Juan Manuel de Prada, “Tú eres Pedro”, ABC, 3.V.2003

ANTES de que los ejércitos de Hitler invadieran Polonia, el joven Karol Wojtyla había decidido encauzar su talento por los senderos de la vocación literaria. Formado en la lectura de los románticos polacos, que reconocían en el catolicismo la levadura que había hecho posible el nacimiento de una conciencia nacional, Wojtyla descubre en la palabra un instrumento para aunar sentimiento y razón, emoción e intelecto, así como un canal privilegiado para volcar su búsqueda exigente de espiritualidad. En las baladas y epopeyas polacas, enardecidas por una gran pasión patriótica, Wojtyla aprenderá también que los quebrantos de un pueblo sometido a dominaciones atroces son el sustrato fecundo sobre el que se asientan los cimientos de una gloria venidera. Esta consideración del sufrimiento como escuela de redención y búsqueda radical de libertad halla su emblema más universal en el misterio de la Cruz, que el joven Wojtyla, poeta y dramaturgo, no tardará en reconocer como acontecimiento nuclear de la historia humana y epicentro de la vida cristiana. Y entonces llegaron los nazis.

El joven Wojtyla, que soñaba con una «Polonia ateniense», más perfecta aún que Atenas, pues la iluminaba «la ilimitada grandeza del cristianismo», presencia el saqueo de la Universidad Jagelloniana, donde acababa de inscribirse para cursar estudios de filología. La leyenda cincelada sobre el dintel del aula magna de la universidad -Plus ratio quam vis- es ultrajada por una horda de militares sin honor que arrasan su biblioteca y arrestan a sus profesores, enviándolos al campo de concentración de Sachsenhausen, donde perecerán entre innombrables torturas. Hans Frank, delegado plenipotenciario de Hitler en Polonia, distribuye entre sus subordinados consignas muy escuetas: «Uno de los objetivos principales de nuestro plan es acabar con la mayor rapidez posible con cuantos sacerdotes o líderes alborotadores caigan en nuestras manos. \ Cualquier vestigio de cultura polaca debe ser eliminado. Los polacos trabajarán. Comerán bien poco. Y acabarán por morir. Nunca volverá a existir otra Polonia». La Iglesia católica de Polonia, depositaria de la cultura y de la identidad nacionales, se convertirá de inmediato en obcecada diana de la vesania nazi: sus templos son demolidos, sus liturgias prohibidas, más de una tercera parte de sus ministros deportada a los campos de exterminio. «Dachau -nos relata George Weigel- se convirtió en el monasterio más poblado del mundo». Casi tres mil sacerdotes polacos fueron inmolados, por negarse a abjurar de su fe; muchos de ellos probaron en sus carnes dilaceradas, antes de expirar, los experimentos médicos de Mengele. El salesiano Józef Kowalski, que regentaba la parroquia de Karol Wojtyla en Debniki, fue ahogado por sus carceleros en una sentina rebosante de heces, tras negarse a pisotear las cuentas de un rosario. Y aún habrá quien atribuya a la Iglesia católica connivencias con el régimen nazi.

