Joseph Ratzinger, “El secreto de la santidad de Escrivá”, Zenit, 15.III.02

CIUDAD DEL VATICANO, 15 marzo 2002 (ZENIT.org).- El secreto de la santidad de Josemaría Escrivá de Balaguer, según el cardenal Joseph Ratzinger, está en su convicción de que no era más que un instrumento de Dios.

El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe presentó en la tarde de este jueves, en Roma, el libro en italiano «Opus Dei – El mensaje, las obras, las personas» (Opus Dei – il messaggio, le opere, le persone, San Paolo, 2002) de Giuseppe Romano.

Según Ratzinger, el beato Escrivá «tenía la intención de fundar algo, pero siempre era consciente de que no era obra suya, de que no había inventado nada, simplemente el Señor Dios se sirvió de él. No era por tanto su obra, sino “Opus Dei”. Él era sólo instrumento para que pudiera obrar Dios».

El cardenal alemán, que pronto cumplirá los 75 años, confesó que al leer el nuevo libro le impresionó la interpretación del nombre Opus Dei: «Una interpretación biográfica que permite comprender la fisonomía espiritual del beato Josemaría».

«Me vino a la mente -siguió confesando Ratzinger- la misma palabra del Señor en la que dice “mi Padre actúa siempre”. Lo dijo en una discusión con ciertos especialistas de la religión que no querían reconocer que Dios podría actuar en sábado».

«Un debate presente todavía entre los cristianos de nuestro tiempo -añadió-, según el cual, tras la creación, Dios se retiró. Según este modelo de pensamiento, Dios ya no podría entrar en el tejido de nuestra vida cotidiana».

Y sin embargo, reconoció el purpurado, «aquí tenemos la respuesta: el hombre que se abre a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios actúa siempre. Es más, tenemos que dejarle entrar, dejarle actuar, así nacen las cosas que renuevan a la humanidad».

«Desde este punto de vista se entiende lo que quiere decir santidad y vocación común a la santidad -dijo el cardenal-. Virtud heroica quiere decir que en la vida del hombre se revela la presencia de Dios, es decir, se revela el hecho de que el hombre por sí solo no puede hacer nada».

«La santidad es ese contacto con Dios, hacerse amigo de Dios, para dejarlo actuar, el único que puede hacer realmente bueno al mundo y llenarlo de luz», afirmó.

Esta constatación, concluyó Ratzinger, lleva al cristiano a no tener miedo, «pues quien está en las manos de Dios cae siempre en sus brazo y de este modo nace la valentía para responder al mundo de hoy».

El encuentro concluyó con una intervención del autor, Giuseppe Romano, sobre el argumento, recordando que cuando alguien elogiaba en vida a Escrivá, éste respondía comparándose a un sobre de cartas.

En este sobre se puede ver el remitente, Dios, y el destinatario, los hombres. El mensaje del Opus Dei puede entenderse desde la perspectiva del sobre: «Cada uno de nosotros lleva algo dentro de sí y en el fondo no ha sido él quien ha escrito la dirección, ni quien ha pegado el sello, ni quien ha enviado la carta».

«La carta ha llegado a su destino, y la canonización del primer sobre podrá alentar a los demás, usuarios normales, a convertirse también en sobres santos», concluyó Romano.

Tomado de Zenit, ZS02031508

Joseph Ratzinger, “Fe, verdad, tolerancia”, Zenit, 3.III.02

LUGANO, 3 marzo 2002 (ZENIT.org-Avvenire).- Después del 11 de septiembre, «se está difundiendo cada vez más la convicción de que para obtener una nueva paz mundial la fe cristiana deba renunciar a su pretensión de verdad».

Con esta constatación comenzó el viernes el cardenal Joeph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, su intervención en el congreso internacional en memoria de monseñor Eugenio Corecco, recordado obispo de Lugano (Suiza), en la que afrontó el tema «Fe, verdad y tolerancia».

–Eminencia, se ha dicho que después del 11 de septiembre el mundo ya no será como antes. ¿Ha cambiado algo también para la Iglesia? –Cardenal Ratzinger: Yo no diría que con el 11 de septiembre haya habido una revelación de cosas absolutamente nuevas. La amenaza de la violencia terrorista existía ya antes. Ahora sin embargo estamos más atentos a aquella amenaza. Si algo ha cambiado, es nuestra consciencia occidental de la percepción del peligro. Parafraseando a san Agustín podríamos decir que hoy vemos más claramente el abismo que el hombre tiene ante sí.

–La confrontación con el Islam es un tema candente. En su opinión, ¿se puede hablar de una superioridad de la cultura judeocristiana? –Cardenal Ratzinger: Es un terreno minado, pero no quiero evitar la pregunta. Cuando se habla de cultura tenemos que distinguir los valores de sus realizaciones históricas. La verdad de la fe cristiana nos aparece en toda su profundidad pero no debemos olvidar que lamentablemente ha sido oscurecida muchas veces por los comportamientos concretos de quien se decía cristiano. También el Islam ha tenido momentos de gran esplendor y de decadencia en el curso de su historia.

–Por tanto, ¿no se puede hablar de superioridad de una cultura sobre otra? –Cardenal Ratzinger: Naturalmente podemos y debemos decir que, por ejemplo, los valores del matrimonio monógamo, de la dignidad de la mujer, etcétera, demuestran indudablemente una superioridad cultural. Es verdad que el mundo islámico no está del todo equivocado cuando reprocha a Occidente de tradición cristiana la decadencia moral y la manipulación de la vida humana. Se hace fuerte en nuestras debilidades, en nuestro escepticismo. Esto nos impone un serio examen de conciencia. Lo importante es ir a las raíces de los valores anunciados por las diversas religiones. Es aquí donde puede empezar un verdadero diálogo interreligioso.

–¿Es más peligroso el fundamentalismo o la indiferencia religiosa? –Cardenal Ratzinger: Hay diversas formas de fundamentalismo. Los obispos estadounidenses por ejemplo prefieren no usar el término fundamentalismo para indicar el extremismo violento, porque en Estados Unidos una parte del mundo protestante se define fundamentalista, pero sin caer en la violencia y en el fanatismo.

