteranos mediante el oprobioso recurso de la «prejubilación»; en el cine y la televisión está completamente prohibido otorgar el protagonismo a actores que sobrepasen los sesenta años (algunos menos si son actrices), para los que en todo caso se reservan papeles de relleno, pintorescos o atrabiliarios. Si algún viejo se atreve a rebelarse contra esta dictadura de la juventud, negándose al ostracismo y exponiendo sus achaques a los reflectores de la atención pública, como hace el Papa, apenas logramos reprimir nuestro disgusto, pues consideramos que en ese gesto, amén de un rasgo de rebeldía, subyace un obsceno desafío que nos amedrenta.

Pero este menosprecio de la vejez no habría calado tan hondo si previamente no nos hubiésemos ocupado de arrasar los vínculos que sostienen la familia. Pues es en la familia donde adquirimos una noción verdadera de lo que significa el paso de las generaciones como vehículo transmisor de valores, afectos, cultura, creencias y sufrimientos; una vez aprendida esa enseñanza vital, resulta imposible contemplar a un viejo como un mero armatoste desechable, menos valioso que un perro. Pero cada época lega a la posteridad los frutos de su clima moral; y esa sentencia que impone a los familiares de una vieja abandonada el pago de una multa ínfima se me antoja una expresión cabal, definitoria y coherente de la época que vivimos.

Alfonso Aguiló, “Dejarse convencer”, Hacer Familia nº 119, 1.I.2004

Platón, en uno de sus “Diálogos”, plantea una interesante discusión entre Sócrates y Calicles sobre la fuerza de la razón. Calicles rechaza la moralidad convencional y defiende otra basada en la ley del más fuerte. Asegura que esa ley es la que impera en la naturaleza, y la que realmente procede de ella. Hacer el mal –sostiene Calicles– puede ser vergonzoso desde el punto de vista de los convencionalismos sociales, pero esos convencionalismos proceden de una moral gregaria, establecida por los débiles para defenderse de los fuertes. Los débiles, que son la mayoría, se juntan para modelar y esclavizar a los mejores y más fuertes de los hombres y proclaman como justas las acciones más convenientes para ellos.

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Juan Manuel de Prada, “Pasiones cinematográficas”, ABC, 20.XII.2003

La Pasión de Jesús ha excitado la imaginación de los más altos creadores cinematográficos: David W. Griffith, Cecil B. De Mille, Nicholas Ray o Martin Scorsese. También la de artesanos bienintencionados o merengosos, como George Stevens o Franco Zeffirelli. Sin embargo, casi todos los intentos de plasmar en imágenes este acontecimiento que cambiaría el curso de la Humanidad han sucumbido a las tentaciones del acartonamiento, el edulcoramiento pazguato o el revisionismo de pretensiones escandalosas. Intolerancia, de Griffith, sigue siendo, casi noventa años después de su estreno, la mejor y más compleja aproximación al asunto; pero mucho me temo que las generaciones recientes no la hayan visto jamás, pues ya se sabe que la banalidad contemporánea ha arrumbado las joyas del cine mudo en los desvanes de la arqueología. Algo similar ocurrirá con el Rey de reyes de Cecil B. De Mille, un cineasta condenado al ostracismo por esos dispensadores de bulas que juzgan el arte con anteojeras ideológicas. Y el remake posterior de Nicholas Ray, que las televisiones han divulgado machaconamente, adolece de tedio y desgana, quizá porque su director nunca creyó en el encargo de Samuel Bronston, que aceptó por razones meramente alimenticias. Scorsese, en La última tentación de Cristo, logró el éxito, impulsado por los anatemas de la Iglesia; vista hoy sin enconamiento, su película se nos antoja una empanada mental bastante considerable, indigna del autor de Malas calles.

