Ignacio Sánchez Cámara, “Ni estético ni oportuno (sobre el chador)”, ABC, 18.II.02

El mismo día, anteayer, en el que publicaba ABC un editorial sobre la polémica del uso del chador en los centros docentes (o, como se trataba en el caso de la niña marroquí de San Lorenzo del Escorial, del hiyab, un pañuelo o velo que sólo cubre la cabeza) aparecía otro, cuyo título me parece que viene al caso del velo musulmán: «Ni estético ni oportuno». Bajo el prisma relativista dominante, no aspiro a que esta opinión rebase la condición de puro juicio subjetivo de valor estético y social. A mí, el dichoso velo me parece feo y un poco deprimente, y su uso en una escuela pública, tan inoportuno como vestir un gorro de astrakán en la playa o lucir el terno de nazareno en las noches de Puerto Banús. Mas, a la vista de algunas indumentarias cuya contemplación tenemos que padecer, tampoco me atrevería a condenar el uso del citado aditamento. Aquí lo más transgresor empieza a ser el buen gusto. Vista cada cual como le plazca, mas no se eche en saco roto la posibilidad y la advertencia de que el exceso de tolerancia pueda acabar con la tolerancia y con otros valores y principios por los que han dado la vida millares de personas. A veces no conviene jugar ni con las cosas de vestir.

La Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid ha dictado la escolarización obligatoria de la alumna con su velo. Más tarde, puede ser el chador y, tal vez, el burka. Quizá algún día una alumna desee acudir a clase vestida de esclava tracia o con bola y grilletes. Los caminos de la sumisión son infinitos. Mas no faltarán apóstoles multiculturales dispuestos a coincidir con los fundamentalistas (de fundamentalismo tampoco andan ellos mal) y a abominar de los valores imperialistas occidentales. Los mismos que se escandalizan ante cualquier declaración episcopal o del contenido de un libro de texto políticamente incorrecto, y tocan a rebato de censura, toleran cualquier extravío multicultural. Su incoherencia es el reflejo de su caos intelectual y moral. Los feministas frenéticos, exculpando la marginación y el sometimiento de la mujer. Vivir para ver. Y encima, pretenden hacerlo en nombre de los valores ilustrados. Aborrecen los crucifijos como si fueran vampiros y adoran extasiados velos y chadores. Y, sin embargo, no atienden demasiado a otros aspectos del problema. Mencionaré dos. El primero se refiere al interés de los menores. A la humillación, que no deja de serlo por ser inducida y consentida, quizá vayamos a añadir la derivada del rechazo social, tanto si procede de la prohibición de acudir a la escuela con velo como si se trata de la derivada del sentimiento de ser diferentes o rechazadas. El segundo consiste en el ocultamiento de nuestro propio fracaso y el de nuestros valores, o quizá el de la falta de ellos. Algunas adolescentes marroquíes han declarado que en los institutos españoles se aprenden cosas malas, como el consumo de alcohol o la promiscuidad sexual. Perciben una España de condones y litronas. Ante esta acusación, el uso del velo parece una inocente extravagancia. Si nuestra sociedad no padeciera graves patologías morales, tal vez prescindirían de su uso al segundo día de clase. Y entonces no sería necesario imponerles la adhesión a unos valores a los que se adherirían libremente. Pero reconozco que semejante argumento es muy poco progresista.

Ignacio Sánchez Cámara, “Sequía de inteligencia”, ABC, 23.II.02

Parece que vuelve la sequía y el agua se convierte en bien escaso. Pero existe otra sequía que afecta a la inteligencia y al buen sentido, y que es mucho más perniciosa y menos perceptible. Decía, no sin ironía, Descartes que el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues no hay nadie que no esté conforme con la porción que le ha tocado en suerte. Quizá por eso nadie reivindique el derecho a la clarividencia. Es casi el único que falta por reconocer. Basta asomarse a la actualidad para resultar asediado por el espectáculo de grandes y pequeñas incongruencias y por los desvaríos de algunas mentes angostas y menguantes. Unos son graves; otros, casi simpáticos y divertidos.