Y también la indiferencia religiosa tiene formas diversas. Hay quien se dice no creyente pero conserva un impulso ético de fondo y se da también la indiferencia anárquica y arrogante de quienes pretenden desmontar al hombre recomponiendo después sus trozos a su modo y no según la lógica del Creador.

–Usted habla a menudo de un catolicismo de minoría y de una Iglesia que inevitablemente se reducirá en el futuro. ¿Cómo se concilia todo esto con la llamada que ha hecho el Papa a Europa a no olvidar sus propias raíces cristianas? –Cardenal Ratzinger: La Iglesia de masas puede ser algo hermoso pero no es necesariamente la única modalidad de ser Iglesia. Pero esto no quiere decir que se reduzca a un grupo cerrado en sí mismo. La Iglesia tiene una responsabilidad universal, una responsabilidad misionera para anunciar la nueva evangelización. Forma parte de esta tarea la llamada a las raíces cristianas de Europa. Es más, la Iglesia debe echar mano de todas sus energías creativas para hacer que no disminuya la fuerza viva y atrayente del Evangelio.

Tomado de Zenit, ZS02030302

Joseph Ratzinger, “Veinte años en Roma”, Zenit, 23.XI.01

El trabajo diario al frente de uno de los cargos más importantes de la Iglesia católica; la relación con Juan Pablo II; su infancia transcurrida en Alemania… El cardenal Joseph Ratzinger ha dejado espacio a las confidencias en una entrevista concedida a corazón abierto a Radio Vaticano.

Nacido en Baviera el 26 de abril de 1927, Ratzinger se convirtió en uno de los teólogos más escuchados en la Iglesia católica tras participar como perito en el Concilio Vaticano II de 1962 a 1965. Tras haber sido Vicerrector de la Universidad de Ratisbona de 1969 a 1977, Pablo VI le nombró arzobispo de Munich y Freising el 24 de marzo de 1977.

Juan Pablo II le llamaría a Roma para ser prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe el 25 de noviembre de 1981. En estos veinte años el cardenal se ha caracterizado por defender el «capital» más precioso de la Iglesia católica: la verdad de fe, en coherencia con la revelación de Cristo, encarnada en el tiempo presente.

Así es como comenta Ratzinger su delicado papel.

–¿Cómo es posible tener hoy día autoridad en cuestiones de fe? –Cardenal Ratzinger: Es ciertamente una tarea difícil, en parte porque ya no existe el concepto de autoridad. El hecho de que una autoridad pueda decidir algo parece hoy incompatible con la libertad para hacer lo que uno quiera. Es difícil también porque muchas tendencias generales de nuestra época se oponen a la fe católica: se busca una simplificación de la visión del mundo. De este modo, Cristo no podría ser Hijo de Dios, sino un mito, una gran personalidad humana, pues Dios no puede haber aceptado el sacrificio de Cristo, Dios no sería un Dios cruel… En definitiva, hay muchas ideas que se oponen al cristianismo y habría que replantear muchas verdades de fe para que se adecuaran al hombre de hoy. Pero tengo que decir que muchas personas también agradecen el que la Iglesia siga siendo una fuerza que expresa la fe católica y ofrece un fundamento sobre el que se puede vivir y morir. Y esto es para mí algo consolador.

–Sus veinte años en la Congregación vaticana han quedado íntimamente a este pontificado. ¿Cuáles son sus recuerdos más intensos? –Cardenal Ratzinger: Los recuerdos más intensos están ligados a los encuentros con el Papa en los grandes viajes y al gran drama de la teología de la liberación, donde buscamos el camino justo. Después viene el compromiso ecuménico del Santo Padre: esa búsqueda de una gran apertura de la Iglesia en la que al mismo tiempo no pierda su identidad.

Los encuentros ordinarios con el Papa son quizá la experiencia más enriquecedora, pues se habla de corazón a corazón y constatamos la común intención de servir al Señor. Vemos cómo el Señor nos ayuda también a encontrar compañía en nuestro camino, pues yo no hago nada solo. Esto es muy importante: no hay que tomar decisiones personales solo, sino con gran colaboración. Y esto siempre en la senda de la comunión con el Papa, que tiene una gran visión de futuro. Él me confirma y me guía en mi camino.

–Pero, ¿cómo es el Papa? ¿No tiene algún adjetivo que sirva para hacerle más familiar? –Cardenal Ratzinger: El Papa es sobre todo muy bueno. Es un hombre que tiene un corazón abierto. Es también un hombre chistoso, con el que se puede hablar con gran alegría y tranquilidad. No estamos todo el tiempo subidos en las nubes; estamos en esta vida… Esta bondad personal del Papa me convence una y otra vez. No hay que olvidar tampoco su gran cultura, su normalidad, y el hecho de que tiene los pies sobre la tierra.

–¿Podría describirse a sí mismo? –Cardenal Ratzinger: Es imposible hacer un autorretrato; es difícil juzgarse a sí mismos. Puedo decir sólo que provengo de una familia muy sencilla, muy humilde, y por eso más que un cardenal me siento un hombre sencillo.

Tengo mi casa en Alemania, en un pequeño pueblo, con personas que trabajan en la agricultura, en la artesanía, y allí me siento en mi ambiente. Trato de ser así también en mi trabajo: no sé si lo logro, no me atrevo a juzgarme.

Recuerdo siempre con gran cariño la profunda bondad de mi padre y de mi madre, y naturalmente para mí bondad significa la capacidad para decir «no», pues una bondad que deje hacerlo todo no hace bien al otro.

En ocasiones bondad significa tener que decir «no» y correr así el riesgo de la contradicción. Estos son mis criterios, este es mi origen; lo demás deberían juzgarlo los demás.