«Triste está mi alma hasta la muerte, mas no se haga mi voluntad, sino la Tuya», dice Jesús, en la noche de la tribulación, mientras sus discípulos duermen. Seguramente, estas mismas palabras frecuentaron los labios del joven Wojtyla, mientras extraía piedra caliza en la cantera de Zakrzówek, donde lo habían destinado los invasores. Seguramente, el eco de estas palabras ritmaba sus pasos, mientras regresaba a casa, tras una jornada extenuadora. No podemos entender cabalmente la estatura espiritual de Juan Pablo II, ni su denodado mensaje de confianza en la supremacía del espíritu sobre las debilidades y achaques de la carne, sin volver la mirada hacia ese joven que, ante la apoteosis del horror, decide postergar su vocación literaria y escuchar la llamada religiosa. «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pues el alma no pueden matarla», leemos en el capítulo décimo del Evangelio de San Mateo; y también: «El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá; y el que la perdiere por amor a mí, la hallará». El joven Wojtyla acata el doloroso cáliz que se le tiende: sabe que Dios lo envía «como oveja en medio de lobos»; sabe que su sangre puede ser derramada en cualquier instante, pero también que no existe verdadero testimonio de fe sin ímpetu de entrega y aceptación del sacrificio. En el otoño de 1942, el joven Wojtyla ingresa en las catacumbas de la clandestinidad, para iniciar sus estudios de seminarista; algunos de sus compañeros serán arrestados y regados de plomo. Mientras reza ante sus cadáveres, arrojados por la Gestapo en las calles de Cracovia para que sirvan de alimento a los perros, el joven Wojtyla repite con la garganta estrangulada por el apremio de las lágrimas las instrucciones de Jesús a sus discípulos: «Seréis llevados a los gobernadores y reyes por amor de mí, para dar testimonio ante ellos y los gentiles. Cuando os entreguen, no os preocupéis cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que debéis decir. \ Seréis aborrecidos de todos por mi nombre; el que persevere hasta el fin, ése será salvo».

Y el joven Wojtyla perseveró, haciendo de su vocación una asignatura de dolor que cada día incorporaba nuevas lecciones; a la barbarie nazi no tardaría en suceder una arrasadora dictadura comunista cuya demolición no se hubiese completado sin su concurso. Este entendimiento de la vida como escuela de sufrimiento explica, sesenta años después, la epopeya de un viejo que rehuye la tentación de la renuncia y agota sus días en el cumplimiento de una encomienda que no puede rechazar, porque se la inspira una fuerza más poderosa que el declinar de su naturaleza. Sin esta comprensión del hombre como recipiente de misiones que exceden y rectifican su mera envoltura carnal, el sacrificio de Juan Pablo II, dispuesto a morir con las sandalias puestas, resulta ininteligible; de ahí que la lealtad a su misión -una lealtad que se sobrepone a la decrepitud, que anhela calcinarse en la hoguera de su pasión evangelizadora- provoque tanto rencoroso enojo entre quienes niegan la existencia de un misterio que enaltece el barro del que estamos hechos. Pero basta aceptar que bajo esa apariencia de fragilísimo barro se esconde un meollo espiritual de granito para que la figura de Juan Pablo II ensanche su significación histórica y aparezca ante nosotros -permítasenos parafrasear a Isaías- como una criatura ungida para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos y la remisión de sus penas a los encarcelados. Toda la ingente labor apostólica y pastoral de Juan Pablo II se resume, a la postre, en un mensaje liberatorio que exhorta al hombre a superar, mediante una abnegada catequesis del dolor, las plurales tiranías que pretenden sojuzgar su espíritu y pisotear su condición sagrada, encerrándola en las mazmorras de la esclavitud fascista o comunista, o engatusándola con los oropeles de un hedonismo caprichoso. El joven Wojtyla descubrió un día el rostro de Dios en el rostro de cada hombre que sufre; y desde entonces ha empleado sus esfuerzos en la vindicación de un mensaje humanista que, trascendiendo la condición perecedera de la carne, proclama la dignidad inviolable de cada persona, como recipiente privilegiado e irrepetible de un espíritu que halla su principal fuerza en la superación de la adversidad y que expresa esa fuerza en la donación al prójimo. Frente al concepto vacuo de libertad individualista entronizado en nuestra época (que exalta de modo absoluto la autonomía personal, llegando a convertirse en una aberrante legitimación de la libertad del poderoso para imponer sus designios sobre el débil), Juan Pablo II -fiel a la enseñanza aprendida en su juventud- defiende una libertad establecida sobre vínculos de piedad: por eso desenmascara en sus encíclicas el egoísmo de los países ricos que imponen su voluntad sobre los países pobres, impidiendo su desarrollo; por eso condena una guerra que diezma a los inocentes con la excusa de destruir fantasmagóricas armas de destrucción masiva; por eso execra el aborto, que somete el derecho supremo a la vida a razones de conveniencia social. El joven Wojtyla entendió que su vocación religiosa consistía en estar al lado de los que sufren, en cargar sobre sus hombros el dolor incontable que abruma a los mortales; y en esa misión indeclinable ha decidido emplear hasta su último hálito. El anciano octogenario que hoy nos visita está hecho de un barro a punto de desmoronarse; pero debajo de esa envoltura fragilísima alienta la piedra del espíritu, que no sabe de claudicaciones. Tú eres Pedro; y sobre tu fortaleza se sostiene el clamor agonizante del mundo.