¿Por qué un asunto tan universal, tan ferozmente humano, tan arraigado en nuestro subconsciente iconográfico, ha deparado versiones tan insatisfactorias? Quizá porque quienes lo eligieron como argumento pretendieron endilgarnos una interpretación pretenciosa o doctrinaria, como si la desnuda elocuencia de la historia elegida no se bastase por sí misma; quizá porque la abordaron con un propósito colosalista que desvirtúa su esencia y su misterio. Ahora el actor australiano Mel Gibson, que ya demostrase condiciones nada nimias como director en Braveheart, se dispone a estrenar una nueva versión que procura soslayar los errores en que incurrieron la mayoría de sus predecesores: para ello, se propone contarnos desnudamente los episodios de la Pasión, ateniéndose a la narración evangélica. En un afán de verosimilitud y naturalismo, Gibson ha querido que sus actores reciten sus diálogos en latín, hebreo y arameo, lo que quizá constituya un rasgo de engreimiento que la taquilla no le perdone. Pero a Gibson no parece importarle esta menudencia; pues, según ha confesado, su intención primordial al desembolsar los veinticinco millones de dólares que ha costado la producción era propagar su fe, antes que hacer negocio.

Y, claro está, a Gibson no le van a perdonar esta osadía. El actor australiano se ha declarado en repetidas ocasiones católico, sin ambages ni cohibidos circunloquios. Tamaña enormidad la ha granjeado la inquina de los repartidores de bulas, que pueden aceptar (incluso encomiar, con solidaria simpatía) que un creador sea pederasta o estalinista recalcitrante, pero… ¡católico!, eso ni de coña. Puedo anticipar las recensiones que los dispensadores de bulas dedicarán a la película de Gibson, sin temor a equivocarme: se la tachará de ñoña y proselitista, de tendenciosa y antisemita, de tergiversadora y sonrojante. Lo que ignoran los dispensadores de bulas, pobrecitos, es que por cada recensión que evacuen, salpicada de espumarajos, el público de la película se multiplicará en progresión geométrica. Y es que la mala baba de los repartidores de bulas es la propaganda más eficaz e infalible. Quien lo probó lo sabe.

Alfonso Aguiló, “El arte del auriga”, ARVO, XII.2003

El hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. El arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro (placer) y acompasarlo con el blanco (deber) para correr sin perder el equilibrio.

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Juan Manuel de Prada, “Religión y signos ostentosos”, ABC, 13.XII.2003

Detecto una hipocresía de fondo en ese informe encargado por Chirac a una comisión de expertos, con la pretensión de impedir que las niñas musulmanas se presentasen en clase con el característico velo que les impone su religión. Para que dicho propósito quedase enmascarado y satisficiera las exigencias de la corrección política, los redactores del informe han extendido la prohibición a «otros signos ostentosos» característicos de las demás religiones. ¿Será que los niños franceses de familia cristiana acuden a clase coronados de espinas, o enfajados de cilicios, o disfrazados de penitentes, o cargando con cruces de tamaño natural, cual Cirineos redivivos? Si así fuera, me apresuraría a dictaminar la bondad del informe; aunque, sinceramente, sospecho que los niños franceses no son propensos a tales mortificaciones. Entonces, ¿a qué demonios de signos cristianos ostentosos se refiere dicho informe? ¿A las estampitas de San Antonio de Padua? ¿Al almanaque del Sagrado Corazón? ¿Quizá a las medallitas con la efigie de la Virgen? Por favor…

Pero la hipocresía máxima del informe consiste en designar como «signo ostentoso» el velo islámico, cuando sin duda representa algo más, mucho más. Prueba de ello la representa que Shirin Ebadi, reciente Premio Nobel de la Paz, decidiera recoger dicho galardón con la cabeza desnuda, suscitando la furia de las autoridades iraníes. Evidentemente, si Shirin Ebadi acudió a la ceremonia sueca sin velo no fue como señal de apostasía, sino de rebelión contra la discriminación de raíz religiosa que las mujeres sufren en los países islámicos. Mediante el velo, el burka y demás prendas ignominiosas, las mujeres musulmanas no hacen profesión de fe, sino que ocultan su «impureza» y acatan su sometimiento al hombre. Que yo sepa, ninguno de los «signos ostentosos» cristianos que el informe se propone nebulosamente suprimir en las escuelas incorpora este matiz peyorativo o misógino; que yo sepa, a las niñas cristianas no se les obliga a portar sambenitos, ni capirotes, ni otros apósitos que disimulen su feminidad. Así, los gabachos, en lugar de limitarse a reprimir costumbres ofensivas de la dignidad humana, aprovechan para lanzar indiscriminadamente sobre las religiones -especialmente contra la cristiana, que es la que más jode- una sombra de sospecha.