Tomado de Zenit, ZS01112307

Joseph Ratzinger, “La abolición del hombre”, Le Figaro, 17.XI.01

Entrevista en la que ofrece un punto de vista acerca de las cuestiones fundamentales de nuestra época. La Iglesia y la tolerancia, Occidente y el Islam, la ciencia y el futuro. Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “La abolición del hombre”, Le Figaro, 17.XI.01″

Joseph Ratzinger, “La misión del obispo”, Zenit, 29.X.01

El Sínodo de los obispos clausurado este 27 de octubre en Roma constituye el final de una serie de encuentros eclesiales marcados por la división tras el Concilio Vaticano II. Esta es la conclusión que saca el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en esta entrevista concedida al padre Bernardo Cervellera, director de la agencia Fides.

–Eminencia, ¿nos puede dar un juicio personal? Ha sido un Sínodo muy tranquilo y cordial. Quizás no ha habido grandes intuiciones y sorpresas: las ideas y los problemas son conocidos, no ha habido nada sorprendente. Sin embargo, da la impresión de que esto es posible gracias a un gran entendimiento y a una profunda colegialidad, formados en estos últimos veinte años.

He participado en los Sínodos desde 1977 y he vivido Sínodos con tensiones muy fuertes. Haciendo una comparación entre este Sínodo y el fermento de los años que inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II, se nota mucha más tranquilidad y esto demuestra que nos encontramos en una nueva generación que ha asimilado el Concilio y busca los caminos para una nueva evangelización.

La primera impresión es, por tanto, la de una verdadera cordialidad y gran entendimiento. Ya no necesitamos discutir muchas cosas organizativas, o también interpretativas. Es tiempo de mostrar al mundo el rostro de Cristo y mostrar a Dios. Sin grandes sorpresas, el efecto esencial (de este Sínodo) es para mí esta nueva y profunda unidad del cuerpo episcopal a la hora de anunciar juntos el Evangelio a un mundo que necesita un nuevo anuncio de Dios y de Cristo.

–En su intervención en el aula, usted habló de una auto-secularización de los obispos, de una polarización de la Iglesia en sus asuntos internos, «mientras que el mundo tiene sed de Dios»…

Esto, gracias a Dios, no se ha realizado en este Sínodo. Se podía temer que nos entretuviéramos en la relación entre Curia romana y obispos, en los poderes del Sínodo, en las estructuras de las Conferencias intercontinentales y nacionales. De este modo, se podía estrangular verdaderamente la vida de la Iglesia, discutiendo siempre sobre las cosas penúltimas y olvidando las cosas últimas.

Este fue el peligro en un cierto período del período posterior al Concilio, con las grandes reestructuraciones acaecidas en ese tiempo. Sustancialmente eran útiles, pero la Iglesia se ocupaba casi exclusivamente de sí misma.

Una realidad que no produce frutos «para los demás» y sólo piensa en sí misma es inútil. Deseo expresarme verdaderamente contra este peligro. Si la Iglesia se ocupa sólo de sí misma, se olvida de que sólo está al servicio de algo más grande: tiene que ser la ventana a través de la cual se ve a Dios; tiene que ser el espacio abierto en el que aparece la Palabra de Dios y se hace presente en nuestra realidad.

Existe también el peligro de otro tipo de secularismo: al comprometernos tanto en los problemas de este mundo, lleno de sufrimientos, podríamos convertirnos sólo en agentes sociales, olvidando que el primer servicio que hay que prestar, también en el mundo social, es hacer que Dios sea conocido.

Así, pues, el peligro era un falso auto-encerramiento de las Iglesias en sí mismas y un horizontalismo que piensa sólo en cosas materiales, relegando a Dios a un papel secundario.

Gracias a Dios, superando estos dos peligros, se ha prestado verdadera atención al «primum necessarium»: la primera necesidad del mundo es conocer a Dios. Si no lo conoce, todo lo demás deja de funcionar, como demuestran los grandes sistemas ateos del siglo pasado.

–Al escuchar las proposiciones que presentó el Sínodo, se diría que se trata de una larga serie de «deberes», de actividades, que un Obispo debería realizar: compromiso con los sacerdotes, religiosos, jóvenes, en el ecumenismo, en la justicia social, etc. ¿No se corre el riesgo de pedir a los Obispos demasiadas cosas que después no se pueden aplicar? Este es siempre el peligro de todos los Sínodos que quieren realizar algo completo y se convierten en una especie de manual, en lugar de sacar a la luz algunos imperativos importantes. Las diversas indicaciones hechas por los Padres sinodales sobre la reforma del método de los Sínodos van precisamente en esta dirección: no hacer más manuales, sino limitarnos a algunos imperativos de gran importancia. En todo caso, se puede esperar que el documento post-sinodal no sea un largo manual, sino que nos confronte con algunos elementos esenciales, algo así como el modelo que representa la «Novo Millennio Ineunte» [carta apostólica de Juan Pablo II al concluir el Jubileo], que es un documento que habla al corazón y a las situaciones.

–Al escucharse las discusiones y documentos finales, el obispo parecería ser el amo de la Iglesia: el obispo hace esto, y lo de más allá… No hay un momento en el que el obispo se reconozca hijo de la Iglesia y no sólo padre y maestro… Usted dijo una vez que «la Iglesia es femenina»…Quizás usted señala un peligro real. Subrayando todos los deberes del obispo y toda la riqueza de la función sacramental episcopal, se olvida que el obispo es creyente y servidor. Es hijo de la Iglesia y sólo así puede ser también un padre. Con todas las buenas intenciones de indicar todo lo que el obispo recibe en el sacramento, todas sus responsabilidades, hemos olvidado esta última humildad, que es también una gran gracia: en último término, nuestro compromiso no depende de nosotros, pero podemos dejar todo en las manos del Señor.