Alfonso Aguiló, “Decisiones latentes”, Hacer Familia nº 110, 1.IV.2003

Julien Green describe con maestría ese proceso personal, íntimo, por el que todas las personas escuchamos en nuestro interior una llamada a la responsabilidad, a ser mejores, y que unas veces escuchamos y otras no.

Una página de su diario lo expresa muy bien: “Tal día de tu infancia, mientras jugabas solo en el cuarto de tu madre y el sol brillaba sobre tus manos, vino hacia ti cierto pensamiento, ataviado como un mensajero del rey, y tú lo acogiste con alegría, pero más tarde lo rechazaste. Y aquel pensamiento te hubiera guardado, sostenido. Cuando caminabas bajo los plátanos de tal avenida, y tu primo te dijo tales palabras, comprendiste en seguida que aquellas palabras te llegaban de parte de Dios, pero luego las olvidaste, porque contradecían en ti el gusto del placer. Y tal carta, que rompiste y tiraste a la papelera, te habría disipado aquellas dudas, pero tú no querías cambiar…”.

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Julio de la Vega-Hazas, “Violencia real, violencia virtual”, Arvo, 1.IV.2003

Desde hace unos años, la opinión pública está recibiendo cada vez con más frecuencia un mensaje de alarma sobre la violencia visual que están recibiendo los niños y jóvenes. Se ha referido particularmente a la televisión, frente a la cual pasan los más jóvenes un buen número de horas. Allí, un número creciente de programas mostraban muertes violentas de algún género, y en países como Estados Unidos, con un fuerte incremento de violencia juvenil, se empezó a estudiar la posible conexión entre los dos fenómenos. Los estudios tendían a concluir que la relación existía. Como afirma un manifiesto fechado en 2000 y firmado entre otros por el Director Ejecutivo Adjunto de la Asociación Americana de Psicología (una especie de colegio profesional, aunque con más atribuciones), “a estas alturas, más de mil estudios, incluyendo informes de la oficina del Ministerio de Salud y el Instituto Nacional de Salud Mental, y numerosos trabajos realizados por relevantes figuras de las organizaciones de salud médica y pública -nuestros propios miembros-, apuntan de manera decisiva hacia una conexión causal entre la violencia de los medios y el comportamiento agresivo en algunos niños”. En los últimos años, a la televisión y el cine hay que añadir los videojuegos. Éstos, cuando incluyen acciones violentas, se consideran aún peores: hay mayor densidad de muertes, y, sobre todo, aquí el niño o el joven se convierten en los ejecutores: ya no son meros espectadores, sino protagonistas. Estos mensajes crean una lógica inquietud en las familias, donde un creciente número de padres se preguntan si dejando que el chico juegue a videojuegos “de acción” no estarán contribuyendo a que su hijo se convierta en un ser violento, agresivo y asocial.