Un inmigrante se empeña en que su hija (la madre, por cierto, brilla por su islámica ausencia) acuda a la escuela con el velo. Otro, impide que sus hijos vayan a un colegio católico porque hay poca libertad y los símbolos religiosos les dan miedo. Ciertamente, no se puede pedir congruencia a dos padres distintos, mas sí a los poderes públicos. Pues, si fuera intolerancia, que no lo es, impedir el uso del velo en la escuela, también lo sería oponerse a los símbolos de la religión dominante en la sociedad de acogida. Y además, en este caso, el padre incumple el deber de escolarizar a sus hijos. El lema parece ser: con velo, pero sin crucifijo. Es la tolerancia unidireccional. Lo progresista es transigir con lo retrógrado en pro de la tolerancia y el pluralismo, y lo reaccionario oponerse a la caverna foránea.

Un partido político de vocación igualitaria y amor por lo público se opone a medidas educativas del tipo de las que defendió la tradición a la que pertenece, y que precisamente entrañan la mejor garantía para que los que tienen menos recursos puedan aprovechar su único patrimonio: el esfuerzo y el talento. La mediocridad universal beneficia a los hijos de los ricos. Por otra parte, medidas como la reválida eran garantías públicas y controles sobre la enseñanza privada, en su mayoría en manos eclesiásticas. Y los socialistas se oponen a la reválida.

(…) Las prostitutas se manifiestan en la calle. Es decir, como todos los días, sólo que juntas. Y los vecinos, a soportar el botellón y la mancebía junto a sus portales. Son sólo unos ejemplos heterogéneos. Siglo XXI, el cambalache continúa. Ojalá que pronto llueva agua y, si fuera posible, también un poco de inteligencia y buen sentido. Lo agradecerán los campos y las mentes. El nivel de los embalses de la inteligencia no rebasa ya ni el 50 por ciento de su capacidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “El espejo en las letrinas (sobre la telebasura)”, ABC, 25.II.02

La «telebasura» es una realidad abominada por todos pero que triunfa en todas partes. «Telebasura» es una de esas palabras tan rotundas y perfectas que sirven para que todos nos pongamos de acuerdo siempre que no nos preguntemos por su naturaleza y contenido. Me temo que hay más «telebasura» de la que parece, que no es poca, pues existe una que se camufla de respetabilidad, y consigue engañar. Es la basura con rostro humano. Pero también es cierto que no todo es basura y que la televisión tampoco merece el dictamen incondicional y condenatorio que han emitido algunos intelectuales. El ensayo de Gustavo Bueno Telebasura y democracia, que analizó anteayer ABC Cultural, va presidido por una afirmación de perfiles inquietantes: «Cada pueblo tiene la televisión que se merece». Ella sería espejo que nos devuelve nuestro propio rostro, la efigie veraz de nuestra miseria cultural. El espejo sería inocente; la sociedad, culpable. Ya habrá tiempo y ocasión para comentar el ensayo de Bueno. Me limitaré hoy a una mínima reflexión sobre este dictamen, que parece presuponer la soberanía de la demanda y, por lo tanto, la culpabilidad del pueblo soberano.

Ciertamente la telebasura se extinguiría si el público le diera la espalda. El espectador no es inocente, a menos que se trate de un sujeto inimputable, privado de libertad y exento de responsabilidad. No habría basura en la pantalla sin la culpable complicidad del dedo que pulsa, o no pulsa, la tecla y del ojo inerte que mira. Los programadores de muladar arguyen que ellos se limitan a dar al público la dosis de basura que implora. Ofrecen un servicio público, masivamente reclamado, que convierte la televisión en una letrina intelectual y moral. Pero esta estrategia, que exhala el aroma de la culpabilidad, omite que la demanda de estiércol audiovisual resulta, en gran parte, inducida por la oferta. De este modo los programadores, las empresas, el Gobierno y las Comunidades Autónomas se convierten en corresponsables de la pestilencia por acción u omisión. Ciertamente, no he visto manifestaciones masivas que reclamen debates sobre la épica griega, ni más conciertos de Debussy en las pantallas, pero tampoco se implora la basura, sino que ésta sale con naturalidad de mentes flacas de escrúpulos. La televisión no es el espejo que refleja el rostro intelectual y moral de la sociedad. Es, si acaso, una perspectiva más, no la más favorable. Si es un espejo, cosa que el concepto de «telebasura fabricada» de Bueno, en gran parte negaría, no refleja toda la realidad, sino sólo la más miserable y deforme y, en muchos casos, una basura fabricada expresamente para su pública exhibición. El ojo no es inocente, pero tampoco es el único ni el principal culpable. Si colocamos un espejo en un muladar, sólo reflejará basura.