Tomado de Zenit, ZS01102904

Joseph Ratzinger, “El espíritu de la liturgia”, Alfa y Omega, 18.X.01

Una de las claves del Concilio Vaticano II fue la renovación litúrgica, pero ésta ha llegado a los cristianos como cambios exteriores más que como un espíritu. En este libro de Ediciones Cristiandad, que será presentado en Madrid el próximo 23 de octubre, el cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hace una introducción rigurosa, de carácter teológico, para revelar el espíritu que anima la liturgia y, mediante ella, a toda la Iglesia. Con el fin de redescubrir toda la belleza de la liturgia y su riqueza oculta, este nuevo libro es una actualización del que, en 1946, escribiera Guardini: Sobre el espíritu de la liturgia. Ofrecemos algunos párrafos: – Podríamos decir que entonces -en 1918- la liturgia se parecía a un fresco que, aunque se conservaba intacto, estaba casi completamente oculto por capas sucesivas. Gracias al Concilio Vaticano II, aquel fresco quedó al descubierto y, por un momento, quedamos fascinados por la belleza de sus colores y de sus formas. Sin embargo, ahora está nuevamente amenazado, tanto por las restauraciones o reconstrucciones desacertadas, como por el aliento de las masas que pasan de largo.

– Dios tiene derecho a una respuesta por parte del hombre, tiene derecho al hombre mismo, y donde este derecho de Dios desaparece por completo, se desintegra el orden jurídico humano, porque falta la piedra angular que le dé cohesión.

– El culto es percatarse de la caída, es, por así decirlo, el instante del arrepentimiento del hijo pródigo, el volver-la-mirada al origen. Puesto que, según muchas filosofías, el conocimiento y el ser coinciden, el hecho de poner la mirada en el principio, constituye también, y al mismo tiempo, un nuevo ascenso hacia él.

– La Eucaristía es, desde la cruz y la resurrección de Jesús, el punto de encuentro de todas las líneas de la Antigua Alianza, e incluso de la historia de las religiones en general: el culto verdadero, siempre esperado y que siempre supera nuestras posibilidades, la adoración en espíritu y verdad.

– El culto cristiano implica universalidad. La liturgia cristiana nunca es la iniciativa de un grupo determinado, de un círculo particular o, incluso, de una Iglesia local concreta. La Humanidad que sale al encuentro de Cristo se encuentra con Cristo que sale al encuentro de la Humanidad.

– Que nadie diga ahora: la Eucaristía está para comerla y no para adorarla. No es, en absoluto, un pan corriente, como destacan, una y otra vez, las tradiciones más antiguas. Comerla es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. Comerlo significa adorarle. Comerlo significa dejar que entre en mí de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran nosotros, de manera que lleguemos a ser uno solo con Él. De esta forma, la adoración no se opone a la comunión, ni se sitúa paralelamente a ella. La comunión alcanza su profundidad sólo si es sostenida y comprendida por la adoración. La presencia eucarística en el tabernáculo no crea otro concepto de Eucaristía paralelo o en oposición a la celebración eucarística, más bien constituye su plena realización. Pues esa presencia la que hace que siempre haya Eucaristía en la Iglesia.

– El domingo es, para el cristiano, la verdadera medida del tiempo, lo que marca el ritmo de su vida. No se apoya en una convención arbitraria, sino que lleva en sí la síntesis única de su memoria histórica, del recuerdo de la creación y de la teología de la esperanza. Es la fiesta de la resurrección para los cristianos, fiesta que se hace presente todas las semanas, pero que no por eso hace superfluo el recuerdo específico de la Pascua de Jesús.

– La ausencia total de imágenes no es compatible con la fe en la encarnación de Dios. Dios, en su actuación histórica, ha entrado en nuestro mundo sensible para que el mundo se haga transparente hacia Él. Las imágenes de lo bello en las que se hace visible el misterio del Dios invisible forman parte del culto cristiano.

– La imagen de Cristo y las imágenes de los santos no son fotografías. Su cometido es llevar más allá de lo constatable desde el punto de vista material, consiste en despertar los sentidos internos y enseñar una nueva forma de mirar que perciba lo invisible en lo visible. La sacralidad de la imagen consiste precisamente en que procede de una contemplación interior y, por esto mismo, lleva a una contemplación interior.

– En la acción por la que nos acercamos, orando, a la participación, no hay diferencia alguna entre el sacerdote y el laico. Indudablemente, dirigir la oratio al Señor en nombre de la Iglesia y hablar, en su punto culminante, con el Yo de Jesucristo, es algo que sólo puede suceder en virtud del poder que confiere al sacramento. Pero la participación es igual para todos, en cuanto que no la lleva a cabo hombre alguno, sino el mismo Señor y sólo Él.

– Tu nombre será una bendición había dicho Dios a Abrahán al principio de la historia de la salvación. En Cristo, hijo de Abrahán, se cumple esta palabra en su plenitud. Él es una bendición, para toda la creación y para todos los hombres. La cruz, que es su señal en el cielo y en la tierra, tenía que convertirse, por ello, en el gesto de bendición propiamente cristiano. Hacemos la señal de la cruz sobre nosotros mismos y entramos, de este modo, en el poder de bendición de Jesucristo. Hacemos la señal de la cruz sobre las personas a las que deseamos la bendición. Hacemos la señal de la cruz también sobre las cosas que nos acompañan en la vida y que queremos recibir nuevamente de la mano de Dios. Mediante la cruz podemos bendecirnos los unos a los otros. Personalmente, jamás olvidaré con qué devoción y con qué recogimiento interior mi padre y mi madre nos santiguaban, de pequeños, con el agua bendita. Nos hacían la señal de la cruz en la frente, en la boca, en el pecho, cuando teníamos que partir, sobre todo si se trataba de una ausencia particularmente larga.

– Existen ambientes, no poco influyentes, que intentan convencernos de que no hay necesidad de arrodillarse. Dicen que es un gesto que no se adapta a nuestra cultura (pero ¿cuál se adapta?); no es conveniente para el hombre maduro, que va al encuentro de Dios y se presenta erguido. (…) Puede ser que la cultura moderna no comprenda el gesto de arrodillarse, en la medida en que es una cultura que se ha alejado de la fe, y no conoce ya a aquel ante el que arrodillarse es el gesto adecuado, es más, interiormente necesario. Quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central.