Los estudios sociales son más difíciles de lo que puede parecer a primera vista. La complejidad de nuestra sociedad y del ser humano mismo hacen que se pongan en juego muchos factores, de forma que aislar uno solo no es nada fácil. La coincidencia no puede transformarse en relación causal sin más. Los profesionales, cuando son honrados y no están dominados por alguna ideología, lo saben, y matizan mucho sus estudios. Un manifiesto extraído de sus estudios, como el citado arriba, ya tiene un componente de opinión sobre la conclusión científica, aunque conserva algunas reservas -“apuntan”… sobre “algunos niños”-. La prensa no especializada ya tiende a simplificar, con una sustancial pérdida de rigor, y emite el siguiente mensaje: los niños tienden a imitar lo que ven, y si ven mucha violencia se debe concluir que se hacen violentos. ¿Es así? Dicho de otro modo: ¿la violencia fantástica o virtual produce violencia real? Y hay que contestar que responder con un sí o un no a secas resulta insatisfactorio, o, si se prefiere, falso. El planteamiento, de puro simple, se ha convertido en equívoco.

Hagamos memoria. Volvamos atrás, a los años inmediatamente anteriores a la entrada en escena de la televisión. Encontramos a un niño que, pongamos, a los cinco años se divierte en el guiñol del parque; el argumento era repetitivo, y el final siempre el mismo: el bueno se despachaba a estacazos con la bruja de turno, mientras el coro infantil gritaba con todas sus fuerzas “¡¡¡bieeennnn!!!”. El mismo niño, a los diez años, pedía para Reyes un disfraz de guerrero -romano, vikingo, indio, etc.-, armamento incluido. A los doce, devoraba comics del Capitán Trueno, el Jabato o Hazañas Bélicas, con protagonistas nobles pero desde luego nada pacíficos; si le gustaba leer, es probable que entre sus favoritos figurara Salgari, en cuyas novelas rara vez se llegaba a la quinta página sin que hubiera ya algún cadáver con una muerte nada natural. Si iba al cine, la mayor parte de las películas que veía también abundaban en puñetazos, tiros -o flechas y espadas, según el caso- y muertos. Su imaginación también se llenaba de escenas con buenas dosis de violencia. ¿Ha creado todo esto una civilización especialmente violenta? No parece, al menos en lo que a España se refiere. En cualquier caso, es una constante universal. La misma literatura épica, que llenaba la imaginación de los jóvenes, ha sido bélica, desde la Iliada y la Odisea hasta los libros de caballerías. Y los cuentos de los hermanos Grimm solían tener asimismo un final nada pacífico.

Ahora bien, se trataba en todos estos casos de una violencia que se ajustaba a unos patrones: no era gratuita, respondía a algún tipo de necesidad -o sea, no se buscaba por sí misma- y, sobre todo, estaba asociada a la justicia. Lo primero significa que lo que esencialmente se ofrecía no era la violencia, sino la hazaña, la gesta heroica, siendo la violencia un medio que, a la vista de la situación, resultaba necesario, y servía para realzar el mérito de los protagonistas. Lo segundo rompe un cierto tópico contemporáneo, que ve a la violencia como un mal intrínseco -por tanto, mala sin excepción-, al poner de relieve que la restauración de un orden social violentamente roto exige emplear la violencia. Una violencia que debe ser proporcionada y no ir más allá de lo estrictamente requerido para ello, pero violencia al fin y al cabo. Pensar lo contrario entra en el terreno de lo utópico, de una visión roussoniana que desconoce la realidad humana, pecado original incluido. Es cierto que en buena parte de las historias que se ofrecían se iba más allá de esa justicia y se entraba en el terreno de la venganza -aquí se notaba bastante si la historia procedía de ambientes católicos o tenía otros orígenes-, sin espacio para el perdón; aunque también es cierto que en bastantes ocasiones, por el deber de proteger a terceros o a la sociedad en su conjunto, el perdón sólo puede otorgarse después de la victoria, lo que también quedaba reflejado en unos cuantos relatos. Para los niños, además, había alguna ventaja en todo este entorno, ya que estimulaba una cierta dosis de agresividad que temperamentalmente es necesaria para vencer las dificultades; o, dicho en términos más convencionales, de alguna manera enseñaba que la vida requiere luchar. Ciertamente, no a bofetadas, salvo casos muy extraordinarios, lo que significa que esa agresividad necesitaba ser educada, pero había quien se encargaba de ello, y los resultados eran casi siempre satisfactorios. En España concretamente, la violencia no llegó a las calles -incluso los delitos solían ser de “guante blanco”- por la profusión de escenas o relatos violentos. Llegó sobre todo por la droga.