Ignacio Sánchez Cámara, “Multiculturalismo e integración”, ABC, 5.III.02

La inmigración es una riqueza, un derecho y un problema. Y los dos primeros hechos no eliminan los riesgos y amenazas del tercero. Ante cualquier debate intelectual y moral, nunca sobra la claridad. Con ella, se puede no tener razón, pero sin ella no es posible tenerla. La claridad, que no está reñida con la profundidad, es la fisonomía y la condición de la verdad. Es, como afirmó Ortega y Gasset, la cortesía del filósofo, pero también es algo más. Quien bucea en las aguas de la confusión contribuye a la causa del error. Hacer distinciones es una de las más altas funciones de la inteligencia. Y una vez hechas las distinciones, es obra del buen sentido la elección de lo mejor.

Ante el hecho de la inmigración, uno de los grandes temas de nuestro tiempo, caben, si no me equivoco, al menos cinco actitudes típicas: el rechazo y la expulsión de los inmigrantes o el impedimento de su entrada, incluida la controlada; su exclusión de la ciudadanía y la condena a la marginación y a la vida fuera de los muros de la ciudad; la asimilación forzosa; la integración en la sociedad de acogida, conservando sus costumbres y creencias en la medida en que no atenten contra los principios y valores fundamentales de aquella; y la solución multiculturalista. Las tres primeras atentan, por diferentes razones, contra la dignidad del hombre y deben ser, por ello, rechazadas, a menos que la dignidad sea concebida como un atributo reservado a algunos seres humanos y no a todos ellos. Por cierto, que la idea de la dignidad del hombre como cualidad o atributo universal y no particular de una raza, clase, grupo, tipo o casta, debe mucho, si no todo, a la concepción cristiana de la persona y, por ello, a la civilización europea o, si se prefiere, occidental. Quedarían, por lo tanto, dos posibilidades: la integración y el multiculturalismo. La tesis que me propongo defender es, como proclama el título de este artículo, que el multiculturalismo es enemigo, quizá no declarado e involuntario en algunos casos, de la integración.

No deben confundirse asimilación e integración. La primera entraña la aculturación de los inmigrantes y la consiguiente pérdida de las pautas y valores de su propia cultura, que quedarían, de una u otra forma, proscritos. El ideal de la asimilación es la unificación cultural a través de la imposición de la cultura de la sociedad de acogida. Por eso, me parece opuesta a la idea de dignidad humana. Por otra parte, esta posición omite el valor del mestizaje cultural como factor de enriquecimiento y el hecho de que sin este entrecruzarse y fecundarse entre culturas, no habría sido posible la propia civilización occidental, que ha nacido de la fusión de elementos procedentes de culturas diversas y cuyo carácter abierto es uno de los principales pilares en los que se fundamenta su superioridad. Dicho sea de paso, va de suyo que la idea de comparación entre pautas culturales me parece legítima y necesaria, y la única forma de eludir un insulso y falso relativismo cultural. El respeto a las culturas diferentes no entraña la igualación entre sus pautas y valores ni, por lo tanto, entre ellas. Valorar, preferir y desdeñar son atributos esenciales del hombre. Y valorar todo por igual, además de injusto, es renunciar a valorar.

La integración respeta el pluralismo entre las culturas, pero bajo el imperio de los principios y valores fundamentales en los que se sustenta la sociedad de acogida, a cuya pertenencia no han sido, por otra parte, constreñidos los inmigrantes. Si no se produce la integración, al menos a ciertos niveles básicos, una sociedad se condena a la anomia y a su destrucción como sociedad. En cualquier caso, y sin ánimo de sacralizar la Constitución, el respeto a las normas y principios constitucionales y, en general, al Derecho constituye un deber que todos los inmigrantes deben cumplir. Todo esto es lo que amenaza la solución multiculturalista. El multiculturalismo entraña la concesión de un derecho ilimitado a toda comunidad cultural que vive en el seno de una sociedad democrática, a conservar sus creencias y costumbres con independencia de su conformidad u hostilidad con los valores democráticos y liberales. Por eso conduce, tarde o temprano, por un camino, tal vez largo, pero seguro e irreversible, hacia la anomia y la disolución sociales. El multiculturalismo produce la segregación entre culturas, convertidas en compartimentos estancos, y la marginación y la constitución de guetos. Es enemigo de la integración, pues termina por identificarla o confundirla con la indeseable asimilación. La integración sería, si acaso, una asimilación limitada y legítima. Son improcedentes los argumentos que se esgrimen contra los críticos del multiculturalismo en el sentido, equivocado, de que vulneran el principio de la tolerancia, faltan al respeto debido a las culturas diferentes y fomentan la xenofobia o incluso el racismo. Estas críticas bordean el delirio y el desconocimiento de la realidad. Conviene guardarse de la intolerancia de los hipertolerantes frenéticos.