– La religiosidad popular es el humus sin el cual la liturgia no puede desarrollarse. Desgraciadamente muchas veces fue despreciada e incluso pisoteada por parte de algunos sectores del Movimiento Litúrgico y con ocasión de la reforma postconciliar. Y, sin embargo, hay que amarla, es necesario purificarla y guiarla, acogiéndola siempre con gran respeto, ya que es la manera con la que la fe es acogida en el corazón del pueblo, aun cuando parezca extraña o sorprendente. Es la raigambre segura e interior de la fe. Allí donde se marchite, lo tienen fácil el racionalismo y el sectarismo.

Joseph Ratzinger, “La marginación de Dios”, 8.X.01

Análisis del prefecto para la Doctrina de la Fe sobre la crisis religiosa.

Joseph Ratzinger Intervención en el Sínodo de los Obispos, 8.X.01 Continuar leyendo “Joseph Ratzinger, “La marginación de Dios”, 8.X.01″

Joseph Ratzinger, “Cristianismo e Islam”, La Repubblica, 1.X.01

El cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, ha intervenido sobre el debate que provocó el primer ministro italiano Silvio Berlusconi, quien habría asegurado que la cultura cristiana es superior a la islámica.

Publicamos a continuación el texto de la entrevista que el cardenal Ratzinger concedió sobre el argumento el pasado 1 de octubre al diario italiano «La Repubblica».

–Eminencia, ¿comparte la afirmación del primer ministro italiano? –Cardenal Ratzinger: No me meto en las polémicas políticas. El tema es muy complejo. No debe ser afrontado en términos de superioridad de éste o del otro, pues el valor sociocultural de las sociedades a nivel empírico varía en el curso del camino de la historia».

–La evolución de las culturas, ¿se aplica también para el Islam? –Cardenal Ratzinger: Es un valor variable para todos, para el cristianismo, para el Islam, para el judaísmo o para cualquier otra religión. Dado que en estos días se habla tanto del Islam, lamentablemente con ocasión de los atentados de Nueva York, digamos que a nivel empírico la cultura islámica hizo sentir su influencia incluso en gran parte de Occidente, hasta aproximadamente el año mil después de Cristo.

–¿Qué sectores culturales en Occidente han sido plasmados por la cultura musulmana en los siglos de mayor influencia islámica? –Cardenal Ratzinger: Ciertamente, hasta todo el primer milenio, la civilización islámica fue superior en muchos campos: en la matemática, en la medicina, en las ciencias, en la arquitectura, en las artes. Formas culturales que todavía hoy tienen una gran presencia en Occidente.

–En los siglos siguientes se verificó una especie de decadencia de la cultura islámica. ¿Quizá por esto se dice que la cristiana es superior? –Cardenal Ratzinger: En estos análisis socioculturales es mejor tener cuidado cuando se habla de superioridad. Aunque es verdad que, desde el punto de vista histórico, en el segundo milenio, la cultura islámica experimentó formas de decadencia, mientras que la cultura occidental creció hasta conquistar niveles superiores. A nivel empírico, a través de los siglos, las formas culturales cambian y se transforman: es la historia.

–Y hoy, ¿a quién pertenece el primado entre Islam y Cristianismo? –Cardenal Ratzinger: Hoy, es difícil hablar de primado entre formas socioculturales diferentes. No es tan fácil. Es un tema delicado, profundo, complejo, que hay que afrontar con prudencia y con respeto recíproco.

–En su último libro «Dios y el mundo», usted sostiene que cristianos y musulmanes tienen un modo diverso de afrontar el destino del hombre decidido por Dios. ¿Por qué? –Cardenal Ratzinger: Sí, sobre el destino divino hay una divergencia real, o digamos una diferencia, entre el Islam y el cristianismo. Para los musulmanes, el destino está predeterminado por Dios y el hombre vive en una especie de red que limita en gran manera sus movimientos. La fe cristiana, por el contrario, cuenta con el factor de la libertad. Esto significa que, para el cristiano, Dios, por una parte abraza todo, sabe todo, guía el curso de la historia, pero ha predispuesto las cosas de tal modo que la libertad encuentra su lugar. En síntesis, para mí, cristiano, Dios tiene la historia en sus manos, pero me da la libertad de entregarme completamente a su amor o de rechazarlo.

–Libertad que puede llevar también a equivocarse, como lo prueban los vientos de guerra de estos días. ¿Serán escuchados los llamamientos del Papa? –Cardenal Ratzinger: Esperemos. El Papa ha sido clarísimo, ha dicho todo lo que debía decir, o sea que, si se quiere respetar a las víctimas inocentes estadounidenses, con la guerra todo está perdido, con la paz todo es posible. Roguemos a Dios para que se le escuche.

Tomado de Zenit, ZS01100201

Joseph Ratzinger, “Católicos, ¿futuro de minoría?”, Alfa y Omega, 27.IX.01

Peter Seewald ha mantenido una entrevista con el cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, plasmado en el libro “Dios y el mundo”, que acaba de editar en Italia Ediciones San Pablo. El diario católico Avvenire lo ha presentado en una página, de la que ofrecemos lo esencial La faja publicitaria de la cubierta habla de un nuevo Informe sobre la fe. Como en el precedente Informe-entrevista realizada al cardenal por Vittorio Messori, también en el nuevo libro-entrevista el Prefecto de la Doctrina de la Fe no se sustrae a las provocaciones del periodista y escritor alemán Peter Seewald. El cardenal Ratzinger afronta, con su habitual franqueza, las cuestiones espinosas de siempre: la crisis de la fe, los milagros, Dios y la razón, existencia y naturaleza de Cristo, la unidad de los cristianos… Para dar una idea, la primera pregunta de la entrevista -grabada en tan sólo 4 días en la abadía de Montecasino- dice: “Eminencia, ¿usted también, a veces, tiene miedo de Dios?” Y Ratzinger responde: “No hablaría de miedo. Gracias a Cristo sabemos cómo es Dios, sabemos que nos ama… Sin embargo, advierto siempre el sentido fulminante de mi inadecuación a la idea que Dios tiene de mí”. Éstas son algunas de sus respuestas: –Hace mucho años, usted hablaba en términos proféticos sobre la Iglesia del futuro: la Iglesia -decía entonces- “se reducirá en sus dimensiones, hará falta recomenzar de nuevo. Pero de esta prueba saldrá una Iglesia que habrá sacado una gran fuerza del proceso de simplificación que habrá atravesado, de la renovada capacidad para mirar dentro de sí misma. ¿Cuál es la perspectiva que nos espera en Europa? Para empezar, la Iglesia “se reducirá numéricamente”. Cuando hice esta afirmación, me llovieron de todas las partes reproches de pesimismo. Y hoy que todas las prohibiciones parecen caídas en desuso, entre ellas las que se refieren a lo que se viene llamado pesimismo y que, a menudo, no es otra cosa que sano realismo, cada vez son más los que admiten la disminución del porcentaje de los cristianos bautizados en la Europa actual: en una ciudad como Magdeburgo el porcentaje de los cristianos es tan sólo del 8% de la población total, incluyendo todas las confesiones cristianas. Los datos estadísticos muestran tendencias irrefutables. En este sentido se reduce la posibilidad de identificación entre pueblo e Iglesia en determinadas áreas culturales. Debemos tomar nota con sencillez y realismo.