Pero, al trivializar el significado verdadero del velo islámico, los asesores de Chirac caen en su propia trampa. Pues, ¿desde cuándo ha de prohibirse a un chaval que luzca «signos» de identidad, mientras no avasalle al prójimo? ¿Por qué, si en verdad el velo de marras fuese tan sólo una prenda ostentosa, habría de prohibirse, si admitimos que se luzcan otros marchamos más llamativos? ¿Por qué permitir que los chavales se tatúen con motivos tabernarios, o que se perforen las ternillas con piercings, o que se dejen una cresta punkie coloreada con un tinte fosforescente, o que vistan pantalones que dejan asomar la raja del culo, o que se embutan en minifaldas que apenas les cubren el ombligo? Lo permitimos, simplemente, porque tatuajes, y piercings, y peinados, y pantalones, y minifaldas, son efusiones de un sarampión juvenil, aspavientos de rebeldía, gestos de sumisión a la moda… Signos ostentosos, en definitiva, y nada más. El velo islámico, en cambio, significa otra cosa más grave y pavorosa. Pero, ¡ah!, para no herir susceptibilidades, conviene cargarse de paso los crucifijos.

Frente a estos hipocritones que disfrazan su odio anticristiano con cataplasmas de corrección política, siempre nos quedará el poema de León Felipe: «Hazme una cruz sencilla, carpintero».

Alfonso Aguiló, “Rehacerse”, Hacer Familia nº 118, 1.XII.2003

Juan Manuel de Prada ha descrito, con su habitual agudeza, el admirable renacer de la ciudad de Dresde, comparable al resurgir del Ave Fénix. La noche del 13 de febrero de 1945, la aviación aliada sobrevoló la capital de Sajonia, como una banda de pajarracos apocalípticos, y descargó sobre ella una sementera de pólvora que la redujo cenizas y diezmó a sus habitantes. Sesenta mil personas fueron devoradas por la ceguera homicida de las bombas, mientras los palacios e iglesias de la ciudad se desmoronaban estrepitosamente, alumbrando la pira del odio. Se conservan fotografías que retratan la fisonomía de Dresde después de aquella noche pavorosa, con todo su esplendor versallesco reducido a ruinas, entre las que afloran, aquí y allá, como crisantemos calcinados, miles de cadáveres con los ojos aún apresados por el sueño y, sin embargo, abiertos a la epifanía de la crueldad. Los edificios quedaron convertidos en acantilados de pesadilla, entre el fragor del humo y el silencio de la muerte. Aquella noche las aguas del Elba desfilaron con esa lentitud mortuoria de los animales heridos, y la hierba que crece en sus riberas se agostó, condecorada por el luto y la lluvia de ceniza que durante días cayó sobre la ciudad.

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Alfonso Aguiló, “La pasividad”, Hacer Familia nº 117, 1.XI.2003

Christine se asombraba de lo fácil que le resultaba de pronto la conversación. Algo se estremecía bajo su piel. ¿Quién soy yo ahora, qué me está pasando? ¿Por qué puedo hacer de pronto todo esto? ¿Con qué soltura me muevo, y eso que siempre todos me decían que yo era rígida y patosa? Y con qué soltura hablo, y supongo que no digo ingenuidades, porque este importante caballero me escucha con interés. ¿Qué sucede? ¿Me habrán cambiado las circunstancias de hoy, o es que lo llevaba todo dentro y simplemente carecía de valor para lanzarme, estaba siempre demasiado pasiva y atemorizada? Mi madre me lo decía. A lo mejor no es todo tan difícil, a lo mejor la vida es infinitamente más llevadera de lo que creía, sólo hay que tener un poco más de arrojo, sentirse más segura, y la fuerza acude entonces de lugares insospechados.

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