Pasemos al tupido velo. Si se tratara de un mero recurso indumentario u ornamental, no cabría oponerle mayores reparos que los derivados de la estética. Y conste que la estética no es trivial. Si se concibe como una exhibición pública de las propias creencias religiosas, sólo podría ser censurado desde la perspectiva de un laicismo radical ajeno al espíritu de la Constitución, que establece un Estado aconfesional mas no laicista. Pero si se interpreta, como parece correcto, como una exhibición simbólica de la marginación de la mujer y de su sometimiento a alguna autoridad varonil o de su naturaleza pecaminosa o nociva, habría que repudiarlo como atentatorio contra la dignidad humana y al principio de igualdad y, por lo tanto, impedir su uso público. Ni los más fanáticos defensores de una tolerancia ilimitada y extraviada se atreven con la permisión de los sacrificios humanos, la ablación de clítoris o los malos tratos domésticos. Hacerlo con el velo, aunque se trate de un hecho sustancialmente diferente, es tanto como omitir la realidad que se oculta detrás de él: la condición de la mujer marginada. Por eso sorprende la tibieza y la índole taciturna y silente del feminismo usualmente vociferante, dispuesto a denunciar con entusiasmo la paja en el ojo occidental mientras vela, con un manto de silencio, la viga en el ojo islámico.

Hay en el actual afán multiculturalista mucho de odio y resentimiento antioccidental. En contra de los valores europeos de raíz cristiana vale tanto la apología de la degradación moral y de la anomia social como la desenfadada tolerancia hacia el fundamentalismo. Extraña y sospechosa armonía entre contrarios, al menos aparentes. Es una tolerancia exacerbada y unidireccional para la que el crucifijo ofende al islamista mientras el católico tiene que tolerar no sólo la media luna sino también el velo y, si es preciso, el burka. Bien es cierto que tampoco podemos alardear de la firmeza de nuestras convicciones ni de la buena forma moral de nuestras sociedades. Algunos de los reproches que nos hacen los inmigrantes los tenemos bien merecidos, aunque no sean precisamente los que pregona el progresismo filofundamentalista. En cualquier caso, opte cada cual en conciencia, pero desde la claridad y no desde la confusión. Debatamos y optemos, pero sin engañarnos. El multiculturalismo, que no debe confundirse con el pluralismo, bajo el que pueden convivir distintas culturas pero dentro de un marco común de convivencia basado en la dignidad de toda persona, es el fruto podrido de la tolerancia desnortada, conduce a la quiebra de la sociedad abierta y es enemigo de los valores liberales y de la genuina integración cultural.

Ignacio Sánchez Cámara, “Prohibido prohibir”, ABC, 9.III.02

Vientos del sesentaiocho se han desatado contra las medidas prohibicionistas contra el alcohol aprobadas por la Comunidad de Madrid. Es natural, ya que vivimos duros tiempos neofascistas, la permisividad quedó atrás y en las Cortes de España resuena el nombre de Goebbels para referirse a la política informativa del Gobierno. Por estas tierras todo lo que no es izquierda es fascismo. Pero lo que no podía esperar es que el viejo lema resucitado me transportara de repente a los dorados tiempos de mi adolescencia, hasta el punto de que, turbado por el anacronismo, casi creía que tenía que volver al colegio. Lo mejor del progresismo es la nostalgia de los viejos tiempos. En el fondo, no hay mejor reaccionario que un perfecto progresista. Como aquí nadie hace lo que le viene en gana y existe una despiadada autoridad opresora y un Estado policial, no ha quedado más remedio que volver a los clásicos: «Prohibido prohibir». La verdad es que de los lemas de mayo del 68 no fue este precisamente el más afortunado. A algunos la fácil frasecita, simplona variante de una vieja paradoja lógica, les parecía la cima del ingenio y de la sutileza, pero, desde luego, su autor no era Groucho Marx. ¿Cumple o no la norma quien la emite? Para ese viaje a las riberas del Sena me quedo con este otro lema, carpetovetónico y castizo que pudo leerse en una tapia hispana: «Los impuestos, que los pague el Estado». Esto sí que es rebeldía y paradoja.