La Iglesia de masa puede ser algo muy bonito, pero no es necesariamente la única modalidad de ser de la Iglesia. La Iglesia de los primeros tres siglos era pequeña, sin por esto ser una comunidad sectaria. Por el contrario, no estaba cerrada en sí misma, sino que sentía una gran responsabilidad respecto a los pobres, los enfermos, respecto a todos. En su seno encontraban sitio todos aquellos que se nutrían de una fe monoteísta, en búsqueda de una promesa. Esta conciencia de no ser un club cerrado, sino de estar abiertos a la comunidad en su conjunto, siempre ha sido un componente no eliminable en la Iglesia. Al proceso de reducción numérica que estamos viviendo hoy, tendremos que hacerle frente también precisamente explorando nuevas formas de apertura al exterior, nuevas modalidades de participación de aquellos que están fuera de la comunidad de los creyentes. No tengo nada en contra de que personas que durante el año no han pisado la iglesia vayan a la misa la noche de Navidad, o con ocasión de otra festividad, porque también ésta es una forma de acercarse a la luz. Debe, por tanto, haber formas diversas de implicación y participación.

–Pero la Iglesia ¿puede de verdad renunciar a su aspiración de ser una Iglesia de la mayoría? Debemos tomar nota de la disminución de nuestras filas, pero debemos seguir siendo igualmente una Iglesia abierta. La Iglesia no puede ser un grupo cerrado, autosuficiente. Debemos ser, sobre todo, misioneros, en el sentido de volver a proponer a la sociedad aquellos valores que son los fundamentos de la forma constitutiva que la sociedad misma se ha dado, y que están en la base de la posibilidad de construir una comunidad social verdaderamente humana. La Iglesia continuará proponiendo los grandes valores humanos universales. Porque, si el Derecho ha dejado de tener cimientos morales compartidos, se viene abajo también en cuanto Derecho. Desde este punto de vista la Iglesia tiene una responsabilidad universal. Responsabilidad misionera significa precisamente, como dice el Papa, intentar verdaderamente una nueva evangelización. No podemos aceptar tranquilamente que el resto de la Humanidad vuelva a precipitarse en el paganismo, debemos encontrar el camino para llevar el Evangelio también a los no creyentes. La Iglesia debe recurrir a toda su creatividad para hacer que no se apague la fuerza viva del Evangelio.

–¿Qué cambios sufrirá la Iglesia? Creo que tendremos que ser muy cautos a la hora de arriesgar previsiones, porque el desarrollo histórico siempre ha dado muchas sorpresas. La futurología se estrella frecuentemente. Nadie, por ejemplo, se arriesgó a prever la caída de los regímenes comunistas. La sociedad mundial cambiará profundamente, pero todavía no estamos en grado de prever qué implicará la disminución numérica del mundo occidental, que todavía es el dominante, cuál será la nueva cara de Europa transformada por los flujos migratorios, qué civilización y qué formas sociales se impondrán. Lo que de todos modos sí es claro es la diversa composición del potencial sobre el cual se sostendrá la Iglesia occidental. Lo que más cuenta es en mi opinión es el esencializar, por usar una expresión de Romano Guardini. Es necesario evitar elaborar preconstrucciones fantásticas de algo que podrá revelarse muy diverso y que no podemos prefabricar en los meandros de nuestro cerebro, para concentrarse, sin embargo, sobre lo esencial, que podrá después encontrar nuevos modos de encarnarse. Es importante un proceso de simplificación que nos consienta distinguir lo que constituye la viga maestra de nuestra doctrina, de nuestra fe, lo que en ella tiene un valor perenne. Es importante volver a proponer en sus componente fundamentales las grandes constantes de fondo, los interrogantes sobre Dios, la salvación, la esperanza, la vida, sobre todo lo que éticamente tiene un valor básico.

Biografía de C. S. Lewis

Tomada de la primera “Crónica de Narnia”, en la edición de Andrés Bello: Clive Staples Lewis es considerado como una de las figuras más interesantes del pensamiento inglés de nuestro siglo. Nació en 1898 y falleció en 1963. Estudió literatura y destacó como crítico y novelista y también por sus escritos morales. Entre 1925 y 1954 se desempeñó como ‘fellow y tutor” en Magdalen College, Oxford, y en 1954 fue nombrado profesor en la Universidad de Cambridge, en la cual, hasta su muerte, enseñó literatura inglesa medieval y del Renacimiento.

Su cultura literaria, filosófica y teológico fue impresionante, al igual que lo fueron su imaginación y talento de escritor. A estas condiciones une una profunda religiosidad cristiana actual y, como sostienen algunos comentaristas, “de vuelta” de todas las tentaciones contemporáneas.

Entre sus textos de crítica están “The Allegory of love” y la “Literatura Inglesa del siglo XVI”.Sus obras más conocidas son sus escritos religiosos y morales, como su estudio sobre el problema del dolor (“The problem of pain”).”Cartas del diablo a su sobrino” (“The screwtape Letters”) y otras.