En los años 70 empezó a cambiar la situación. Entraron en escena historias que difuminaban la clara distinción entre buenos y malos. En ellas, el malo seguía siendo malo, pero el “bueno” a veces era igual de malo, o casi, o de una rara bondad mezclada con cinismo, o por lo menos de un talante desalmado. Por otra parte, comenzó a verse en más de una película una recreación en la violencia misma -escenas particularmente crueles, muertes a cámara lenta, etc.-, que pasó así a convertirse en espectáculo ella misma. Junto con historias a la vieja usanza, entró, en otras, no ya la violencia, sino el sadismo. Y no es lo mismo. El mensaje es distinto, y así lo percibía el público, el infantil incluido. Aquí hay que deshacer un segundo tópico. Pensar que el hecho de ver violencia provoca una especie de mímesis en el niño, que tiende a imitar lo que ve, parece una afirmación muy razonable, pero en realidad tiene bastante de conductista, que no diferencia el aprendizaje humano del animal. El niño lo que percibe no son unos hechos físicos, sino unas conductas con significado, y entiende claramente la diferencia entre el vengador justiciero y el sádico, aunque en una escena determinada lo que hagan los dos sea lo mismo.

Lo verdaderamente decisivo es por tanto lo moral, no tanto lo material. No es tanto “ver muertos”, sino qué sentido tienen esas muertes. Se tratará de dilucidar primariamente si lo que se ofrece es una épica con buen fin y buenos personajes que tienen que acabar con el mal para conseguir un noble propósito, o si son el reflejo de un desprecio por el ser humano. Las mismas escenas muestran si el producto ofrecido es la aventura o el morbo que se estimula al recrearse en lo desagradable y lo violento. Si se trata de lo primero, la incidencia en la posible violencia de la vida real es verdaderamente escasa; si es lo segundo, la cosa empieza a ser más preocupante, pues sí produce efectos negativos; al menos, de una imaginación malsana, y en algunos casos de comportamientos antisociales y violentos. De ahí que en estas distinciones deben buscar los padres y educadores el criterio a la hora de elegir lo que los hijos puedan ver sin que sea contraproducente para ellos.

Lo mismo vale para los videojuegos. Es evidente que hay una gran diferencia entre un juego consistente en conquistar un espacio eliminando a todos los monstruos galácticos que salen al paso con actitud muy poco amistosa; y otro en el que el jugador se convierte en un conductor que se dedica a atropellar a todo el que puede, obteniendo desde un punto por anciana arrollada -la presa más fácil- hasta cien por un motorista de la policía, todo ello en medio de un baño de sangre (los ejemplos son reales). El primero puede ser una soberana pérdida de tiempo, y conllevar el peligro generalizado de los videojuegos que es la adicción a los mismos, pero en cuanto a generar conductas violentas resulta bastante intrascendente. El segundo, en cambio, no lo es. En cualquier caso, si no llega a producir una agresividad física, por lo menos invita a adoptar una actitud despectiva hacia el prójimo y potencia uno de los más bajos instintos del ser humano: la crueldad hacia el débil.

¿Cuál es por tanto la actitud correcta ante todo este mundo virtual violento? En primer lugar, hay que intentar suprimir lo inmoral: protagonistas sádicos, crueldad gratuita, cinismo violento, complacencia en el sufrimiento, modelos de conducta que hacen el mal. Y en segundo lugar, se trata de poner los medios para evitar lo que le sucedió al Quijote: dejarse absorber por un mundo fantástico de acción -en su caso, movido por las llamadas “libros de caballería”-, que desvincule al joven del mundo real, para lo cual hay que medir cuidadosamente lo que dedica a actividades que puedan desembocar en esa situación.