Pero lo peor no es lo exiguo del ingenio que revela sino su falsedad, pues no se lo creen ni sus defensores, y su falta absoluta de oportunidad. Los ardorosos abolicionistas de las prohibiciones tal vez podrían aclararnos si incluyen en su generosa permisividad a la prohibición del racismo, o de los malos tratos domésticos, del terrorismo, de la exhibición de símbolos nazis, o de la explotación. Prohibido prohibir. ¿Seguro? Tal vez repliquen que se trata de hacer lo que a cada cual le venga en gana siempre que no se dañe a nadie. Mas entonces el lema pierde su carácter agresivo y revolucionario, y, como poco, se remonta a John Stuart Mill. Estos ácratas reaccionarios se niegan a comprender que detrás de la mayoría de las prohibiciones se esconde la defensa de algún derecho o libertad ajenos o de un bien jurídico que merece protección. Donde sólo ven limitación de su libertad, no alcanzan a percibir la libertad y el derecho ajenos.

Pero es que tan tenaces libertarios aman sólo su libertad, no la ajena, y previamente despojada de deberes y responsabilidades. Es una libertad sin cargas ni obligaciones. Uno posee, sin duda, autonomía para fumar, beber alcohol o consumir drogas. Es libre. Pero si enferma de cáncer, cirrosis o muere por sobredosis, la autonomía se desvanece en favor de la heteronomía, el paternalismo y el victimismo. La juerga depende del propio albedrío y, si es posible, se celebra con cargo a los presupuestos; la responsabilidad incumbe a las empresas tabacaleras, a los organizadores de macrofiestas o a los «camellos». Pero la responsabilidad de estos no elimina la de los ácratas autónomos. Siempre queda a salvo la inocencia e irresponsabilidad del buen libertario. Prohibido prohibir, y, si la cosa falla, siempre cabe recurrir a la culpa ajena y a la indemnización. Es la infancia perpetua, la irresponsabilidad permanente. Todos somos libres, todos irresponsables, inocentes, niños, sin deberes ni ideales. «Prohibido prohibir»: más que un torpe lema revolucionario, es la perfecta fantasía del niño mimado. Cuanto más reivindican su libertad, menos la ejercen. No estima la libertad quien no estima en la misma medida su otra cara: el deber y la responsabilidad.

Ignacio Sánchez Cámara, “Pobreza y liberalización”, ABC, 6.IV.02

La miseria y el hambre en el mundo es una tragedia que tiene solución y que testimonia contra la decencia humana. Pero esa solución depende, al menos, de dos factores: uno de naturaleza moral, relacionado con la solidaridad y la ayuda de los países ricos a los pobres; otro, de naturaleza intelectual, relativo a la idoneidad de las políticas para contribuir al desarrollo. El estado actual de ambos es deficiente. Ni el limitado altruismo de los ricos ni las terapias intervencionistas y antiliberales dominantes contribuyen a la solución del mal.

En la década anterior, las instituciones financieras internacionales recomendaron a los países en desarrollo medidas para fomentar el crecimiento que insistían en la liberalización y la privatización y en la austeridad presupuestaria. Su terapia fue criticada por no tener en cuenta la necesidad de reducir la desigualdad entre los países ni atender a los efectos negativos de esas políticas para algunos sectores de la población. Por estas razones, la Declaración del Milenio, firmada en 2000 por 150 estados, se comprometía a reducir la pobreza a la mitad en 2015. Desde este punto de vista, los resultados de la Cumbre de Monterrey pueden resultar decepcionantes, aunque sea más difícil alcanzar un acuerdo sobre sus causas. Se enfrentan, al menos, dos posiciones inconciliables, la de quienes cargan todo el problema en la cuenta del egoísmo de los ricos y quienes no ven razonable conceder ayudas sin condiciones a países gobernados por tiranías corruptas o que practican políticas económicas perversas o que constituyen una amenaza para la seguridad de aquellos a quienes solicitan la ayuda. No tener en cuenta este segundo aspecto del problema es injusto y demagógico. Tan cierto como que la ayuda debe aumentar lo es que no debe darse sin el cumplimiento de estrictas condiciones. Otra cosa es alimentar al enemigo y destinar fondos al beneficio de las oligarquías que nunca llegan a los necesitados.