Algunos de sus libros abordan temas de ciencia ficción: “Out of the Silent Planet” es la primera de tres novelas que además destacan por su fuerte sentido cristiano.

Con “El León, la Bruja y el Ropero” Lewis inició una serie de siete libros para niños que reunió bajo el título “Las crónicas de Narnia”. Es una obra en la que resaltan el brillo y talento del autor, junto a una imaginación desbordante y a un lenguaje de riqueza extraordinaria.

Tomada de la enciclopedia Microsoft Encarta 97: Lewis, Clive Staples (1898-1963), crítico, académico y novelista inglés, nació en Belfast (Irlanda). Estudió en escuelas privadas y completó su formación en la Universidad de Oxford. Fue tutor y miembro del consejo de Gobierno de Oxford entre 1925 y 1954. Posteriormente dio clases de literatura medieval inglesa en la Universidad de Cambridge.

Su principal obra crítica es Alegoría del amor (1936), donde estudia las relaciones entre la literatura medieval y el amor cortesano. Esta obra consolidó su prestigio académico. Sin embargo, Lewis es más conocido por sus análisis de problemas morales y religiosos resultado de sus vivencias: se educó en el protestantismo del Ulster, se hizo agnóstico por la influencia pagana de la lectura de los clásicos y abrazó la fe cristiana tras largas discusiones con su amigo Tolkien. Su trilogía Perelandra, que comenzó con El planeta silencioso (1938), resultó ser una fusión sin precedentes de ciencia ficción, fantasía y alegoría. Entre sus estudios sobre las creencias del cristianismo tradicional, basadas en parte en sus conferencias radiofónicas para la BBC durante la II Guerra Mundial, figuran Más allá de la personalidad (1940), Milagros (1947), y La cristiandad (1952). Una de sus obras más populares es Cartas del diablo a su sobrino (1942), en las que un diablo anciano instruye sardónicamente a su aprendiz en los métodos de la tentación moral. Lewis describió su propia conversión al cristianismo en Sorprendido por la alegría (1955). Escribió asimismo una serie muy popular de libros infantiles titulada Crónicas de Narnia, que comenzó en 1950 con El león, la bruja y el armario, una obra alegórica y fantástica sobre la eterna lucha del bien y el mal bajo una concepción católica, en la que al final el creador del país de Narnia se inmola para salvar el mundo; aunque la obra rebosa optimismo y humor. Un género que también cultivó su amigo J. R. Tolkien en El señor de los anillos.

Tomada de Miguel Casas Ruiz (www.menteabierta.org): Clive Staples Lewis fue bautizado el 29 de Junio de 1899 en la iglesia de San Marcos Dundela de Belfast, Irlanda.

Su padre, Albert era notario y provenía de una familia de granjeros de Gales que habían inmigrado a Irlanda. Había empezado como obrero y terminó como socio de una importante firma de ingeniería y armadores de buques. De talante sentimental, era apasionado y melodramático; tan tierno como lleno de ira, muy al contrario de su madre, Flerence Augusta Hamilton que hacía gala de una mente crítica e irónica. Ella provenía de una familia de clérigos y abogados y era la hija de un pastor protestante. Esta diferencia tan notable de caracteres en las familias, marcó parte del temperamento y carácter de C. S. Lewis.

Desde su más tierna infancia estuvo rodeado de libros de todas clases, algunos poco recomendables para un niño de su edad. Lejos de ser criado en un puritanismo estricto, Lewis fue enseñado en la rutina de ir a la iglesia y de rezar a su debido tiempo que él, por su parte, aceptó sin un interés especial.

Cuando sólo contaba 9 años de edad, su madre enfermó de cáncer murió. Esta muerte marcó su vida. No sólo le dejó huérfano sino que también le separó de su padre quien, bajo la presión de la enfermedad de su esposa, se había convertido en un hombre hosco con un temperamento imprevisible. A tierna edad Lewis ya había empezado a escribir narraciones fantásticas que ocurrían en un mundo donde los personajes eran animales.

A los 14 años, entró en el Malvern College de Inglaterra, después de haber recibido una educación preliminar en diferentes colegios. En su etapa final de preparación tuvo la importante influencia de su tutor, un profesor ateo y racionalista. Bajo su influencia fue desarrollándose en C. S. Lewis una conversión gradual hacia la increencia. Un extraño pensamiento ateo combinado con creencias ocultistas fue el resultado.

La imaginación, de un tipo o de otro, jugó siempre un papel preponderante en su vida. La lectura de la obra “Sigfrido y el ocaso de los dioses” lo envolvió en la pasión más pura por lo nórdico, llegando a ser un verdadero erudito en la materia. Durante su época de universitario sus sentimientos hacia la naturaleza se ensalzaron al más puro sentido de lo romántico, desplazando su primitiva pasión por la mitología nórdica que imperceptiblemente terminó por convertirse en un interés puramente “científico”.

A finales de 1916 se presentó en Oxford para el examen a una beca. Entró en la Residencia en el trimestre del verano de 1917. Corrían los tiempos de la Primera Guerra Mundial y tuvo que alistarse en el ejército. Fue destinado a Francia y allí, convaleciente de una enfermedad, tuvo su primer encuentro con la obra de G. K. Chesterton. Podría pensarse que debido a su ateísmo, a su carácter pesimista y al rechazo que sentía por todo sentimentalismo, fuera el autor con quien menos congeniase. La realidad, en cambio, fue que lo conquistó inmediatamente. Aceptó y disfrutó de lo que decía en sus obras y sentía el encanto de la bondad que transmitían.

La lectura de las obras de George McDonald, le abrió la frontera a un nuevo mundo, un mundo de beatitud, en donde Dios estaba más cerca de la realidad de lo que nunca antes había vivido. Leer a Chesterton y a McDonald no es lo más recomendable a uno que se dice ser ateo.

La guerra terminó para él cuando fue herido por un obús inglés. Durante su convalecencia tuvo otra experiencia trascendental en la lectura de Bergson. Fue una experiencia que revolucionó su vida emocional y le abrió las puertas a la comprensión hacia autores apasionados a los que hasta ese momento había rechazado.