Ahora bien, al mismo tiempo hay que poner cada cosa en su sitio. Una cosa es evitar lo que pueda resultar perjudicial, y otra muy distinta es echarle la culpa a todo ese mundo virtual o fantástico de lo que sucede en el mundo real. Incidir en ello como factor primordial de la violencia juvenil es una ingenuidad, o un bote de humo que lanzan quienes no quieren enfrentarse a las causas reales de ese mal. ¿Cuáles son? Señalamos a continuación unas cuantas, al lado de las cuales los videojuegos o películas no pasan de ser un factor muy secundario (se debe tener en cuenta que suelen ser factores ambivalentes: en unos casos disparan la agresividad, en otros la anulan casi por completo, lo cual también es un daño a la personalidad): Sufrir la violencia. No hace falta vivir en un país en guerra: basta con un padre desquiciado o un colegio sin disciplina.

La droga. Es más que evidente que allí donde entra la droga se dispara la violencia.

La proliferación del alcohol y el mercado del sexo. Cuando se vive dejándose arrastrar por lo que apasiona o apetece, la voluntad se debilita y no sujeta a las pasiones. Una de éstas es la ira. Además, en particular, el sexo convertido en mercancía hace ver al prójimo sólo como objeto y dispara el afán de dominarlo, con lo que están servidas unas condiciones para que se prodiguen comportamientos violentos, que pueden llegar a lo patológico.

Las rupturas familiares. Ya de por sí generan con frecuencia actitudes violentas como reacción a la desprotección que suponen para los hijos. A lo que hay que añadir que, a falta de un ambiente acogedor en casa, el chico puede buscar refugio en pandillas callejeras donde imperan comportamientos violentos.

La construcción de la sociedad sobre la competitividad sin el contrapeso de la solidaridad. La competitividad es necesaria, porque estimula. Pero tan necesaria como ella es la integración que proporciona aceptación, confianza y seguridad. Si ésta falla, por una parte la agresividad se convierte en norma para salir adelante. Por otra parte, ese género de vida provoca no pocos resentimientos, cuya válvula de escape suele encontrarse en la violencia.

Alfonso Aguiló, “Educar en la fe”, Revista Palabra, nº 468, IV.2003

Un testimonio de vida

La educación de la fe no es mera enseñanza, sino transmisión de un mensaje de vida. En todas las familias cristianas se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da la coherencia de una iniciación a la fe en el calor del hogar. El niño aprende así a colocar a Dios entre sus primeros y más fundamentales afectos. Aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres, que logran así transmitir a su hijo una fe profunda, que prende con facilidad en él cuando la contempla hecha vida sincera en sus padres.

Los niños tienen necesidad de aprender y de ver que sus padres se aman, que respetan a Dios, que saben explicar las primeras verdades de la fe, que saben exponer el contenido de la fe cristiana en la perseverancia de una vida de todos los días construida según el Evangelio. Ese testimonio es fundamental. La palabra de Dios es eficaz en sí misma, pero adquiere una fuerza mucho mayor cuando se encarna en la persona que la anuncia, y eso vale de manera particular para los niños, que apenas distinguen entre la verdad anunciada y la vida de quien la anuncia. Como ha escrito Juan Pablo II, “para el niño apenas hay distinción entre la madre que reza y la oración; más aún, la oración tiene valor especial porque reza la madre”.

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Juan Manuel de Prada, “Un hombre que sufre”, ABC, 30.III.2003

Nadie se hubiera atrevido a augurarlo hace casi veinticinco años, cuando el polaco Karol Wojtyla inauguraba su papado; hoy ya podemos afirmar sin temor a incurrir en la hipérbole que su estatura sobrepuja a la de cualquiera de sus contemporáneos.

Wojtyla entendió desde un principio que el mejor emblema de Jesucristo no es aquél que lo representa en la cúspide del poder y de la gloria, sino ese otro que lo muestra doliente y abrumado bajo el peso de la cruz.