Y en este ámbito es donde aparece la sinrazón de la ideología que culpa precisamente al remedio, las terapias liberalizadoras, de los males que causan las tiranías, la corrupción y las medidas colectivistas. Curiosa prueba de lucidez intelectual es esta consistente en denigrar lo que es condición inexcusable para salir del subdesarrollo. Es verdad que la llamada globalización ha aumentado las desigualdades, pero también lo es que ha favorecido a algunos países subdesarrollados y ha perjudicado a otros. Y tal vez convendría indagar las razones por las que unos países han crecido, reduciendo sus distancias con los países más desarrollados, mientras otros han sucumbido al caos y a la miseria, aumentando las distancias. Y al hacerlo tal vez comprobaríamos que la pobreza no tiene su única causa, ni, probablemente, la principal, en el egoísmo de los países ricos, sino también en los errores de la ideología económica y social dominante. Mientras abunden quienes piensan que la causa de la miseria debe imputarse al capitalismo internacional y al liberalismo, no se contribuirá a solucionar los dos aspectos del problema, pues muchos países subdesarrollados seguirán inmersos en la corrupción y en la tiranía, y otros desarrollados se negarán a financiar regímenes corruptos y políticas erradas. Del mismo modo que la mejor terapia para el crecimiento y la justicia social es la combinación de liberalización y políticas sociales para favorecer a los más necesitados, el mejor modo de luchar contra la miseria en el mundo es el aumento de la ayuda de los ricos combinada con la imposición de políticas liberalizadoras en los países pobres. La demagogia puede nacer de las buenas intenciones, pero nunca los errores pueden contribuir a mejorar un mundo tan necesitado de mejora.

Juan Manuel de Prada, “Pasarelas”, Reserva natural, p. 251

Nos están dando muchísimo la brasa con la Pasarela Cibeles, siguiendo una receta informativa que ya repite en los estómagos y cuyo exceso de levadura acabará por hacernos estallar. ¿No les parece que tanto desfile de alta costura ya se nos sale por las orejas? Yo estaría dispuesto a soportar este coñazo de la Pasarela Cibeles, incluso el coñazo homólogo de la Pasarela Gaudí, como manifestaciones del esnobismo autóctono, si no me atormentasen con desfiles foráneos, pero vivimos en la aldea global, y eso impone que el empacho tenga su prolongación cosmopolita. Como la moda no es una preocupación espontánea de la gente (del común de la gente) se han inventado esa patraña alevosa según la cual cualquier mamarrachada incubada por un modisto atufado de megalomanía es una creación artística. Hemos visto desfilar por las pasarelas muchas creaciones artísticas cuyo destino natural era el vertedero o la chatarrería que han sido saludadas como el advenimiento de una nueva vanguardia estética.

Con los engendros de la alta costura ocurre lo mismo que con las eyaculaciones mentales de los poetastros en el ámbito literario: no interesan a casi nadie, pero quienes los perpetran consiguen convocar una atención mediática que sólo se explica como una manifestación de mala conciencia colectiva. Han logrado convencernos de que cuatro trapos mal cosidos constituyen una emanación del espíritu y no una mera frivolidad para ociosos, y de este modo nos han hecho sentir inferiores o subalternos, por no seguir su dictadura bobalicona. Yo espero que algún día se desmonte esta impostura y dejen de darnos la tabarra con la moda, que lleva camino de convertirse en religión, con su martirologio presidido por Armani y su harén de diosecillas repetidas y prisioneras de la báscula.

Como la moda que padecemos es gregaria e imitativa, resulta que sus adeptos terminan también prisioneros de la báscula y combatiendo patéticamente su decadencia con potingues y cirugías. Está causando en estas fechas mucho revuelo la violencia física que se ejerce sobre las mujeres, pero un feminismo más sutil se opondría también a esta violencia espiritual que se impone desde las pasarelas y territorios limítrofes. ¿Alguien se ha parado a contar los casos de anorexia que se evitarían, si cesase esta tiranía de la moda? ¿Alguien se ha detenido a pensar por qué en las revistas de moda, que tantas chicas esgrimen como si fuesen un devocionario, nunca aparecen mujeres maduras, mancilladas por la edad o la celulitis? ¿Qué sibilinos mecanismos de sometimiento nos están inoculando? Los hombres, aunque no tardaremos en sucumbir a la epidemia, parecemos algo más reticentes a esta esclavitud. Yo, a las chicas que me recomiendan que jubile mis desfasadísimas gafas de carey, las excomulgo de mi corazón.