En enero de 1919 regresó a Oxford y vivió situaciones y momentos que tuvieron una influencia esencial en su forma de ver la vida. Tuvo la ocasión de poder ver que los valores más difíciles actúan en nuestras vidas y cambian nuestro pensamiento. Y esto debido a distintas circunstancias como fue las conversaciones con un cura católico apóstata, la experiencia de ver a un ser querido que había experimentado con toda clase de experiencias “espirituales” volverse loco y la conversión de sus mejores amigos a la corriente antroposofista de Steniner que invadía el mundo intelectual de la época. Todo esto le llevó a plantearse cuestiones que hasta entonces creía tener resueltas.

El 1922 terminó su carrera y estuvo un año más dedicado al estudio de la literatura inglesa. En la obra de los autores cristianos que por su pensamiento deberían estar distantes de su ateísmo, encontró una plenitud de vida que faltaba en el racionalismo laico.

Durante parte de su existencia Lewis buscó la felicidad a través de la belleza, en la creatividad humana, en la mitología nórdica, en los clásicos Platón, Aristóteles, Lucrecio, Cátulo, Tácito y Herodoto. Encontró belleza en Shelley y en Morris e inteligencia en Yeats. Aprendió francés para poder leer a Maeterlinck. Le sorprendió el lado salvaje del romanticismo Wilde y le interesaba la obra de Beardley. Toda su vida estuvo leyendo: Kant, Shopenhauer, Morris, Yeats, Tennyson, Goethe, Voltaire. En su búsqueda de la felicidad se topó con George McDonald y con Dante, con Milton , con Chesterton, Spinoza, Bergson y Spenser, autores cuyas obras le llevaron a un reflexión sobre Dios que cambió radicalmente su vida. Pasó de un tiempo agriamente descreído, viviendo una ausencia de todo, a percibir la verdad del Evangelio que anteriormente había considerado otra fábula más. Finalmente se convirtió al cristianismo. Su racionalismo fue vencido por la razón de Dios. Se encontró con la fe que le abrió los ojos. Su inteligencia y su mente lógica, su preparación y su sensibilidad se rindieron a la evidencia de Jesucristo como Señor y Redentor y desde entonces su vida ya no fue la misma. Era un hombre nuevo. De Antítesis plena pasó a ser llamado a predicar la Gloria de Vida eterna que hay en el seguimiento de Jesucristo.

Fue contratado como profesor por la Universidad y en 1925 fue nombrado miembro del Magdalen College. Por esa época ya había abandonado su actitud racionalista y allí conoció a dos nuevos amigos, ambos cristianos, Dysson y J.R.R. Tolkien. La amistad con este último marcó la caída de los viejos prejuicios.

En 1925 fue elegido Miembro del Magdalen College de Oxford y estuvo 29 años enseñando Literatura y Lengua Inglesa. En 1937 recibió el Premio Gollancz Memorial de literatura en reconocimiento a su estudio de la tradición medieval en “The Allegory of Love”. Fue nombrado Doctor of Divinity por la Universidad de St. Andrews en 1946 y más tarde en 1948 Miembro de la Royal Society of Literature. Se le concedió el Doctorado en Letras por la Universidad de Laval en Quebec en 1951. Y en 1954 aceptó la cátedra de Literatura Medieval y del Renacimiento de la Universidad de Cambridge. Miembro de la Academia Británica, rehusó la Orden del Imperio Británico. En 1957 recibió la Carnegie Medal en reconocimiento por su obra “The Last Battle.” En 1958 Lewis fue elegido Miembro Honorario de la University College, Oxford y un año más tarde fue nombrado Doctor Honorario de Literatura por la Universidad de Manchester.En 1956 se casó con la poetisa americana Joey Davidman. Su matrimonio duró sólo 4 años a causa de la enfermedad de ella, que murió en el 1960 cuando tenía 45 años de edad. En ella Lewis no sólo encontró el amor de una mujer, sino también a una amiga y a una interlocutora activa, inteligente y dispar. Sus caracteres tan distintos les llevaban a controversias bizantinas que podían durar días. Fue un tiempo de serenidad y plenitud.

La obra de C.S. Lewis es ingente y diversa. Su fertilidad creativa le llevó a mezclar estilos tan dispares como son narraciones de ficción, ensayos y poesía. En todos ellas, sin embargo, se encuentran ese sello personalísimo de su autor, su frescura, su bondad, su inteligencia y sensibilidad. Pero donde verdaderamente puso todo su empeño fue en la difusión de la fe cristiana. Ahí se destacó como el apologista más importante de este siglo.

El pensamiento de C.S. Lewis se puede identificar con cualquier rama del saber, debido a la importancia que reviste el ser humano en su pensamiento. Temas como, el lugar del hombre en el universo, la unidad sustancial de cuerpo y alma, el amor y el dolor, alcanzar a Dios partiendo de experiencias fundamentales.

A partir de ahí Lewis muestra la verdad de la revelación como la clave de la inteligibilidad del misterio del hombre. Su pensamiento gira alrededor de estas tres realidades: la existencia de un Dios personal, la centralidad de Cristo en la creación y la historia de la salvación del hombre.

Sus obras más célebres son (traducidas al castellano): Los Cuatro amores, Mientras no tengamos rostro, El diablo propone un brindis, Cartas del diablo a su sobrino, El problema del dolor, Mero Cristianismo, Dios en el banquillo, El gran divorcio, Lo eterno sin disimulo, Las Crónicas de Narnia y la Trilogía de Ransom.

Siempre vigilante a la actualidad, sensible a los problemas del hombre, no perdía ocasión para dar un testimonio de verdad intemporal. Cualquier oportunidad era propicia para hablar, escribir, impugnar, rebatir, contradecir y pelear con argumentos lógicos, como ecuaciones precisas de la geometría divina.

Lewis explicó y defendió la fe cristiana al hombre de hoy y lo hizo poniendo su talento y sus conocimientos al servicio de Dios. Murió el 22 de noviembre de 1963, el mismo día que asesinaron al presidente Kennedy. Contaba 65 años de edad.