Un cuarto de siglo atrás, Juan Pablo II era un hombre de complexión robusta, bendecido por la naturaleza; hoy, después de casi cien viajes pastorales que lo han empujado a los finisterres del atlas, después de que el plomo mordiese su carne, después de haber entregado su vigor en mil tareas apostólicas, se ha convertido en un anciano decrépito que apenas se tiene en pie.

Pero en su estampa de árbol herido, en su figura desvencijada y heroica de viejo que prefiere el polvo del camino a la molicie de su palacio vaticano, se sigue encarnando una epopeya demasiado incómoda para quienes niegan la existencia de un misterio que enaltece el barro del que estamos hechos.

Veinticinco años después de su elección, Juan Pablo II sigue entregado a una misión que ni siquiera concluirá el día que entregue su hálito. Porque su recuerdo, y la reverberación que su espíritu dejará en el aire, nos seguirán dictando la verdad escueta de la religión que predicó. Y es que Dios quizá sea ubicuo, como nos enseñaron en el catecismo; pero su más noble aposento es el rostro de un hombre que sufre.

Alfonso Aguiló, “Cuestión de hábitos”, Hacer Familia nº 109, 1.III.2003

Cuenta José Antonio Marina la historia de una chica que necesitaba hacer ejercicio y se propuso correr un rato un par de días a la semana. No le gustaba competir con otros, así que empezó a correr sola. Un día, un entrenador que ella conocía le dijo: “Deberías correr maratón”. Ella creyó que se trataba de una broma. Además, siempre había pensado que el maratón era extenuante y aburrido. Pero aquel hombre insistió hasta convencerla, y le hizo un plan de entrenamiento con unos objetivos precisos y bien calculados, que exigían un esfuerzo cada vez un poco mayor, pero siempre accesibles.

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Alfonso Aguiló, “La fuerza de la educación”, Hacer Familia nº 108, 1.II.2003

“El señor de las moscas” es una magnífica novela de William Golding. Cuenta la historia de una treintena de chicos ingleses que son los únicos supervivientes de un accidente aéreo. Deben organizar su vida ellos solos en una pequeña isla desierta, sin ayuda de ningún adulto. Agrupados en torno a dos jefes, Ralph y Jack, pronto comprueban que convivir no es tarea sencilla. Aparecen los primeros conflictos, difíciles de resolver en aquella situación, y finalmente estalla la violencia, que desemboca en una guerra abierta entre ellos, con trágicas consecuencias.

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Juan Manuel de Prada, “Cultura religiosa”, ABC, 15.II.2003

Quizá no exista espectáculo más deprimente y perturbador que la contemplación de esas expediciones de adolescentes que, capitaneadas por su profesor, visitan de vez en cuando nuestras pinacotecas. Mientras el profesor les explica no sé qué erudiciones pictóricas, los chavales se aproximan a los cuadros, para leer el rótulo donde se especifica la escena bíblica que representan. Con consternación, con desaliento, con resignada lástima, compruebo que esos muchachos no saben interpretar los motivos de la iconografía religiosa: Eva sucumbiendo a la tentación ofidia, el clamor de la sangre derramada por Caín, las faunas enciclopédicas recolectadas por Noé, el sacrificio fallido de Isaac, las lentejas de Esaú, los sueños del faraón interpretados por José, las siete plagas de Egipto, el maná que desciende como una nieve sutilísima, las tablas de piedra donde se esculpe la voz de Dios, las trompetas que debelaron los muros de Jericó, las asechanzas de Dalila, las decapitaciones de Goliath y Holofernes, los juicios prudentes de Salomón, las calamidades que afligieron a Job y hasta los episodios más divulgados de la vida de Jesús les resultan ininteligibles, porque nadie se ha preocupado de incorporarlos a su bagaje cultural.