Juan Manuel de Prada, “Las antípodas”, Reserva natural, p. 235

Esta noche he soñado con Borges; me hablaba con una voz de salmodia que resbalaba entre sus labios ciegos: “Imaginémonos –me decía– dos personas de caracteres opuestos y hábitos inconciliables. Dos personas que vivan en lugares distantes y cultiven aficiones y virtudes, vicios y veleidades contradictorios. Denominémoslas espíritus antípodas. Pues bien, yo sostengo que estas dos personas precisarían la una de la otra, habría un hilo secreto, un indescifrable sistema de acciones y omisiones, de pecados y penitencias que las vinculase. Serían el anverso y el reverso de una misma moneda. Sostengo que esos dos espíritus antípodas no podrían subsistir sin la otra presencia que los complementa. A la muerte de una se sucedería, irremediablemente, la extinción de la otra”. En mi sueño, Borges hojeaba con exhausta ironía la prensa más reciente, que sólo hablaba de asuntos necrológicos.

Me he despertado oprimido por una vaga desazón metafísica. Una vez despejadas las últimas hilachas del sueño, he comprendido que las muertes de esa principesa rubia y esa anciana arrugada no han acaecido casi simultáneamente por capricho del azar, sino que obedecen a una pavorosa simetría. La Madre Teresa, virgen esquilmada por la artrosis, ha expirado después de que lo hiciera su “espíritu antípoda”, esa muñequita con furor uterino, y lo ha hecho después de dedicarle palabras de gratitud, quizá porque intuía que sin personas de corazón pálido como lady Di no podrían existir personas como ella, con una antorcha en llamas en mitad del pecho. Han muerto, sí, el anverso y el reverso de una misma moneda, y lo han hecho ante los ojos unánimes de una multitud que no ha entendido el mensaje de esa muerte conjunta, porque nos ha tocado vivir una época de papanatismo moral, en la que se encomia la caridad profiláctica de la principesa, su bondad de relumbrón y papel celofán, y se la encumbra a los altares tontorrones de nuestra mitología.

Han muerto dos mujeres antípodas. Por un lado, la principesa rubia, depositaria de esa gangrena de oropeles e hipocresías que hoy nos corroe, samaritana postiza que acariciaba a los enfermos conteniendo la respiración, para no contagiarse, y reservaba sus jadeos para los magnates más irreprochablemente higiénicos. Por otro, la virgen rugosa y jibarizada, quizá la concentración más químicamente pura de heroísmo que ha producido la humanidad: sólo con ver su rostro injuriado de arrugas y abnegación entraban ganas de hacerse católico, apostólico y calcutano. Quizá nuestra época prefiera recordar el haz de papel cuché, pero permítanme hoy llorar por el envés callado y nada vistoso de una mujer que había hecho de su carne y de su sangre y de sus huesos una eucaristía sagrada.

Juan Manuel de Prada, “Birrias”, Reserva natural, p. 231

Nos enteramos ahora de la respuesta que José Antonio Aguirre, lendakari en el exilio, le asestó a Picasso, cuando éste amenazó con donar al Gobierno vasco el Guernica, esa reliquia que sesenta años después se disputan las diócesis de Madrid y Bilbao. “¿Para qué quiero yo esa birria?”, dijo el desdeñoso lendakari, con una mezcla de laconismo e irreverencia que ninguno de nuestros actuales mandatarios hubiese osado emplear. La corrección política aconseja emplear el fárrago y la santurronería como coartadas que disimulen nuestro estupor ante las birrias artísticas. ¿Se imaginan a nuestra Esperanza Aguirre pronunciándose tan sacrílegamente sobre un potaje de Tàpies? La someteríamos a un proceso inquisitorial, la untaríamos de brea, la emplumaríamos y alimentaríamos con sus huesos una bonita hoguera. Ni siquiera a Arzallus, monarca del regüeldo, le consentiríamos tamaño desliz: como mínimo, lo arrojaríamos al Nervión con una piedra de molino atada al cuello.

Y no me preocupa tanto que la corrección o el tacto político enquisten el juicio de nuestros mandatarios como que ese enquistamiento se haya extendido a las gentes de sentido común. Con desoladora frecuencia, me tropiezo con personas de amenísimo trato que, ante la contemplación de una birria, experimentan una suerte de epilepsia estética y empiezan a entonar sus alabanzas en una jerga muy campanuda. La causa de esta metamorfosis suele ser un lienzo escalfado de colores excrementicios, a veces pintarrajeado con inscripciones párvulas o condecorado con tornillos y calcetines. Si les dices que no entiendes el pasmo que esa birria les suscita, te administran una homilía de palabras abstrusas y terminan censurando tu incapacidad para penetrar los misterios insondables del arte.