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Alfonso Aguiló, “La espiral del rencor”, Hacer Familia nº 107, 1.I.2003

Stefan Zweig cuenta en su biografía la triste y fugaz historia de Ernst Lissauer, un escritor alemán de los tiempos de la Primera Guerra Mundial.

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Juan Manuel de Prada, “Felicitaciones de Navidad laicas”, ABC, 21.XII.2002

Recordarán las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan que, hace relativamente poco, se llegó a considerar la celebración de «bautismos civiles» en los Ayuntamientos. La suplantación del sacramento religioso por la bufonada municipal ya cuenta, sin embargo, con algunos precedentes: según me asegura un alguacil amigo, cada vez son más las parejas contrayentes por el rito civil que, nostálgicas o envidiosas del empaque y el ringorrango de las celebraciones religiosas, solicitan al alcalde o concejal que oficia el casamiento que no se limite a leer los artículos preceptivos del Código Civil, sino que los aderece de juramentos plagiados de la liturgia católica y fragmentos del Cantar de los Cantares, y hasta que improvise una suerte de homilía laica y alquile un organista, para que la ceremonia no quede desangelada y pobretona. Diríase que la religión, al perder ascendiente sobre el hombre, hubiese dejado desguarnecidos territorios que necesitan amueblarse con burdos sucedáneos. Diríase también que, entre algunos negadores epilépticos de la religión, existiese un fondo de nostalgia u orfandad que los impulsa a imitar grotescamente aquello que aborrecen.

Pero allá cada cual con sus complejitos. Más exasperante se me antoja esa moda que se ha instaurado de felicitar la Navidad con tarjetas postales que rehuyen el motivo iconográfico religioso y lo sustituyen por garabatos de índole más o menos laica. Yo comprendo que haya gente que reniegue de la esencia religiosa de la Navidad; incluso puedo llegar a admitir que existan por ahí pobres diablos que, para no herir susceptibilidades, se abstengan de repartir entre sus amistades tarjetas que incorporen la Adoración de los Magos o la Huida a Egipto. Lo natural sería que estos negadores de la esencia religiosa de la Navidad se abstuviesen de enviar felicitaciones en estas fechas que muchos vinculamos a los misterios de una fe que nos sustenta. Pero no, señor. Los tíos necesitan meter el cazo en plato ajeno y bombardearnos con felicitaciones horterísimas que eluden el asunto religioso o lo falsifican. Este año he recibido, entre otros mamarrachos ínfimos, una felicitación que ostenta en su carátula la consabida palomita picassiana; a mí las palomitas picassianas (que son al arte lo que la fabricación de churros a la alta repostería) me la refanfinflan muchísimo, casi tanto como las latas Campbells que perpetraba el pintamonas de Warhol. De inmediato, he devuelto al memo que me la envió su palomita picassiana, con la siguiente inscripción: «Cómetela en pepitoria, y ojalá revientes».

Esta moda de las felicitaciones navideñas laicas se ha extendido como una gangrena, incluso entre instituciones de inspiración cristiana, que se avergüenzan de la iconografía que nutrió su formación. De una de ellas me han remitido una birria aderezada de garabatos, en cuyo interior figura una cita bastante mostrenca de Arthur Miller; yo no es que tenga nada contra este conspicuo señor, pero, en fin, el evangelista Lucas me sigue pareciendo un escritor mucho más vigente y universal. A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan les ruego encarecidamente que no me apedreen con estos bodrios de felicitaciones laicas; si de verdad desean alegrarme la Navidad, abríguenme espiritualmente con tarjetones que reproduzcan cuadros de Van Eyck o Tintoretto, Murillo o El Greco, donde figuren nítidamente la Virgen y San José, los Magos de Oriente, el Niño Dios y los pastores que lo adoran, y dejen esa morralla de pintarrajos para los acomplejados y los necios, los esnobs y los cagones.

Mi hija Jimena -nueve mesecitos clarividentes- arranca a llorar como una descosida cada vez que le muestro una paloma picassiana.