Aun a riesgo de parecer filisteo o reaccionario o meramente palurdo, confesaré que no creo en el arte que requiere para su disfrute de sesudas elaboraciones intelectuales. El arte conmueve o no conmueve, y no hay método más infalible para detectar una birria que situarnos ante ella y comprobar cómo ni siquiera roza nuestro sentimiento. El arte es una religión del sentimiento, y todo lo que escapa a esa primera mirada son monsergas y zarandajas. Existe ahora un contubernio alentado por las élites más proclives al jeroglífico, que preconiza un arte rodeado de conceptos alambicados y tostones trascendentes, como si la percepción de la belleza necesitase algo más que unos ojos sin legañas y una sangre no demasiado pálida. ¿Requiere alguna exégesis un cuadro –pongo por caso– de Tintoretto? Parece evidente que no. Un cuadro de Pollock, en cambio, exigirá de nosotros un grave derramamiento de neuronas; de lo contrario, lo confundiríamos con el trapo que Tintoretto utilizaba para limpiar sus pinceles. En medio de tanto esnobismo cultural, habría que recuperar el veredicto cazurro de aquel lendakari en el exilio: “¿Para qué quiero yo esa birria?”.

Juan Manuel de Prada, “Sagrado latín”, Reserva natural, p. 173

Con legítimo orgullo, puedo decir que pertenezco a esa última generación de españoles que frecuentaron el latín en la escuela, antes de que un puñado de pedagogos o esbirros de la estupidez lo relegaran al desván de los cachivaches inservibles. Con legítimo orgullo, puedo asegurar que, sin el latín, yo jamás habría aprendido la minuciosa aritmética del idioma, esa melodía exacta e infalible que algunos llaman sintaxis, ese orden interior sin el cual la escritura sería un galimatías, una jerga sin leyes, sometida al capricho de los ignorantes. Con legítimo orgullo, puedo confesar que, si el latín no hubiese intervenido en mi adolescencia, jamás habría aprendido la vida íntima de las palabras, las conexiones sutiles que entablan, sus jerarquías secretas, su química indestructible, esa sagrada resonancia que las impregna, esa belleza trémula que las recorre y alimenta. Con legítimo orgullo, puedo afirmar que adquirí la música del idioma gracias al latín; luego, escuchando la verborrea de tantas políticos, he comprendido las razones que los impulsaron a desterrar el latín a un arrabal de olvido: no les convenía que ese fuego sagrado que habían dejado extinguir alumbrase a los demás.

Tuve maestros que me infundieron el entusiasmo del latín y me contagiaron su arquitectura irreprochable. Tuve maestros que me ayudaron a escindir un hexámetro, a respetar las concordancias y distinguir un ablativo absoluto, estrategias que los zafios creen inservibles, pero a las que aún recurro, inconscientemente, cada vez que elaboro una frase. Tuve maestros que me iniciaron en la liturgia del latín y me descubrieron su herencia: ahora sé que nuestro idioma, esa argamasa dúctil que moldeo cada día al despertarme, no sería posible si no existiese un armazón previo que lo justificara, una relojería puntual que lo sostuviese. Por eso me sublevan quienes reducen al latín a la categoría de las reliquias, cuando su reino es –y seguirá siendo– el de la vida.

Aún recuerdo el escrupuloso placer que me reportaba desentrañar una égloga de Virgilio, un discurso de Cicerón, un pasaje bélico de César; de repente, lo que a simple vista pare cía una sopa de letras, adquiría esa claridad cegadora de las revelaciones, y uno se sentía capaz de seguir explorando el mundo, con el bagaje riquísimo de las declinaciones. Aún recuerdo aquel júbilo que me producía el hallazgo de un adjetivo solitario que concordaba con un sustantivo casi oculto, dos hexámetros más abajo. El latín tenía esa grandeza iniciática. El idioma surgía ante nosotros, incólume y sin embargo familiar, como una estatua de carne. Hoy contemplo con vergüenza esa labor destructiva que han emprendido algunos pedagogos, so pretexto de modernidad, hasta convertir esa estatua de carne en un montón de ruinas, y me pregunto: ¿Hasta cuándo la barbarie?